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Dice más o menos Éric Vuillard (Lyon, 1968), sentado en el salón de su casa en Tours, que todo empezó con El Lazarillo de Tormes. Que la picaresca es un género europeo genuino sobre la desigualdad. Y la sombra de ese libro anónimo español del siglo XVI le ha perseguido en vida tanto como para venirse a España en autostop a los 15 años o como para agazaparse en gran parte de su obra. Concretamente en su novela 14 de julio, sobre la toma de la Bastilla, y ahora en La guerra de los pobres, que será publicada en septiembre por Tusquets: un relato magistral sobre cómo la imprenta, la herejía y el protestantismo provocaron un seísmo en Europa que podría volver a darse hoy y por culpa de lo mismo. Más allá de la religión, por ese problema irresuelto y constante que llamamos desigualdad. La escritura precisa, poética y en cierto modo gamberra, con esa constante incursión en la historia de una voz propia y disonante, vuelve a dar una lección de contundencia como lo hizo con El orden del día, que le supuso ganar el Premio Goncourt en 2017. Entre el rabioso Müntzer y los chalecos amarillos, el 15-M o el Black Lives Matter existe un bajo continuo histórico por el que Vuillard nos conduce con la destreza de un maestro.

Pregunta. Escribe usted a menudo sobre una posibilidad subterránea en nuestro presente de un estallido social. ¿Es La guerra de los pobres su aviso más contundente? ¿Será inevitable?

Respuesta. Para empezar, creo que existe una suerte de teatro de los pobres creado por parte del poder que ha fracasado. Su máscara hace que no lo veamos con claridad pese a que las desigualdades son patentes y la vida difícil. En este contexto, creo que desde la literatura debemos reconsiderar ciertos episodios históricos como lo hice con 14 de julio o ahora con estas revueltas sobre el fondo del protestantismo en La guerra de los pobres. Nuestra época se articula también de esta manera: el enfrentamiento desafiante contra las estructuras de un poder mentiroso.

P. ¿Ficción de los pobres, dice?

R. Sí, efectivamente. Creada desde el poder. Un discurso que se convierte en una ficción. Contemplamos a los pobres como de lejos, con mucha distancia, porque nos interpelan también desde la historia y es en ese lugar donde los entendemos mejor. Reviven dentro del clima actual. Los vemos lejanos desde el presente, pero nos hacen señas. Nos llaman y así descubrimos paralelismos evidentes en estos movimientos que son muy heterogéneos.

P. ¿Heterogéneos, pero que suelen confluir en el mismo momento?

R. Nosotros intentamos buscar los elementos comunes a ellos. Y en casos así lo que vemos es que el hombre queda insatisfecho por constatar la desigualdad permanente que sufre y ve continuamente alrededor. Es una preocupación recurrente en toda la literatura: que el hombre no se conforma nunca con las circunstancias que vive. Por eso, el pueblo se ha convertido en un gran sujeto para la novela del siglo XIX. Ese pueblo que lucha en pro de la libertad y la igualdad. El que desempeña un papel desjerarquizador de la sociedad y demanda una horizontalidad real. Un pueblo que se siente cada vez menos representado.

P. Si nos atenemos a los principios de la Revolución Francesa, 231 años después, en cuanto a la libertad en Occidente vamos más o menos; a la fraternidad, ni se la espera. ¿Y la igualdad? ¿Es de todos esos principios la que más tensiones provoca con el poder?

R. La igualdad es la que hace posible la libertad. En el fondo, es curioso que muchos de nuestros dirigentes presenten nuestra época como algo definitivo, que el Estado de derecho, la democracia representativa, es la mejor forma de Gobierno a la que podemos aspirar. Pero son sistemas profundamente desiguales. Todo el mundo lo ve. Es evidente. Y el ejercicio de la política no tiene los mismos efectos para ricos que para pobres. Pero hablábamos de…

P. Vamos bien, de la igualdad o de la desigualdad, más bien.

“Existe una suerte de teatro de los pobres por parte del poder, de ficción exasperante, que ha fracasado”

R. Un ejemplo de esa obsesión lo encontramos en la literatura española del siglo XVI: en El Lazarillo de Tormes. Es un libro que trata abiertamente sobre la desigualdad. Los personajes sufren maltrato en mitad de una vida precaria y quedan obligados a vagabundear sin descanso. Representa la constatación de que en esa sociedad no es posible vivir de otra manera.

