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Las palabras pueden construir casas. Erica Jong -78 años- sostuvo en pleno ímpetu carnal y sensual -en su novela de 1973, Miedo a volar (Alfaguara), y en una recopilación de sus mejores artículos traducida en 2000 por Aguilar, ¿Qué queremos las mujeres?- que la piel, y no el alma, recibe toda nuestra atención, por más que se diga lo contrario. También advirtió, a pesar del desatado y gozoso erotismo que celebran sus páginas, o tal vez justamente por eso, que muchos de nosotros necesitamos cuidar el alma. Para ella, eso es lo que hace el poeta. Lo describió sin temblar: “La gente cree que puede vivir sin la poesía. Y se puede. Al menos hasta que uno se enamora, pierde a un amigo, a un hijo o a un padre, o “pierde el camino en el oscuro bosque de la vida”. La gente cree que no necesita la poesía. Y no la necesita. Al menos hasta que caen mortalmente enfermos, tienen un hijo o se enamoran desesperada y locamente”. “Miedo a volar” es solo una de sus impagables memorias y en ella, como quien invita a casa, ella se presenta, se acerca y se expone diciendo que abandonar la poesía es destruir la soledad. Advierte –estamos en los 70- de que “el consumo más que el ruido amenaza nuestra soledad”. Hoy su discurso actualizado viene a decir que solo quien pasea sin móvil ni ipod conoce la intensidad del zumbido que puede escucharse en un bosque.

La he traído a este blog porque, partiendo del alma, Jong habla de casas. Dice que una casa nos ama y nos cría. También que odia dejarnos marchar. Vladimir Nabokov escribió que si se sitúa a los personajes en una casa y se los pone a actuar se acaba teniendo una novela. Solo en ciertas casas pueden ocurrir ciertas cosas.

“La casa del escritor”, escribe Jong, “es un edificio de muchos tejados. Sus ladrillos están hechos de imaginación y no de arcilla”

Fue una fortaleza en Hyères, a orillas del mediterráneo francés, lo que le hizo pensar a Edith Wharton que iba a ser feliz. “Estoy loca de emoción… siento como si fuera a casarme. ¡Y por fin con el hombre adecuado!” Hablaba de una casa. Intuyó su felicidad por su vivienda. Entre París y el mar se encontraba su geografía interior. “La casa del escritor”, escribe Jong, “es un edificio de muchos tejados. Sus ladrillos están hechos de imaginación y no de arcilla. Sus ventanas son los ojos del escritor. Nuestros deseos viajan en el humo se sus chimeneas “. Ella misma analiza el itinerario doméstico de Wharton: de la cabaña de sus padres en Newport a su casa en Lenox y de esa vivienda a sus mansiones francesas. ¿La época más prolífica de su vida fue también la menos feliz?

Un escritor inventa casas con responsabilidad, igual que lo hace un arquitecto, pero con más imaginación y menos normas. Las mezcla sin temer su estabilidad. La mansión isabelina donde Virginia Woolf situó Orlando combinó el Castillo de Sissinghurst de Vita Sackville-West en Knole y Long Barn, la casa anterior de su amiga. Anne Sexton comparó la casa con una mujer: “Todo el día de rodillas, lavándose a sí misma con devoción”. Al final, para Jong, lo más importante es que la casa es la madre. De las casas nace lo mejor de nosotros mismos. También nuestros grandes miedos. “Una casa existe para servir a nuestros sueños. Lo que menos importa es la funcionalidad”, se atreve a decir.

 Es cierto que los niños no valoran su casa de niños. Yo creo que no la ven. Tampoco cuando son adolescentes y solo buscan salir de ahí. Solo en la madurez vemos la casa donde nos fuimos haciendo sin darnos cuenta. Es ahí donde queda algo de lo que fuimos, donde siempre hay algo que reparar. La casa es una meta, un lugar que calma. Un sitio donde mirar por la ventana. Un espacio donde los objetos anodinos también hablan. Jong es feliz en su casa. “Allí es donde me repongo y sueño.

Sé que estoy en casa porque mi corazón está en calma”. Felices fiestas.

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