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Parecen lejanos los tiempos en que promover un debate era cuestión oficiosa, cotidianidad de los procesos políticos, desde los de denuncia y proposición de contenido para la agenda pública hasta los más rutinarios de formación de ley.

Una nación con conflictos de viejo cuño y tan a flor de piel como la salvadoreña, con sus desequilibrios profundos, sus taras institucionales y mecida entre las mareas de los poderosos intereses privados y las ingentes necesidades de las mayorías está urgida de métodos democráticos como herramienta para eficientar la gestión pública y también como válvula de descompresión social.

Que la gestión de los fondos de la población sea eficiente es un eje fundamental cuando se administran las cuentas de un Estado subdesarrollado; a las dificultades que plantean la evasión y la elusión fiscales es pernicioso añadir despilfarro. Igual de grave es en un escenario de hacienda empobrecida como la salvadoreña inversiones que no por bien intencionadas impactan a suficientes ciudadanos como para justificar erogaciones millonarias. En todos estos casos, la discusión y el debate son un recurso formidable para tomar mejores decisiones, con suficiente acompañamiento social y supervisando la mayoría de escenarios.

El debate es igual de útil cuando las posiciones son antagónicas porque, aunque no permitan que se avance entre las pasiones de la coyuntura, en la amplia perspectiva de los procesos históricos es así como el discurso se va articulando, transformando y renovando. Si por diametralmente opuestas que sean las ideas no salen a concurso y exposición, sólo queda la parálisis.

La tragedia de la democracia castiza es que en la mayoría de los casos, las fuerzas partidarias recurrieran al debate solo por defecto y no por vocación, como un recurso inevitable porque la aritmética no les permitía simplificar la administración de la cosa pública hasta la voluntad y ejercicio de una cúpula, facción o burocracia.

En cuanto una opción política pudo acumular suficiente capital electoral, descartó cualquier esfuerzo de discusión, de concertación ni se diga, y los efectos de la repetición de ese método son tan profundos en quienes gobiernan que sobre asuntos del calibre de los que se hablan en esta coyuntura ya no hay ni siquiera remedos de debate.

Es una época de crispación, de altisonancias, descalificaciones, un diálogo de sordos. Lo más común es que el ciudadano promedio pierda interés en la conversación nacional, o que entienda que participar requiere de muchas energías porque hay una tendencia al choque dialéctico violento e intimidatorio.

El proceso democrático es el principal damnificado de esa estrategia de polarización, diseñada a propósito para manipular a la gente; los mismos que desacreditan a las fuerzas civiles, académicas y políticas que podrían contrapesar la discusión pública se arrogan una condición de voceros de la voluntad popular que suprime por principio cualquier deliberación.

Por eso, hay que celebrar cada oportunidad para el debate; por eso, cada vez que una fuerza social, gremial o académica se manifiesta de manera proactiva, proponiendo elementos para el análisis y la dialéctica es una ocasión feliz: demuestra que no todo está perdido, que lo que ocurre con los temas de la nación todavía importa a pesar del griterío, de la matonería característica de estos días.



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