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Darío de Regoyos nació en Ribadesella en 1857 y, recién salido de la Academia de San Fernando, viajó en 1880 a Bruselas, entonces centro artístico fundamental. Por su simpatía, entabló fácilmente relación con los jóvenes creadores belgas, no solo con pintores, también con escritores y músicos (allí se formó, por ejemplo, Albéniz).
Estudió en la Academia de Bellas Artes de la ciudad, donde coincidió con Van Gogh, y redescubrió España en función de la vanguardia belga, regresando para mirar su país con otros ojos. A raíz de sus viajes por la península, cuando aún residía en Bruselas publicó La España negra en 1899, que influiría en Gutiérrez Solana y se convirtió en símbolo de la Generación del 98, que se plantearía nuestras posibilidades de regeneración tras la pérdida de las últimas colonias. En torno a 1880, conviene recordar, las pinturas negras de Goya (alucinaciones, pesadillas…) se empezaron a llamar así; el negro era el color de la vestimenta real de los Austrias y, por supuesto, el de los lutos.
Regoyos invirtió la primera visión festiva del costumbrismo andaluz en una visión crítica, más relacionada con el aragonés y abandonando la exageración caricaturesca, reflejando el lastre de la historia, el atavismo… Nos presenta una España ambivalente, que simultáneamente fascina y repugna. Personaje fundamental de la cultura europea de entonces era Rilke, quien realizó su viaje iniciático a Toledo y Ronda, alejándose del tipismo romántico (y el redescubrimiento de Toledo coincidió con la recuperación de El Greco. Maurice Barrès escribió por entonces El Greco o el secreto de Toledo, en el marco de esa revisión crítica de lo español).
Theo van Rysselberghe dibujó al pintor varias veces (como tuno con guitarra, bebiendo vino…), conforme a una visión popularmente andaluza de un autor cosmopolita asturiano, fruto de un primer contacto de simpatía. Demuestran estas imágenes que se había integrado perfectamente en la vanguardia belga, donde cautivó por su aspecto. Y él retrataría, también de forma informal y simbólica, a Émile Bernheim -con quien precisamente publicó La España Negra– con boina, mostacho y manta zamorana. La poesía de aquel representaba el simbolismo de fin de siglo; pertenecía a esa generación partícipe del espíritu decadentista y tardorromántico en el que se miraba a España de forma muy distinta a la de la exaltación del primer romanticismo.
Antes de centrarse en la representación de la que llamó España negra, y que supuso una transformación en su estilo, Regoyos retrataría más de una vez a la pequeña Emma Bogaerts (1880), en su jardín o con su abuela. En el primer caso, en una escena au plein air, luminosa y suelta. Conviene recordar que la pintura del asturiano se hizo más luminosa en el último tercio del siglo XIX, pero que no toda ella se inscribe en el impresionismo; aquí se aprecia una veta naturalista. En el segundo caso nos presenta una escena de interior más sombría. Esta obra y sus figuras remiten a las pinturas belgas de Van Gogh, de paleta española por lo austera. Era una de las manifestaciones del naturalismo entonces de moda.
Por entonces llevó a cabo asimismo un mural para teatro de marionetas que remite a Ensor, el autor de tantas mascaradas; en él se fijaron los pintores de la España negra y sería fundamental para el arte simbolista de fin de siglo. El cromatismo es ahora rubensiano y Regoyos reunió aquí interior naturalista y paisaje, valiéndose de experiencias anteriores para configurar su paisaje maduro.
En 1881 realizaría su Alba en Holanda. Molino de noche y este fue un motivo muy repetido por Mondrian poco después, así como, en su cariz arquitectónico, por los impresionistas y postimpresionistas. Regoyos lo captó de abajo arriba, marcando su sombra en el agua y con sentido naturalista, pero el molino es compacto y sugiere modernidad.
En Alrededores de Bruselas (1882) presenta como tema un arrabal urbano, zona de marginados, del proletariado y de artistas y delincuentes: los márgenes de la ciudad. La vanguardia pretendía modernizar los contenidos: plasmar la actualidad cotidiana, no la heroica, sino la menos apreciada por antiestética.
Palacio Real de Madrid nevado, del mismo año, recuerda en parte a los paisajes nevados de Monet, pero con un toque más naturalista. No le interesan tanto como al francés los efectos de irisación, sino el simbolismo de la imagen; este Madrid podría parecer Bruselas.
Y en La diligencia en Segovia (1882) emplea perspectiva caballera y estilo impresionista para evocar una ciudad aún sin calzadas de piedra, con suelo de tierra y aspecto rústico, próxima a la España negra. Refleja una diligencia de mulas y figuras vestidas con traje popular; podría parecer una visión folclórica, pero contiene cierto antifolclorismo: no refleja una visión andaluza de lo español, sino castellana, a través de figuras campesinas cuyo atavío no ofrece ninguna vivacidad ni exotismo.
