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Manel Barriere | En el año 2093, una terrible plaga diezma la humanidad. Donde más terriblemente golpea, tormentas e inundaciones acrecientan la catástrofe. No hay lugar sobre la tierra que albergue un refugio. A veces la fantasía se convierte en premonición por la implacable acción del tiempo. Mejor dicho, el paso del tiempo y la acción de la historia, de una sociedad que está viendo como la distancia entre presente y futuro se reduce vertiginosamente.
Se trata de El último hombre, novela de Mary Shelley publicada en 1826. Grandes pasiones románticas se desatan en la primera mitad del libro, historias de ardientes amores y desamores profundos, con esa retórica de la naturaleza desatada que sirve para hacer explícitas las contradicciones del alma. La segunda mitad del libro narra los esfuerzos de los protagonistas, elevados al rango de protectores de la recién creada República británica, para frenar los avances de la enfermedad.
La autora de la celebérrima
Frankenstein, curiosamente, se olvida esta vez del impacto de ciencia y
tecnología sobre la conciencia del siglo XIX. En su mundo de 2093, la guerra se
libra a caballo y a golpe de bayoneta o espada, y la letalidad de la peste es
incontestable dada la inexistencia de avances significativos en medicina.
La plaga es un trágico destino, como la soledad del hombre ante las adversidades, soledad que sufrió la autora en sus propias carnes a raíz de la muerte de su familia: sus hijos, que no le sobrevivieron, su marido el poeta Percy B. Shelley, su amigo Lord Byron. De ahí el tono amargo y pesimista de la novela, que se aleja de los dilemas morales del moderno Prometeo para centrarse en una lucha esencial entre el amor y la muerte, en la que siempre una vence y la otra prevalece.
Lo esencial se lee desde el presente, un presente hoy desgarrado por una pandemia mundial y una crisis climática sin freno. El compromiso en el cuidado de los más desfavorecidos, más allá del amor y, sin embargo, por amor, parece ser la única salida que podía encontrar una escritora en 1826, a la que son ciegos quienes gobiernan hoy, casi 200 años después.
Para muestra un pequeño detalle: los más acaudalados de Inglaterra aportan el 20% de sus fortunas para mitigar el sufrimiento de aquellos que se quedan sin ingresos a consecuencia del cierre de sus negocios y de la pérdida de sus empleos. Tanto en la novela como en la actualidad si se diera el caso, el 20% no sería suficiente.
Muchas veces entendemos el género apocalíptico como una advertencia, ante el futuro, pero también ante la tentación de arriesgar el presente, ciegos a la posibilidad de una transformación radical a mejor. Por eso a veces conviene leerlo como un mapa oculto que nos indica precisamente eso, la posibilidad de un camino para escapar a la catástrofe: que todo siga igual es la catástrofe que vivimos hoy en día.
El último hombre
Mary Shelley
Akal
576 páginas
25 €
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