P. Y de la novela picaresca como un género de denuncia.

R. Exactamente. De esa evidencia de inestabilidad continua.

P. Para seguir con paralelismos, en La guerra de los pobres usted establece otro con el presente: la invención de la imprenta. Lo hace como algo equiparable ahora a la revolución tecnológica. Ese efecto, lejos de resultar igualitario, ¿ahonda en la brecha?

R. La historia de La guerra de los pobres está ligada sustancialmente a la invención de la imprenta, del libro. Es más, de la literatura, diría, como un hecho creativo que democratiza el saber. El invento de la impresión desempeña ese papel y encuentra su contenido ideológico con el protestantismo. Para ellos, para Lutero concretamente, la imprenta es una bendición. No solo la Biblia se puede difundir, también los discursos, los panfletos se multiplican. Eso provoca la aparición del sujeto moderno como personaje crítico que no esconde su opinión y la defiende. Es la imprenta la que permite que tal fenómeno ocurra.

Éric Vuillard en la cocina de su casa.
Éric Vuillard en la cocina de su casa.

P. Sin la imprenta, ¿Lutero no hubiese sido apenas un hereje más?

R. Cierto. Su destino va ligado a ella y también a la traducción de sus mensajes en lenguas vulgares. Por eso también hablo de la invención de la literatura. Dicho arte pasa a otra dimensión. Provoca otro escenario completamente diferente al que existía cuando la Iglesia custodiaba el saber para controlar de la mejor manera posible la sociedad. Ahí comienza la desjerarquización y el saber accesible cambia la morfología social. Es el gran momento.

P. Aun así, ¿el poder ha articulado sus técnicas a la hora de resistir ese avance, si hablamos de democracia como algo que debe equilibrar las sociedades?

R. El poder articula esa resistencia. Un ejemplo de eso lo vemos al leer a Baltasar Gracián, con su estilo vigoroso, inteligente y también ambiguo. Lo podemos leer como a alguien que describe la vida mundana de su época o como Rousseau leyó a Maquiavelo. Él no nos explica abiertamente, habla de la hipocresía, de la simulación en general, aunque no lo apunte de manera directa. Pone en práctica una literatura emancipatoria, pero enmascarada contra la autoridad.

P. ¿De dónde le sale a usted todo ese interés por la literatura clásica española?

R. Me interesa el nacimiento de la universalidad de la literatura en ese periodo, que comienza en el siglo XVI, ligado por primera vez a la globalidad y que acaba en la Revolución Francesa. Me interesa, por tanto, no solo la española en ese momento, sino toda literatura como parte de ese fenómeno. Pero respecto a la cultura española, me viene de cuando a los 15 años empecé a soñar con mis propias peregrinaciones picarescas.

P. ¿Ah, sí? ¿Qué buscaba?

R. España me interesaba por muchos motivos, pero sobre todo porque había leído varios libros como El Lazarillo. Después seguí interesado en más aspectos de esa literatura hispánica durante el tiempo que pasé en América Latina.

P. ¿Ya quería ser escritor entonces?

R. Sí, desde luego, lo tenía claro. Surgió pronto en mí esa vocación en la adolescencia. Me imaginaba como escritor. Amaba la literatura, sobre todo la poesía.

P. ¿También es poeta?

R. No, porque yo creo que el escritor refleja en su expresión la situación en que vive íntimamente. Las formas literarias se pliegan a esa circunstancia.

