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Holly Winshaw (Molly Windsor) se acaba de mudar a Rochdale con su familia. Su padre ha tenido que bajar la persiana de un negocio que no funcionaba y la pérdida de poder adquisitivo les ha obligado a recolocarse en un área más humilde. Durante sus primeros días en la ciudad, Holly conocerá a las hermanas Amber (Ria Smitrowicz) y Ruby Bowen (Liv Hill), integrantes de una familia desestructurada y con escasos recursos, circunstancias comunes a muchos de los jóvenes adolescentes que conviven en esta pequeña urbe del norte del condado de Great Manchester. Es habitual verlos holgazanear durante el día, jugando y bebiendo en casas ajenas (la edad fuerza la sinonimia entre los verbos), ausentándose del instituto, huérfanos de cualquier tipo de supervisión, la mayoría de ellos bamboleándose por el afilado borde de la exclusión social. 

Molly, arrastrada por Amber y Ruby, empieza a frecuentar el Top Curry y otros establecimientos regentados por miembros de la comunidad británico-paquistaní de la zona. Sus propietarios les dan kebabs gratis, les compran vodka y, si se da el caso, les hacen de taxistas. Para unas chicas de entre 13 y 15 años de clase baja, comer y beber sin soltar una libra puede parecerse bastante al paraíso. Solo que las ofrendas conllevan una contrapartida. Y ese reembolso se pagará con sexo, violaciones consumadas con regularidad por un grupo de hombres adultos que, valiéndose de la desorientación existencial, la inferioridad física y la desatención familiar e institucional de las jóvenes, ha tejido una red de abuso que lleva años atrapando a menores, esclavizándolas sexualmente. 

Justo en el instante previo a que el Edén low-cost de Molly —una fiesta perpetua que se alimenta de comida basura y se recarga con chupitos de licor barato— vaya despintándose hasta revelar su ominosa forma original, como si fuese un pentimento pintado por un autor con gusto por lo macabro que ocultó el mismísimo infierno debajo de un paisaje bucólico; en ese momento en el que todo es aún felicidad y diversión inocente, la realizadora Philippa Lowthorpe filma la trastienda del kebab en el que las niñas malgastan sus horas desde el umbral de acceso a la pieza principal del local, esa parte en la que se atiende a la clientela. La directora sitúa la cámara frente a la cortina de cadena que separa lo público de lo íntimo. Tan prosaico elemento jugará un papel simbólico determinante a la hora de interpretar el subtexto de la miniserie. De una parte, establece la mínima separación que existe entre la comisión de unos actos atroces y el conocimiento que de ellos pudieran tener los ciudadanos de Rochdale: era algo que estaba sucediendo a la vista de todo el mundo y que nadie supo o quiso ver. Pero si el basto cortinaje funciona como metáfora de una barrera mínima tras la cual se oculta un mortal pecado de omisión, también ejerce el papel de frontera, la que fija el paso de la infancia a la edad adulta, un límite que solo se supera con la pérdida de la inocencia que en este caso adopta los perfiles de una experiencia aterradora. 

Lowthorpe recuperará la cortina en el tercer y último episodio, cuando Holly tenga que declarar por videoconferencia frente al tribunal que juzgará a sus agresores. La ujier le señala que no es necesario que la audiencia la vea, que su testimonio oral es suficiente. Molly rechazará el ofrecimiento de la funcionaria y prestará declaración a cara descubierta, sin la intermediación de la cortina que habría de ocultar su rostro a los acusados. Si la directora de Five Daughters (2010) filma el acceso a un mundo abominable desde detrás de tan tenue obstáculo, la supresión de ese elemento será el que permita alcanzar la catarsis: al apartar el velo que separaba al mundo (los medios, la población, las autoridades) de la verdad, esta quedará crudamente expuesta. 