Encontramos mujeres sentadas en el suelo, vendedores ambulantes… una imagen de nuestro país muy distinta a la que se daba hasta entonces.
Tendido al sol, igualmente fechada en 1882, parece tratarse de una visión convencional de un rito primitivo característico español, pero no se parece tampoco en nada a lo que se había hecho hasta entonces. Lo pinta desde un punto de vista muy alejado y se pierden el detallismo y los fragmentos épicos de la plaza: solo pinceladas sueltas evocan la multitud. Convierte Regoyos algo tan típicamente español como una corrida en un estudio de luz, lo que implica su rechazo a una visión simbólica (y quizá simplista) de los toros. En Tendido de sombra, el cilindro de luz lo forma la plaza, dividida en dos zonas, de luz restallante o contraluz. Vemos mejor el primer término, pero no la multitud ni su configuración específica.
También pintó Regoyos rincones de Toledo, rehuyendo los monumentos característicos, o la playa de Almería, cuando solo era visitada por ingleses buscando la explotación de minas. Le interesaba, en definitiva, lo no típico, y lo solía reflejar de noche, con un cuarto de luna, en escenas vibrantes que evocaban a Van Gogh. En este caso solo se representa la playa y el lecho acuático restallante; da la vuelta a la tradicional imagen de España para reconstituirla.
En Sequía (1882) nos presenta un suelo cuarteado, susceptible de ser confundido con cualquier desierto. El sol deslumbra y no se trata, en absoluto, de una imagen folclórica. Este Regoyos influirá en los paisajes de Miró, pues tuvo éxito en primer lugar en Barcelona.
En 1883 pintó un Café-concierto, tema que primer había representado Sargent, estadounidense establecido en Europa que reivindicó a Velázquez por influencia de Van Eyck. Aquel pintó El jaleo, basándose en un tablao flamenco, y esta de Regoyos es una de las muchas réplicas que se le hicieron, desde un carácter más primitivista, cercano a Ensor.
Los pintores andaluces no solían pintar este asunto, que también se relaciona con Manet y con la obsesión por explorar nuevos lugares de ocio, el público y a los que actúan (salvando las distancias, nuestros tablaos podemos considerarlos su Moulin Rouge).
En Dama ante el espejo (1885) captó una escena cotidiana atendiendo al simbolismo del espejo, vinculado a la muerte, los fantasmas y las visiones sobre uno mismo. Recoge nuevamente las influencias de Ensor en relación con nuestras máscaras y une naturalismo y el citado simbolismo.
A finales de la década de 1890, se instaló Regoyos en España; primero en Barcelona, donde publicó La España negra. Allí contactó con Rusiñol, Casas y Nonell. También se dejó inspirar a menudo por el País Vasco, entonces lugar de veraneo de muchos españoles y reivindicó, así, la España verde frente al resto.
En Hijas de María (1891) representó una típica procesión de Semana Santa con una factura tosca y primitivista que explica la génesis de Solana, el último gran representante de esta visión de nuestro país.
Víctimas de la fiesta (1894) remite a los toros pero fuera de las plazas, reflejando lo que no se ve en las corridas. Hasta 1930, lo más cruento eran los caballos desventrándose en la suerte de varas y esta no es una visión típicamente andaluza, pero tampoco goyesca.
En la portada del libro La España Negra (1899) encontramos dos calaveras con montera que, en lugar de tibias, presentan banderilla y estoque. El volumen contenía, además, diversos grabados, como el de los penitentes en Semana Santa. Priman la ironía y las caricaturas y los murciélagos son también motivo frecuente.
En su Viaducto de Ormaiztegui (1898) centraría la composición en un tren cruzando un puente de hierro, tema procedente de impresionistas y naturalistas. De nuevo proyecta el norte como lugar de veraneo y el progreso que suponen los medios de transporte para llegar a él.
Obra curiosa son sus Toros en Pasajes, en la que presenta los animales desde la lejanía, asunto que retomará Zuloaga. Contempla el paisaje desde el monte de enfrente y ofrece una visión lírica de la vida rústica, en un campo fértil.
Viernes Santo en Castilla (1904) nos ofrece una procesión discurriendo por un puente por donde pasa el ferrocarril. Sintetiza lo fundamental de la obra de Regoyos (enfrenta pasado y futuro, religión y técnica) y ofrece una explosión de luz. Regoyos es ejemplo de cómo los pintores norteños (aunque sobre todo vascos y catalanes) reivindicaron Castilla en su arte más que los castellanos.
Su Humo de fábrica (1908) nos hace acordarnos, por último, de Wright of Derby cuando quiso representar la fuerza de la industria pintando la noche y la luna cruzando el paisaje. Encontramos un arroyo de riberas silvestres y una fábrica humeante (la humareda era también característica de Derby), así como una noche roja y misteriosa.
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