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En la película El Rey de las Máscaras (1996) un viejo vagabundo se gana la vida realizando espectáculos de máscaras callejeros. Es tan humilde que cuando un famoso actor local le pide asociarse con él para representar sus obras en la ópera de la ciudad, el anciano protagonista se niega. No es digno de tal honor.

Dado que el éxito y la fama no le interesan, alguna otra ambición le debe quedar. Su máxima preocupación, en realidad, es su legado. La obsesión que lo atormenta, ya viejo y estéril, es tener un hijo o nieto al que pueda enseñar el arte de las máscaras, aquella tradición ancestral que su familia ha mantenido viva generación tras generación y que, con su muerte, desaparecerá para siempre.

El viejo Rey de las Máscaras, que no tiene esposa ni descendencia, teme no ser capaz de mantener ese fuego de la tradición que nunca se apaga, lo que los masái prodigiosamente llamaban nesemu. Es la razón que lo mueve a comprar al pequeño Pichón a un traficante de niños (la película se contextualiza en la Sichuán de 1930). Se trata de un crío de ocho años que, sorpresa, resulta ser una niña con el pelo cortado a lo tazón. El digno abuelete fue vilmente engañado por un truhán.

Cartel español de 'El rey de las máscaras' (1996)


Cartel español de ‘El rey de las máscaras’ (1996)

Ahí es donde el director Wu Tianming centra todo el conflicto de la película: en los roles de género erigidos sobre unos patrones socioculturales esencialmente patriarcales que se han mantenido en el tiempo para desgracia del progreso. Este matiz quizás evoque en el avezado lector al reciente reclamo de la diócesis de Barcelona de acabar con el celibato obligatorio e introducir la figura de la mujer sacerdotisa, además de acabar con el anacrónico celibato. Dicho en otras palabras: dejar atrás un pasado desfasado y aceptar el sino de los tiempos para sobrevivir.

El Rey es humilde y buena persona, pero está tan aferrado a las tradiciones conservadoras impuestas por su propia cultura que considera a la mujer algo indigno. Por eso repudia a la niña comprada, tanto por haberle engañado haciéndose pasar por un chico como por la frustración que le supone haber fracasado en su tarea de preservar los secretos de sus juegos de máscaras. Al fin y al cabo, éstos sólo pueden ser revelados a los varones, y si quiere mantener viva la magia, deberá romper ese lazo ancestral con el pasado y avanzar hacia la igualdad (objetivos 5 y 10)

El cineasta chino confecciona una certera parábola sobre la necesidad de trascender el orgullo y el apego a unos rituales opresores para evolucionar hacia la modernización de las sociedades.

«¿Para qué le rezas a la Piedad si tiene pechos?», le pregunta su nieta, a la que el viejo protagonista tan sólo desprecia por no tener ‘un pitorro de tetera’. Él, pensativo, se le queda mirando, como interpelado o iluminado por cierta revelación contradictoria. Tras el cortocircuito, no sabe qué responder y se enfada.


El punto culminante que expone el absurdo pensamiento dicotómico del viejo Rey de las Máscaras ocurre cuando Tianming revela que todo el mundo en Sichuán admira a un famoso actor que se hace pasar por mujer en sus representaciones teatrales. Ellas son infravaloradas por no ser hombres e incluso se les prohíbe representar, pero esa «transexualidad» sobre el escenario es elogiada por los sectores más conservadores, incluso por la propia Policía, máximo exponente del conservadurismo tradicional y reaccionario de la época.

Hacia el final del largometraje, la acumulación de negaciones y oprobios hacia la mujer se vuelve contra el Rey. Su nieta, a la que ha repudiado, lo salva de la muerte jugándose la vida, lo que le permite al viejo experimentar una catarsis y comprender, a través de ese renacimiento, cuán equivocado estaba. Al final acepta a la niña y le enseña el juego de máscaras. Por encima del género está el espíritu humano.

Es el amor, el afecto y el respeto lo que construyen las relaciones personales, explica Tianming, y no unos roles de género polvorientos enquistados en tradiciones que hoy a muchos causan alipori. Todos, al final, somos seres humanos. Cuanto más ocultemos nuestra auténtica naturaleza sobre esas máscaras culturales, menos conectados estaremos con la realidad del presente.

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