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En la cabeza de Macarena, la imagen toma la forma de la desolación: sus hijos mayores abrazan a la menor de los tres, Camila, de 14 años. Era fines de julio de 2021 y ese día iban a internarla. La adolescente atravesaba una anorexia de tipo purgativa (con vómitos) que en ocho meses, además de 15 kilos, le habían hecho perder las ganas de vivir. Para ella, nada tenía sentido. “Cami, por favor, comé”, le pidieron sus hermanos en esa despedida. Los tres lloraban.

A Macarena se le quiebra la voz cuando lo recuerda: “Fue muy fuerte. Sentía que mi hija se me moría en casa. Ya estaba en tratamiento por su trastorno de la alimentación y habíamos tratado de hacer todo lo que nos indicaban los profesionales, pero no daba resultado. Era una sensación de… de desesperación enorme”, resume la madre en un intento por buscar las palabras justas para narrar lo vivieron.

Esa misma tarde, unas horas antes, Camila le había pedido: “No me dejes morir. No dejes que me siga lastimando”. Con las instituciones colapsadas por el aumento de internaciones psiquiátricas de adolescentes, a la familia le costó encontrar un lugar disponible donde llevarla, pero a la noche ingresó a una clínica privada en la que empezó un tratamiento intensivo. En total, estuvo un mes. El regreso a casa no significó que el drama familiar había terminado: solo comenzaba otra etapa. Una nueva, distinta, con acompañante terapéutica, con control riguroso de la medicación, con la vuelta paulatina a las rutinas, con el desafío de retomar el colegio, entre tantas otras cosas.

“La internación fue bárbara y también un alivio. Fue como si los especialistas nos dijeran: ‘Nosotros nos ocupamos, ustedes acompáñenla’. Yo había llegado agotada a ese momento. Agotada de controlar todo el tiempo si iba al baño y vomitaba, si comía o no comía, qué veía en las redes sociales… Después de ese mes en la clínica en la que estuvo tan contenida, la salida fue con mucho temor”, admite Macarena. Y explica: “Cami había estado tan mal en la previa, que irse fue como cuando uno tiene un bebé por primera vez y al dejar el hospital te preguntás: ‘¿Y ahora cómo lo cuido? ¿Voy a poder?’”.

El suyo no es un caso aislado. Para un adolescente que sale de una internación psiquiátrica y para su familia, el día después nunca es fácil. Tras atravesar un cuadro grave vinculado a un trastorno de la alimentación, un intento de suicidio o ideas de muerte, entre otros, volver a casa implica un desafío nuevo y enorme en el que la incertidumbre y los miedos se agolpan. Los padres y los pacientes no sólo se preguntan si van a poder sostener la recuperación, sino que son varias las rutinas y hábitos que deben cambiarse.

“Salir de la institución genera una gran perplejidad para padres y chicos. Al principio, le tienen rechazo a la internación, porque hay mucho estigma que sigue instalado. Pero después, una vez que está en marcha, se pierde el temor y van entendiendo que esa intervención jugó un rol clave”, explica Silvia Ongini, psiquiatra infantojuvenil del departamento de pediatría del Hospital de Clínicas. Y agrega: “Una vez que llega el momento del alta, hay que transitar el despegue, porque los adolescentes y los adultos dudan de sí mismos. De a poco va llegando al alivio de haber superado esa etapa”.

En esa línea, Juana Poulisis, psiquiatra especializada en trastornos de la alimentación, entre otras problemáticas complejas, asegura: “Es como si hubieses tenido unas muletas que te ayudaron un montón durante un tiempo y las tenés que largar. Hay una sensación de incremento del estrés que se potencia al volver a tu casa y encontrarte con todo eso de lo que estuviste desconectado durante un tiempo. Porque la internación da una sensación de time out, incluyendo a las redes sociales. A eso se suma la vergüenza y el estigma que muchas veces sienten los adolescentes”. Esa es, para las especialistas, una mirada social que, aunque está cambiando, es fundamental terminar de derribar.

