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«La confesión es un encuentro con un Dios que perdona y olvida cada pecado de la persona que no se cansa de pedir su misericordia», dijo el papa Francisco en una de sus homilías.

Ante todo, ¡Dios perdona siempre! No se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Pero Él no se cansa de perdonar. Cuando San Pedro pregunta a Jesús: «¿Cuántas veces debo perdonar? ¿Siete veces?» «No siete veces: setenta veces siete». Es decir, siempre. Así perdona Dios: siempre. Y si alguien ha vivido una vida de muchos pecados, pero al final, arrepentido, pide perdón, ¡lo perdona inmediatamente! Él perdona siempre.

Sin embargo, la duda que podría surgir en el corazón humano está en el cuánto Dios está dispuesto a perdonar. Basta arrepentirse y pedir perdón. No se debe pagar nada, porque ya «Cristo ha pagado por nosotros». El modelo es el hijo pródigo de la Parábola, que arrepentido prepara un razonamiento para exponerle a su papá, el cual ni siquiera lo deja hablar, sino que lo abraza y lo tiene junto a sí.

No hay pecado que Dios no perdone. Él perdona todo. Pero si alguien dice: yo no voy a confesarme porque cometí tantos pecados, hice tantas cosas malas, tantas de esas, que no tendré perdón… No. No es verdad. Perdona todo. Si vamos arrepentidos, perdona todo. Cuando tantas veces no te deja hablar Tú comienzas a pedir perdón y Él te hace sentir esa alegría del perdón antes de que tú hayas terminado de decir todo.

También cuando perdona, Dios «hace fiesta». Y, en fin, Dios «olvida». Porque lo que le importa a Dios es encontrarse con nosotros.

El encuentro con el Señor que reconcilia, te abraza y hace fiesta. Este es nuestro Dios, tan bueno. También debemos enseñar: para que aprendan nuestros niños, nuestros jóvenes a confesarse bien, porque ir a confesarse no es ir a la tintorería para que te quiten una mancha. ¡No! Es ir a encontrar al Padre, que reconcilia, que perdona y que hace fiesta.

Por eso hemos de confesarnos con frecuencia y preparar bien nuestras confesiones, sabiendo que lo más importante de ellas es el dolor por haber ofendido a Dios y hacer el propósito de no volver a cometer esos pecados.

Después, decir todos los pecados al confesor, procurando que se entienda perfectamente de qué se está hablando. Como decía san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei: la confesión debe ser «concisa», «concreta», «clara» y «completa». O sea, decirlo brevemente, «ir al grano», claramente y decirlo todo, no quedarse con nada o dejar algo oscuro.

Para eso, es necesario hacer un buen examen de conciencia, llegando al fondo, sin miedo y sin vergüenza, pidiendo luces al Espíritu Santo y al Ángel Custodio, que para eso nos lo ha puesto Dios. Él nos hará ver el fondo de nuestro corazón y de nuestra alma para que quede limpia, blanca, después de haber vaciado nuestro ser de todo lo que haya podido ofender al Señor, de pensamiento, palabra, obra u omisión; cosas pequeñas o grandes: para Dios todo es igual en cuanto al perdón.

Al final, cumplir la penitencia que nos impongan, que aunque sea sencilla, es parte de la pena.

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