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El virus le ha chafado definitivamente el cumpleaños a Beethoven. El 17 de diciembre se cumplirán 250 años de su bautizo y, algunos días antes, de su nacimiento. A él ya le da todo igual, pero a nosotros, entre cancelaciones y rebajas, se nos ha aguado la fiesta. Con los éxitos epidemiológicos de mayo, nos habíamos hecho ilusiones, pero nada. Salvo alguna excepción, el Año B se nos ha ido en suspiros. Es verdad que, con o sin aniversario, a Beethoven se le programa constantemente y que a algunos les podría irritar la uniformidad programadora que orquestas, teatros, auditorios, cuartetos y solistas tenían preparada para 2020, pero yo llevaba tiempo anticipando con sonrisa de oreja y de alma el atracón Beethoven que se nos avecinaba. Me consuela que muchos programadores planeen alargar la conmemoración hasta 2021. A fin de cuentas, la primera luz que vio el niño Ludwig fue, prácticamente, la de 1771. El 1 de enero de ese año, no era más que un mamoncete de 13 o 14 días. Me consuela también pensar que, si no se interponen nuevas calamidades, podremos hartarnos de su música dentro de muy poco, en 2027, cuando se cumpla el bicentenario de su muerte.
Hay mil razones que le hacen excepcional, pero me fijo ahora en esta. Beethoven fue el primer músico romántico. Inundó de emociones personales las formas clásicas de la música, con el resultado de que, a las tales formas (sonata, sinfonía), se les abrieron las costuras y, a los intérpretes y espectadores de su tiempo, se les ensancharon las orejas y se les espabiló la escucha. Y, sin embargo, este ministro de la pasión musical en los salones y teatros de Viena, no dejó nunca de ser un ilustrado de Bonn, un miembro del círculo intelectual, filomasónico, de esa ciudad, capital de la Alemania progresista. Igual que sus maestros y colegas, creía en el triunfo de la ciencia, la razón y la amistad. Soñaba con una revolución pura y racional, alejada de la irracionalidad romántica, y su formidable intuición musical le encaminaba al ensanchamiento de las formas clásicas, de aspiración universal, no al cultivo de microformas románticas, de alcance subjetivo. La tensión entre estos dos polos, racionalismo/irracionalismo, persistió en el interior de Beethoven y proporcionó, quizá, la chispa que mantuvo su genio siempre encendido y renovado. El adolescente ilustrado cuya silueta dibujó Joseph Neesen en Bonn, con coleta y pechera, es la misma persona que Joseph Karl Stieler retrató en Viena, treinta y tantos años después, despeinado y ceñudo. No es que el uno fuera sucedido por el otro, sino que, de alguna manera, se integraron y convivieron. El mismo año en que se dibujó la silueta, 1785, se publicó la oda ‘A la Alegría’ de Schiller, cuyo ‘Elíseo’, la utopía prerromántica de un paraíso fraternal, universal y de construcción humana, estructuró la personalidad del Beethoven joven y guio después su vida y su obra enteras.
En realidad, a Beethoven debió haberlo retratado el Picasso cubista, porque su figura es multidimensional y no se deja capturar si no es desplegando dimensiones y simultaneando perspectivas. Solo así se puede entender a quien inauguró y ocupó casi entero el territorio romántico sin abandonar nunca sus raíces ilustradas (su rival interior a batir fue siempre Haydn) y, lo que es aún más asombroso, dejó explorado, con un siglo de anticipación, el mundo moderno, único en el que encajan sus últimos cuartetos y sonatas. Se puede añadir aún otra dimensión al retrato sugiriendo un cuarto giro en el último año de su vida creativa, el del cuarteto opus 135 y el nuevo ‘finale’ para el 130, obras que miran más allá de la modernidad, hacia una escucha más clara y serena y, por qué no decirlo, neoclásica.
Solo hay una manera de abarcar tanto: ascendiendo, como hizo él, en el dominio de su arte, hasta la máxima cumbre, desde la que miró a la vez atrás y adelante. Beethoven voló tan alto, tan alto, que llegó a cernirse sobre el XVIII, donde forjó su espíritu; el XIX, que en buena medida alumbró; el XX, que anticipó; y, tal vez, el mismo XXI en que vivimos. ¿Tras un amoroso lance? No lo creo. Lance divino, o espiritual, quizá, pero de amor humano, no. Beethoven murió, probablemente, sin haber conocido el amor que anhelaba por encima de casi todo y para el que estaba catastróficamente incapacitado.
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