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La plaza del Cinc d'Oros, en Barcelona.
La plaza del Cinc d’Oros, en Barcelona.Joan Sánchez

Epítome de la historia barcelonesa contemporánea, la plaza imposible del Cinc d’Oros, en la intersección de la Diagonal con el paseo de Gràcia, se llama así porque, a principios del siglo XX, cuatro rotondas rodeaban simétricas una quinta más grande que estaba en su centro. Visto desde arriba, el conjunto recordaba al naipe en la mentalidad del vecindario. Sobre las rotondas laterales se alzaron cuatro farolas, pero como, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, incomodaban al emergente tráfico rodado, las autoridades suprimieron las cuatro rotondas laterales y se llevaron las farolas a la avenida de Gaudí.

Sobre la rotonda central se alza todavía hoy un obelisco de granito, de 20 metros de altura. Había sido proyectado en 1915 por los arquitectos Adolf Florensa y Joaquim Vilaseca, en homenaje al político republicano Francesc Pi i Margall, presidente fugaz de la Primera República Española. Sin embargo, se inauguró tardíamente en 1936 después de que la dictadura del General Primo de Rivera hubiera paralizado el proyecto. Los barceloneses, mayormente saturados por casi todos los caprichos del poder de turno, siempre lo han llamado el Lápiz. No es mala idea, como verán.

En 1936, el obelisco culminaba con una estatua alegórica de la República, obra del escultor Josep Viladomat, la cual era un desnudo femenino con gorro frigio. Acabada la Guerra, sus vencedores apearon a la República, la guardaron en un almacén y colocaron otra estatua, esta vez una imagen simbólica, aunque mendaz, de la Victoria, al pie del obelisco. El cruce también había sido efectivamente rebautizado como plaza de la Victoria y las autoridades de entonces habían encargado a Frederic Marès, otro escultor de mérito, la estatua correspondiente. La realidad era que, como el país entero estaba derrotado y, además, esculpir estatuas es siempre costoso, la Victoria de marras era en realidad otra candidata a República que el mismo Marès había presentado al concurso republicano para rematar el obelisco. Pero su proyecto quedó en segundo lugar, perdió. En la posguerra, la República de Marès, transustanciada en Victoria, fue púdicamente vestida, ganó peso y, por si acaso, la pusieron al pie del obelisco, un arreglo poco airoso. Colocaron además un escudo de España con un águila tan espantosa que los vecinos la llamaban el Loro, por lo que el pájaro fue pronta y discretamente retirado. El escudo franquista duró más, hasta 1979, y la Victoria de Marès aún más, hasta que la apartaron en 2011, pero nuestros sucesivos mandatarios no han sabido qué hacer con ella. La plaza, por su parte, se había vuelto a redenominar del Rey Juan Carlos I, desde 1981 hasta 2016, cuando el Ayuntamiento actual la rebautizó con su nombre popular, Cinc d’Oros, aunque ya casi nadie recuerde las rotondas. La impresión de que en este país gastamos demasiado tiempo y bastantes recursos en idas y venidas es inevitable. Así nos va.

El obelisco, ahora innominado, carente de toda advocación, sigue alzado, impávido. No es poco en estos tiempos, en los que un millar de exaltados, persuadidos de su rectitud moral, se sobran para derribar media docena de monumentos en un recorrido tan breve como el de su creatividad.

La iconoclastia es práctica antigua y cansina: está en la Biblia (Éxodo, 32:4), donde se narra que el Becerro de Oro enfrentó a hermano (Moisés) con hermano (Aarón). No hemos aprendido mucho desde entonces. A las personas que deciden enardecidas sumarse a los derribos suelo sugerirles siempre que se detengan un instante a pensar que, en un ayuntamiento elegido democráticamente por sus vecinos, no corresponde a unos cientos de ellos decidir qué hacer con tal o cual monumento. Además, les recuerdo, el derribo y la mofa posterior del ídolo caído no suelen ser actos memorables: los más de quienes protagonizan tales hazañas públicas acaban prefiriendo el olvido discreto.

Queda el obelisco, en medio de la plaza, ya despojado de toda advocación, un digno monumento novecentista. ¿Qué se puede hacer con él? Pues dejarlo donde y como está y no marear más a esta pobre plaza del Cinc d’Oros, aunque ha habido propuestas de reponer la estatua de la República, instalada ahora en la plaza homónima (antes de Llucmajor), pero sus vecinos no quieren. ¿Y cómo lo llamaríamos oficialmente? Pues de ninguna manera oficial, que esta es una ciudad fatigada que necesita sonreír, que nuestros políticos y nosotros mismos somos sobradamente solemnes por más que la Historia, siempre implacable, acabe por ponernos a todos en nuestro lugar. Sigamos llamándolo el Lápiz.

Pablo Salvador Coderch es catedrático emérito de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.

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