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Fue un encargo de Patrimonio Nacional a uno de nuestros artistas más apreciados, pero tardó en rematarse más de dos décadas y después se ha ocultado con vergüenza. El periodista Peio H. Riaño traza la historia del regio y célebre retrato en el libro ‘Borbones y membrillos’

1992 fue uno de los grandes años de la monarquía española. Mientras que los reyes Juan Carlos y Sofía inauguraban la Expo’92 arropados por cientos de ciudadanos encantados de tener a los monarcas en su ciudad, la infanta Elena lloraba a moco tendido al ver a su hermano Felipe desfilar como abanderado del equipo olímpico español en la ceremonia de apertura de Barcelona’92. Prueba de la buena sintonía entre la familia real y la población española fueron los resultados de las encuestas del CIS de la época. En la de 1993, por ejemplo, la monarquía obtuvo 7,8 puntos de aceptación, por lo que el presidente de Patrimonio Nacional consideró buena idea afianzar esa percepción encargando un retrato real como los que Velazquez y Goya hicieron para las familias de Felipe IV y de Carlos IV. Lo de menos era que, en pleno siglo XX, una obra de esas características resultaba, cuando menos, anacrónica.

«Era anacrónico en el siglo XX y lo fue más aún en el XXI, aunque también hay que reconocer que nadie esperaba que el proyecto se fuera a alargar hasta el siglo siguiente. De hecho, la persona que lo encargó ni siquiera llegó a ver el cuadro acabado porque falleció dos años antes de que se entregase», explica Peio H. Riaño, periodista e historiador del arte que acaba de publicar Borbones y membrillos. La familia irreal de Antonio López (Lengua de Trapo, 2022), un ensayo en el que relata el origen y destino de La familia de Juan Carlos I, cuadro que Antonio López tardó más de veinte años en pintar, a lo largo de los cuales la imagen de la monarquía se deterioró completamente. Tanto es así que, en 2014, el último año en el que el CIS preguntó por la familia real en su encuesta, la valoración de la institución monárquica no llegaba al aprobado.

«En origen, el proyecto era un ejercicio de propaganda excelente: encargarle el cuadro a Antonio López, un pintor que, cuando la gente ve sus trabajos dice ‘¡Pero si esto es igual a lo que estoy viendo! Si veo mi casa, la calle por la que paso todos los días’. Partiendo de esa interpretación del arte, ¿cómo no iba a ser verdad lo que hiciera Antonio López? El problema fue que en esos veinte años, los personajes fueron destruidos por las personas y la familia real de Juan Carlos I, la de verdad, estropeó el cuadro. De hecho, lo realmente interesante de la obra es aquello que quedó del marco hacia afuera. Los escándalos que se fueron conociendo acabaron modificando tanto la obra como el objetivo que se buscaba con ella y, finalmente, lo que iba a ser una celebración de esa familia, se convirtió en una caricatura».

Un encargo envenenado

Una de las razones del retraso en la entrega de la obra fue justamente la elección de Antonio López. Si bien era el pintor realista más relevante y cotizado del panorama español, desde sus inicios como artista el de Tomelloso había mostrado cierto rechazo a trabajar bajo determinadas condiciones. Por ejemplo, no aceptaba encargos, no hacía retratos, no trabajaba a partir de fotografías y ni siquiera necesitaba los trescientos mil euros que le pagó Patrimonio Nacional por el trabajo. En resumen, la tormenta perfecta.

Lo que comenzó siendo un homenaje a Juan Carlos, acabó siendo una operación ‘salvemos a Felipe’: lo apartó del resto de la familia y lo pintó en una escala diferente para presentarlo como el heredero, como el regenerador»

«A Antonio López le hubiera gustado ser un pintor cortesano, sobre todo para poder pintarlos del natural, relacionarse y conversar con ellos, igual que había hecho Velázquez que, en su época, tenía el monopolio de la imagen real. Cualquier retrato de Felipe IV que existiera lo tenía que haber pintado él, algo que, en el caso de Juan Carlos I, resulta impensable. De hecho, tenemos fotos del rey con una gorra de rapero en una barbacoa, encontrándose con Corinna, con una escopeta y un elefante muerto detrás… A diferencia de Velázquez, que vive en palacio, Antonio López apenas pasó con los reyes y sus hijos el tiempo que duraron las dos sesiones de fotos para el cuadro. A partir de ahí, hizo unas fotografías a tamaño natural y con ellas fue componiendo. La primera versión tenía a las infantas en los extremos, a modo de paréntesis, y en el centro a los reyes y a Felipe. Pero las noticias de corrupción empezaron a aflorar y la composición cambió. Lo que comenzó siendo un homenaje a Juan Carlos, acabó siendo una operación ‘salvemos a Felipe’, que hizo que el artista lo apartase del resto de la familia y lo pintase en una escala diferente al resto de personajes, para presentarlo como el heredero, como el regenerador».