Fallo de sistema

En un ejercicio de traducción creativa, esta serie producida por la BBC y nacida con el nombre de Three Girls llega a España de la mano de Filmin bajo el título de La infamia. La conversión es reveladora. Frente a la neutralidad inherente del original, la versión española opta por un sustantivo con una carga significante que empapa todo el show y que predispone al espectador. La infamia no deja espacio para la sorpresa y, aún así, la teleficción británica que se alzó con el BAFTA a la mejor serie de 2017, resulta dolorosa, rebaja los índices de tolerancia a la incompetencia y pone a hervir el cazo de la indignación. ¿Por qué? Pues porque es la dramatización de una historia real que, a su vez, solo es la punta de un iceberg de mierda que muestra uno de los numerosos —numerosísimos— casos de abusos reiterados a menores que se dieron en diversas zonas del norte de Inglaterra desde principios de la primera década del siglo XXI y hasta bien entrada la segunda. 

A partir de las intervenciones de las afectadas, de sus declaraciones, de las investigaciones llevadas a cabo por el Departamento de Salud Sexual de Rochdale y por (ejem) la policía, así como de las transcripciones del juicio, la guionista Nicole Taylor reconstruye un caso que conmocionó a la opinión pública británica: los abusos sexuales que entre 2008 y 2012 sufrieron 47 adolescentes blancas de clase baja a manos de adultos de origen paquistaní. La gravedad del asunto no se reduce a los hechos probados, sino que permea hasta enmohecer las capas últimas del sistema: la trabajadora de los servicios municipales de salud sexual, Sara Rowbotham (a la que Maxime Peak presta su contundencia en la serie), denunció la existencia de más de 180 casos de abuso a menores desde 2003 hasta 2014, denuncias que fueron constantemente desoídas por (ejem) la policía, por los responsables de los servicios sociales y por las autoridades municipales. Aunque su archivo fue crucial para la reapertura del caso en 2009, su tenacidad y su compromiso le costaron el puesto de trabajo. Suya es la frase que da título a esta entrada —“no existe la prostitución infantil, existen los abusos a menores”— y que sirve para poner a todos los personajes en el lugar que les corresponde y para desactivar las intencionadas confusiones con las que los agresores pretenden salir indemnes, trampas léxicas que quieren hacer pasar una cosa por otra y en las que caen, incluso, los padres de las propias víctimas.  

Un grupo de personas posando delante de una pared

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La miniserie se divide en tres episodios que responden a tres etapas claramente diferenciadas: los hechos (capítulo 1), la llamada Operación Span (capítulo 2) y el proceso judicial (episodio 3). En cada una de las fases se observan con claridad los fallos institucionales que impidieron que el caso se resolviera mucho antes. Lowthorpe arranca con el primer interrogatorio de Holly, que ha acudido a la comisaría a denunciar las vejaciones que ha sufrido. De esa primera declaración ya entresacaremos dos conclusiones: que, siguiendo un estilo muy reconocible, la cámara estará muy próxima a los personajes y se moverá con ellos (aquí rodea a Holly) y que las víctimas serán puestas constantemente en entredicho tanto por los agentes como por los técnicos de servicios sociales como, incluso, por sus propios padres. De hecho, La infamia también puede ser vista como la desesperada búsqueda del interlocutor adecuado, de la persona que consiga que la voz de las víctimas transponga el umbral del anonimato y se haga pública, un papel que aquí representan Sara Rowbotham y la agente de policía Margaret Oliver (Lesley Sharp), otra víctima del sistema que no se cansó de reportar casos idénticos y anteriores a los de Rochdale, alguien que trató de ayudar a las hermanas Bowen y a la que no le quedó más remedio que renunciar a su puesto para conservar su dignidad. 

La producción británica es incómoda como un jersey pequeño que no tienes más remedio que ponerte porque tu familia no puede permitirse comprar ropa nueva cada temporada. Sin necesidad de mostrar frontalmente las violaciones, la fisicidad que Lowthorpe imprime a sus imágenes resulta perturbadora, te ensucia: cuando acaba el primer capítulo solo quieres meterte en la ducha con una pastilla de jabón Lagarto y un estropajo. Ese episodio inaugural es como un perro callejero que husmea entre los cubos de basura para llevarse a la boca los restos de los restos desechados por los soldados de un ejército obrero desorganizado y famélico (“¿por qué todo tiene que ser tan miserable?”, espeta una de las niñas). Es desasosegante porque la precariedad económica se agranda con la suma del distanciamiento generacional —padres que no comprenden a sus hijos— y el abandono criminal de las instituciones. El miedo, la confusión y el desamparo llevan a unas adolescentes ni más ni menos rebeldes, con los mismos pájaros en la cabeza que las adolescentes de cualquier otro lugar, a tomar decisiones que solo nos pueden parecer ilógicas a los que no hemos tenido que convivir con una amenaza constante, con el miedo a que nos rompan la cabeza si salimos de una casa en la que, además, no queremos estar. 