P. Pero algo de aquella pasión le queda. En su caso, en sus novelas, una precisión poética en la prosa.

R. Trabajo con lo oscuro. Me aparto del mundo ahí. La prosa necesita un aliento poético. Pero los escritores, no nos olvidemos, somos siempre producto de un hecho colectivo, no particular. Müntzer, el protagonista de La guerra de los pobres, lo es. Un autor de su época que no se puede expresar de otra forma que a través de la teología. Es un teólogo y así es como puede llegar a crear un discurso crítico. Si volvemos a El Lazarillo, es tan fuerte la carga de realismo que lleva encima que, por una parte, la gente se identifica muy a fondo con ello, con todo ese vigor, esa crudeza. No extraña que no conozcamos a su autor, que sea un libro anónimo, más con la preponderancia de la Inquisición. O lo que ocurre con el realismo en el siglo XIX francés. De Balzac a Zola, todo se hace cercano, tangente, vivo. A Zola le acusan, precisamente por eso, de exagerar la realidad. Simplemente presentan los hechos de manera cruda, verdadera.

P. Quizás para ello necesitemos también distancia. Esa que aplica usted en sus libros. El punto de vista suyo es el de la historia, pero en plan muy gamberro. Picaresco, en suma.

R. Nuestra relación actual con la historia viene de Max Weber, que diferencia lo político de lo científico. Justifica su pensamiento como científico; es decir, que para él eso es objetivo. Se trata de una visión abstracta, inocente, ingenua diría. Nada real.

P. ¿Un filtro?

“Me interesa de los chalecos amarillos su renuncia al lenguaje. ‘No queremos hablar. Debemos hacer’, reivindican”

R. Peor que eso. Porque provoca lo contrario a lo que busca, algo nada científico. El autor es responsable y debe serlo de lo que escribe, asumir su punto de vista, su visión. No podemos hacer como en el management moderno, donde el empresario delega toda la responsabilidad. Debemos responsabilizarnos de lo que escribimos, de nuestra posición problemática, compleja, basada en nuestro trabajo. El lector comparte la responsabilidad de su lectura desde la interpretación, pero nosotros no podemos renunciar a la nuestra.

P. Y usted ha elegido, con toda libertad en ese caso, mostrarse bastante provocativo y, como decía, gamberro en sus puntos de vista. Irónico, sobre todo.

R. La literatura tiene que desvelar la realidad. Podemos permitirnos el lujo de ser irónicos. Yo reivindico eso.

P. Esa distancia…

R. No, lo contrario: la proximidad. La distancia es un lema científico para historiadores, sociólogos, antropólogos… Se convierte en una especie de lugar común que nos libera casi de pensar. Ellos, sobre todo en la sociología y la antropología, contemplan los hechos como cosas. Así se estructura la ciencia moderna. Pero la distancia, en cierto modo, les hace perder legitimidad. A mí me marcó la película de un cineasta, Jean Rouch, que se titula Petit à petit. Trata de un antropólogo africano que viene a estudiar a los franceses. Les va preguntando sobre sus familias y hasta les pide que le enseñen la dentadura. Ahí nos entra la risa porque se supone que los franceses son los que hacíamos eso en África. Eso me trastoca la mentalidad, me rompe los esquemas, me resulta una obra decisiva. Entiendo que para el arte, para la literatura, si tenemos algo que decir, no puede existir esa distancia con la vida, con lo cotidiano. Más ligada al Balzac de La comedia humana que a las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. Sin que hablemos en nombre de nadie. Necesitamos seguir ese método en nuestro oficio.

P. En El orden del día escribió sobre el nazismo; en 14 de julio, sobre la Revolución Francesa, y ahora, sobre las revueltas sociales en Europa del siglo XVI. ¿Se siente un escritor francés o europeo?

R. El hecho que estructura hoy la vida política, incluso literaria, para mí es la Revolución Francesa. Con ella, las fronteras de nuestro país se dilatan y se convierte en un fenómeno que marca la universalidad. Antes lo fue el protestantismo, pero la Revolución lo dispara por todas partes. Ahí es donde también los escritores empezamos a hacer nuestro trabajo con la ambición de que resulte accesible para todo el mundo.

P. Pero existe una diferencia entre aspirar a esa universalidad desde lo local de un país específico o desde una conciencia continental. Es decir, desde Francia hacia el mundo o desde Europa hacia el mundo.

Éric Vuillard.
Éric Vuillard.