"La internación fue bárbara y también un alivio. Fue como si los especialistas nos dijeran: ‘Nosotros nos ocupamos, ustedes acompañenla’", dice Macarena, la mamá de una adolescente que estuvo internada un mes por un trastorno de la alimentación.
«La internación fue bárbara y también un alivio. Fue como si los especialistas nos dijeran: ‘Nosotros nos ocupamos, ustedes acompañenla’», dice Macarena, la mamá de una adolescente que estuvo internada un mes por un trastorno de la alimentación. Shutterstock

Macarena dice que el cambio que empezaron a ver en Camila durante la internación fue “impresionante”. Y detalla: “La primera semana se sentaba la enfermera con ella mientras almorzaba o cenaba, y a la tercera ya comía ravioles sola. Le perdió el miedo a la comida, yo no lo podía creer”.

Con todos esos cambios positivos que iban notando, el gran interrogante para la familia era si iban a poder sostenerlos en su hogar. “La externación le daba mucho miedo a Cami. Tres días antes de irse le dijo a la psiquiatra: ‘Si vuelvo a casa no voy a comer’. En ese lugar se sentía cuidada y no confiaba en lo que iba a pasar después”, recuerda la madre.

A la semana de volver a su casa, Camila retomó el colegio de a poco, unas tres horas por día. Estaba con su acompañante terapéutica hasta que su mamá volvía del trabajo. Macarena dice que fue todo un proceso volver a la rutina: “Los controles pasaron a ser semanales. Teníamos una terapeuta familiar y ella seguía con psiquiatra, psicóloga y nutricionista. Al principio era muy difícil porque estábamos superabocados a Cami, mirándola todo el tiempo cuando comía, por ejemplo. Después empezamos a relajarnos y eso fue mejor, porque bajó el estrés para todos”, asegura la madre.

Poulisis explica que, en estos casos, el alta no ocurre “de forma abrupta”. Sino que, en general, se van haciendo salidas progresivas a la casa para “ir tanteando la adaptación”. A veces los chicos pasan por hospitales de día (donde realizan terapias y distintas actividades con pares) y en ocasiones tienen acompañantes terapéuticos, como en el caso de Camila. “No debemos olvidar que cuando hay una ideación suicida, autolesiones u otra problemática de salud mental, todo se gesta en un contexto, en una familia, cuya dinámica muchas veces no termina de sanar o modificarse durante las internaciones”, señala Poulisis.

Involucrar a los amigos más cercanos, también es parte del proceso. Para Camila, eso fue clave: “Una amiga que pasó por lo mismo que yo y que ya estaba recuperada, me acompañó un montón. Cuando volví a almorzar en el colegio, mi mamá le preguntaba a ella cómo había ido todo”, cuenta la chica.

Azul es la mamá de Lucho, un adolescente de 15 años. Aunque no se conocen, con Macarena atravesaron experiencias similares. Su hijo también estuvo internado: en su caso, tras planificar al detalle un intento de suicidio que fue descubierto a tiempo por sus padres.

En marzo, el chico volvió a su casa tras estar un mes internado. “Es muy difícil el pos. No sé cómo se va levantar mañana, si va a querer ir o no a la escuela, si va a pensar en hacerse daño. El fantasma, está −asegura Azul−. No es que después de la internación ya pasó todo. Es como abrir el otro tomo o capítulo de la historia. Es volver a remar”.

La madre dice que no hay ningún libro que te prepare para que tu hijo quiera quitarse la vida, para tener que llevarlo de urgencia a un hospital, para que te den el alta mientras sentís que salís a la calle vulnerable, llena de temores. Con Mateo, su marido, y Lucho, viven en un departamento en Belgrano. El matrimonio tuvo que guardar bajo llave toda la medicación que tenían, estar atentos a los elementos cortantes, no sacarle los ojos de encima al adolescente. El estrés era enorme.