Los otros dos episodios duelen de otro modo. Duele la dejación de funciones que obliga a las jóvenes a revivir el trauma. Duele su utilización. Duelen las consecuencias. La realizadora introduce con criterio las secuencias de recapitulación al inicio de cada episodio y las elipsis (capítulo 2) y el montaje sintético de las declaraciones (capítulo 3) dotan de ritmo a una narración que acusa los excesivos subrayados musicales (la banda sonora original es de Natalie Holt), acentuaciones reiterativas en un drama que no necesita aditivo alguno para resultar devastador (otra cosa distinta sería que la música sirviera a otro propósito que no fuera el de dar respaldo a las imágenes). Es interesante observar cómo, durante su declaración ante la corte, Holly no está filmada de manera nítida: los encuadres siempre la empequeñecen. Una vez que haya terminado su valiente intervención, abjurando de cualquier tipo de culpabilidad y señalando a los verdaderos criminales, intervención que será decisiva para la condena posterior; cuando todo eso haya pasado, la veremos en un plano general, nítido, hablando con Sara Rowbotham en un banco en mitad de un parque. Es como si su testimonio hubiera limpiado la sociedad y las imágenes, imágenes que ahora se nos aparecen vacías de ese ruido oscuro que asomaba por sus márgenes. 

La carta del racismo

Una persona parado en la calle

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Uno de los motivos que esgrimieron las autoridades policiales para no llevar el caso a los tribunales cuando el Departamento de Salud Sexual les advirtió de lo que sucedía en las calles de Rochdale fue la etnia de los presuntos agresores. También adujeron que las testigos carecían de credibilidad, que sus testimonios no tenían la fuerza suficiente como para lograr una condena en firme. La infamia encara una problemática que, en su día, la policía y la fiscalía prefirieron vadear: el origen paquistaní de los encausados podía desencadenar una oleada de acusaciones por racismo contra los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. 

Las ficciones británicas no tienen reparo alguno a la hora de enfrentarse a polémicas de este calibre. Ahí está Honor (Richard Laxton & Gwyneth Hughes, 2020), también estrenada por Filmin el pasado 5 de enero, que arremete sin tapujos contra el tratamiento y la concepción que recibe la mujer en determinadas comunidades islámicas radicadas en Londres. Lowthorpe y Taylor se cuidan mucho de facturar una ficción xenófoba sin necesidad de traicionar los hechos reales. En el episodio final, en el que los procesados emplean la carta del racismo como argumento defensivo, veremos como uno de los manifestantes que protesta frente a la puerta de los tribunales llama “puto paki de mierda” al que resulta ser el fiscal que ha armado toda la acusación. En casos como el de Rochdale es fácil dejarse arrastrar por las corrientes demagógicas —Holly explica que su padre se ha afiliado al British National Party, de extrema derecha— porque los bandos están tan claros (violadores paquistaníes/niñas blancas) que construir un discurso racista alrededor de las pruebas ni siquiera necesita de un ideólogo perspicaz. Por eso es tan importante no solo el papel que juega el fiscal, sino la secuencia en la que la comunidad británico-paquistaní de la ciudad se reúne para analizar la repercusión que las condenas han tenido en su seno y, sobre todo, asume los problemas que tiene: será una mujer la que diga que ya basta de ocultar la realidad que los hechos demuestran, que frente a ese tipo de hombres, todas las mujeres, sean blancas o no, están en peligro y que entre todos tienen que poner fin a esas abominaciones. La infamia no reblandece la verdad —que estas redes de captación y explotación sexual de menores están formadas por varones adultos de ascendencia asiática— pero evita simplificar un caso en el que la culpa tiene muchos padres. Que los tres últimos planos sean tres miradas a cámara de las tres niñas protagonistas solo puede leerse como un gesto desafiante contra la sociedad que toleró que aquello sucediera.

@EnricAlbero



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