R. Creo que lo importante es encontrar un tema que afecte al mayor número de gente posible, que entiendan todos, pero que en cada lugar las cuestiones que provoque resulten distintas. Aquellos países del sur de Europa donde el paro juvenil o la desigualdad es más profunda que en Alemania lo entenderán de manera diferente. Los alemanes seguramente lo liguen más al hecho religioso, y otros, al hecho social. Los españoles, griegos o franceses son mucho más sensibles a esto último.

P. Existe un peligro común que todos entendemos: el ascenso de la ultraderecha. En El orden del día usted relató cómo las empresas alemanas —muchas de ellas hoy todavía existentes— apoyaron a Hitler decididamente. ¿Quién alienta ahora ese regreso?

R. En ese libro, más que del nazismo, hablamos de quién lo blanquea, quiénes, sin ser necesariamente nazis ni compartir siquiera muchos de sus aspectos ideológicos, propician su ascenso al poder. Como el entorno conservador, se acomoda a esa opción por miedo y para salvaguardar sus intereses. El riesgo no es solo la extrema derecha, sino aquellos que los legitiman o adoptan posiciones incluso peores. Representan la oscuridad del presente. Y vuelve a pasar cuando otros partidos hoy, como el socialista en Francia o el del actual presidente Macron, incorporan a su discurso y a sus prioridades políticas propias de la ultraderecha: sobre la emigración, por ejemplo. Ese es el riesgo. Que enfrenten esos problemas con las soluciones equivocadas propias de esas opciones.

P. En ese sentido, ¿todo ese blanqueo en Francia empezó con Sarkozy?

R. Bueno, es que Sarkozy se plegó completamente a sus programas, se sometió.

P. ¿Y cómo se combate?

R. Exigiendo más democracia, pasos en pro de más democracia: caminando adelante, no hacia atrás. Con nuevas conquistas de libertad. Y eso se hace a base de presión en la calle. Las grandes reformas se consiguen porque la calle las demanda: no se regalan y nunca vienen desde el hemiciclo, jamás ha ocurrido eso.

P. Usted, de hecho, es un gran defensor de los chalecos amarillos. Pero también la ultraderecha ha tratado de sacarles partido. ¿Qué son?

R. Es un movimiento muy heterogéneo, muy mixto, donde entran campesinos, empleados, pequeños empresarios… Tiene mucha efervescencia. Eso por un lado. Por otro, me interesa que se trata de un movimiento que ha surgido por primera vez en Francia sin apoyarse en principios básicos de la izquierda tradicional. Su ideología no se ve claramente, pero apela a los principios de la Revolución Francesa. Representa la exigencia de que sus principios se cumplan por fin. Que la Declaración de Derechos del Hombre no sea papel mojado. Fingimos como si viviéramos en un sistema representativo, pero no es cierto. Los abogados en la Asamblea Nacional están altamente representados. Hay decenas cuando en la sociedad son minoría. ¿Sabes cuántos obreros han entrado en el poder legislativo en las últimas elecciones? ¡Ninguno! Y representan a un 16% de la población. Pero, sobre todo, lo que me fascina es que no podemos encontrar una manera de definir a los chalecos amarillos. Aún no. Son sus actos los que les definen.

P. Tampoco tienen un líder visible que pueda contar quiénes son y qué quieren exactamente.

R. Y saben que el lenguaje se ha convertido en algo impuro, que no les sirve.

P. ¿Porque vivimos una era de eclosión de la mentira?

R. Eso les irrita, como a todos nosotros. Sentimos una especie de traición de la gramática. El movimiento en sí reivindica eso: “No tenemos nada que decir. No queremos hablar. Debemos hacer”.

P. Es curioso que en sus novelas vemos una búsqueda de la precisión como estilo, pero, para contarlas, le encanta hablar y explicarlas mucho. Creí que me encontraría a un escritor más evasivo.

R. En el estilo busco la precisión, sí, pero de manera espontánea. A la hora de hablar no es lo mismo. La literatura, el texto, es una forma definitiva. La precisión es un principio que nos acerca a la universalidad. Una escritura precisa persigue ese punto que para todos representa algo problemático. Un deseo de decirlo todo con pocas palabras. Cuando las cuento es diferente.

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