Sobre esos temores, Poulisis subraya que los tienen tanto los padres como los especialistas, dado que los estudios científicos muestran que las personas que tuvieron tentativas de suicidio “presentan riesgos elevados de volver a tenerlas especialmente dentro de los seis o a doce meses siguientes”. La psiquiatra, explica: “Se intenta que las internaciones psiquiátricas sean lo más cortas posibles, porque sino pueden ser perjudiciales, pero eso no asegura que el riesgo haya disminuido una vez que el chico vuelve a la casa. Obviamente que el paciente que hizo un trabajo y al que se le reguló su medicación para estabilizar su estado de ánimo, no va a salir siendo el mismo. Pero es clave que salga con un equipo tratante armado”.

Hoy los padres de Lucho lo ven “un poquito mejor”. “Festejamos cada logro. Por ejemplo, si hace un trabajo de la escuela con entusiasmo −cuenta Azul−. Pero seguimos con la espada de Damocles de no saber cómo se va a despertar cada día”. La madre dice que cuando supo que su hijo necesitaba ser internado se quedó en shock. Pero después entendió que había sido fundamental: “No es fácil ver a tu hijo ahí… ¿Entendés? Es muy duro. Él me preguntaba qué iba a decir en la escuela cuando volviera, sentía mucha presión. La psiquiatra le dijo que contara lo que quisiera, y lo que no, que no lo contara”.

Este mes de agosto se va a cumplir un año desde que Camila recibió el alta de su internación. Hay momentos previos a esa etapa que para Macarena y la adolescente quedaron grabados a fuego. Símbolos de la enfermedad. Como una taza de té con una cucharada de azúcar. Camila la recuerda muy bien porque ahora, cuando reconstruye la escena, la identifica como una señal nítida de que “estaba re mal”. Pero entonces no lo veía así. A medida que su trastorno de la alimentación avanzaba, ella no quería comer nada. Nada. Cada día, apenas una manzana o una “sopa” (“era agua con especies”, aclara la chica). Una tarde su mamá le llevó una taza de té en un intento desesperado de que merendara algo. “¿Tiene azúcar?”, le preguntó Camila. Macarena dijo que no. Pero tenía. Cuando la chica se dio cuenta le gritó de todo y estuvo llorando dos horas seguidas. Esa taza de té con azúcar es hoy para Cami el símbolo de que había tocado fondo.

En marzo de 2021, Cami había empezado a trabajar con un equipo de profesionales que intentó encontrar un hospital de día para tratar su trastorno, pero casi todos funcionaban únicamente de forma virtual (lo cual continúa hasta hoy), y eso para Cami era un problema: ella necesitaba atención presencial. Se negaba a tomar la medicación (la escupía o hacía malabares para esconderla y no tragarla). Y a los suplementos vitamínicos que le habían recetado, los tiraba y los llenaba de agua. Así llegó el punto de la internación.

Hoy la adolescente sigue tomando una dosis mínima de un estabilizador del ánimo. Pero su mamá se emociona cuando cuenta que volvió a ser la que era antes: “Un cascabel”. No puede creer todo lo que cambió en los meses que siguieron a la internación: hace poquito festejó, feliz, su cumpleaños de 15. Y asegura: “Yo tenía mucho miedo porque mucha gente me asustaba respecto a cómo iba a ser la recuperación. No digo que ya está curada y que no vaya a tener una recaída, pero me había hecho a la idea de que esto era para muchos años de tortura y la veo y digo: ‘wow’. Cuando uno está en buenas manos, se puede salir adelante”, señala Macarena.

Cami coincide. Cuenta que hoy tiene un círculo de amigos mucho más grande y está llena de proyectos. A veces “esos pensamientos”, como contar las calorías de cada cosa que se lleva al a boca, vuelven. Pero ella asegura que hoy tiene más herramientas, “otra mentalidad”. No sabe qué quiere estudiar cuando termine la escuela. Sin embargo, concluye: “Me gustan muchas cosas… Sí sé que quiero hacer algo para ayudar a otros, aunque todavía no sé de qué manera”.

Estas son algunas sugerencias de los especialistas para las madres y los padres respecto a cómo encarar el día después de la internación:

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