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Eugenio Insúa sonríe. Luce una rosa en el ojal de su traje negro. A su lado, su esposa, Irene Serrano y Bartolomé, porta un ramo de flores. Una fotografía del 1 de junio de 1931, cuando se casaron en Madrid, muestra un anillo dorado en la mano derecha de él. Una alianza sentimental cercenada por las balas el 25 de julio de 1936, cuando Eugenio, de 29 años, y otros 11 republicanos combatían el alzamiento fascista en El Espinar (Segovia). Acabaron en una fosa común del cementerio local, fusilados tras una emboscada. Sin identificación. Pero su hija Rosa María luchó por su memoria. Tiene 84 años y por fin ha terminado de transitar una senda iniciada hace décadas. El viernes, sacó fuerzas para acudir a las exhumaciones porque, tras días de pico y espátula en la indigna sepultura, apareció un anillo con una fecha grabada: 1-6-931. El anillo de Eugenio.

Este hallazgo, a falta de las pruebas de ADN, ha aliviado a una familia que nunca perdió la fe. Rosa María contiene la emoción al narrar qué sintió cuando la alhaja llegó a sus manos. Un alivio y unos nervios que le quitaron el sueño. Pensaba en su madre y en su hermano, que murieron sin saber qué pasó con Eugenio.

Ángela Herrera Insúa, de 53 años, es una de las nietas del represaliado. Ha asistido, con otros familiares, a las labores iniciadas el 1 de septiembre por los voluntarios de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), para quienes los Insúa solo tienen alabanzas: “Hay corazones buenos, ni de izquierdas ni de derechas”, dice.

El viacrucis empezó tras la dictadura, cuando la esposa del represaliado reclamó documentación para reconstruir el pasado. En su cabeza, el recuerdo vívido de su huida hacia Francia, previo paso por Barcelona. Crió en sendos campos de refugiados a sus dos hijos: el ya fallecido Juanito, con tres años entonces, y Rosa María, de seis meses. La invasión nazi sobre Francia (1940) la devolvió a una España donde humeaban las cenizas de la Guerra Civil y donde murió en 1993.

Los registros incluían a su marido como “desaparecido”, una versión que Irene se negaba a asumir, y escudriñó cualquier legajo histórico que aclarara la verdad. Pronto descubrió que este empleado de la Casa de la Moneda, junto a otros civiles, acudió a defender la sierra de Madrid el 21 de julio de 1936, al poco de estallar la contienda.

Las fechas encajan porque el 24 su hijo Juanito cumplía tres años y Eugenio volvió fugazmente con los suyos. Retornó a la montaña el 25: su último día vivo. Uno de sus compañeros de trabajo le confirmó a Irene que se había quedado viuda. Ángeles cuenta que una mujer de El Espinar, Maruja, de 95 años, les ha descrito este crudo episodio durante las jornadas que han pasado en las exhumaciones. Maruja les contó que los franquistas estaban informados de las operaciones republicanas. Un chivatazo y una emboscada bastaron para cubrir de sangre la Plaza Mayor de El Espinar.

Una vez reconstruida la muerte, querían saber qué fue de los cadáveres. Mariano Maricalva, de 92 años e hijo del enterrador de entonces, les mostró ese terreno del cementerio, rodeado de tumbas que honraban a los soldados franquistas con un “Caídos por Dios y por España”. El historiador local Jesús Vázquez les aclaró las dudas que aparecían. El registro de Maricalva recopila los sepelios con caligrafía angulosa y tinta azul: el 26 de julio de 1936 se inhumó a 12 personas, once de ellas catalogadas como “individuos de las milicias marxistas”. La ARMH ha constatado que al poco se arrojó a otras cinco víctimas, algo que han confirmado al hallar los restos de 17 individuos. Marco González, vicepresidente de la asociación, alaba a esos “12 o 13 voluntarios” que dedican sus vacaciones a sanar las cicatrices de la memoria y reclama al Estado que se implique en esta lucha.

La voz de Ángeles Herrera Insúa se entrecorta mientras narra el calvario familiar: “Mi abuela murió sin saber dónde estaba su marido. Queríamos que nuestra madre supiera dónde estaba su padre”. Su tono se eleva al preguntarse cómo aún hay gente en las cunetas. “Es una vergüenza que ningún Gobierno haya hecho nada”, denuncia. Todo con miedo sobre la salud de María Rosa, que se hizo las pruebas de ADN por si se dilataba la búsqueda: “Mi madre estaba acojonada por morirse sin recuperar a su padre”. La impresión por la ansiada noticia ha sido tal que la anciana solo acudió a la fosa cuando todos los indicios apuntaban a que allí yacía, boca abajo y atado a otros cadáveres, Eugenio Insúa. La mujer pasó la mañana del viernes con la mirada atenta, en una silla mullida y una muleta a su lado. Pronto le devolverán el anillo de su padre. Y suspira: “Se acabó”.

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