Durante veinte años, Antonio López convivió con esas fotografías a tamaño natural. Lo que en un primer momento eran simples herramientas para construir el cuadro, se acabaron convirtieron en el recuerdo permanente de su traición a todo lo que era como pintor. Si por él hubiera sido, habría retenido el cuadro sine die con tal de no tener que enfrentarse a ese encargo envenenado. Sin embargo, la abdicación de Juan Carlos I lo precipitó todo y Patrimonio Nacional le exigió la entrega inmediata.

«Tras la renuncia, Patrimonio Nacional decidió montar en seis meses una exposición homenaje a Juan Carlos y, como el cuadro aún no estaba terminado, tuvo que acabarlo a la fuerza. Finalizada esa exposición, la obra iba a ser colocada en un rincón de la Zarzuela o en Aranjuez, sin embargo, desde el patronato de Patrimonio Nacional, se decidió que se expusiera en el Salón de Alabarderos, recibiendo a los visitantes que entran al Palacio Real, lo que transmite la idea de que es la de Juan Carlos I y no la de Felipe la familia que reina en estos momentos en España. Cuando se dieron cuenta del error, se plantearon descolgarlo», explica Riaño.

Peio H. Riaño, autor del libro.

Unas Navidades, aprovechando la instalación del tradicional belén napolitano en el Palacio Real, el cuadro fue tapado con una tela. Más allá de una solución escenográfica, la intención de los responsables de Patrimonio era que, al retirar el nacimiento y la tela, la pintura ya no estuviera allí. Una operación de prestidigitación sobre la que no se darían explicaciones ni se informaría a los medios. No obstante, previendo el escándalo que esa falta de transparencia podía provocar, los mismos responsables que habían ordenado que el cuadro fuera descolgado, mandaron que fuera recolocado en su lugar y buscaron otras soluciones para hacerlo caer en el olvido.

«Un día estaba en palacio haciendo un reportaje. Cuando acabé, pedí ver el cuadro pero me lo negaron. Entonces descubrí que, desde hacía mucho tiempo, no se exponía. Pedí que me explicasen la razón y, después de cuatro versiones diferentes por parte de otras tantas personas, me contaron que se había colocado un visillo con el que se oculta el cuadro cuando hay visitas oficiales porque se avergüenzan de él. En ese sentido, sorprende que sea una obra que tenga tanta fuerza porque, mientras que Felipe es capaz de mandar al ostracismo a su padre, no se atreve a retirar el cuadro de ahí. Por eso, cuando finalmente lo quiten, que lo acabarán quitando, ¿qué van a poner? Felipe está tan asustado, que ni siquiera ha querido pintarse como rey, a pesar de que ya tiene una familia propia desde hace años».

Ejemplo de impunidad

«Aunque los pinte como una ciudad. Aunque los trate como una fruta. Son Borbones. No membrillos», afirma Peio H. Riaño en su libro haciendo referencia al árbol que pintó López y cuyo proceso creativo retrató Víctor Erice en la película El sol del membrillo. Una reflexión que hace pensar que los verdaderos ‘membrillos’ fueron los españoles, millones de ciudadanos que abonaron cincuenta millones de pesetas —posteriormente trescientos mil euros, porque hasta para cambiar la moneda dio tiempo— por un cuadro de propaganda y culto a la personalidad, artísticamente decepcionante y políticamente fallido.

Como cualquier otro artista, Antonio López ha querido el agrado de su comunidad, pero lo ha conseguido ocultando los problemas sociales y políticos del momento»

«El cuadro se ha convertido en todo lo que querían ocultar. Sin embargo, tiene una carga negativa que puede resultar muy útil si sabemos apropiarnos de esa intención. Ojalá dentro de muchos siglos se lea de esta manera, como el fracaso de una familia amenazada por la corrupción del protagonista. En definitiva, una familia tradicionalmente borbónica, pintada por un señor, y disculpa la falta de humildad, del que nunca antes se había hecho una lectura política de sus cuadros. Como cualquier otro artista, Antonio López ha querido el agrado de su comunidad, pero lo ha conseguido ocultando todos los problemas sociales y políticos del momento. Cuando pintó Gran Vía 1978, en España se estaba viviendo una transición sangrienta, violentísima, pero en las calles de sus cuadros no pasa nada, del mismo modo que en el Madrid que representa no hay pobreza, no hay desigualdad y todo parece en calma. Para él todo son horizontes, vistas y no es que no le guste la figura humana, es que, al eliminarla, está eliminando el registro político, y eso tampoco es casual. Es más político el vaso de agua en el alféizar de Isabel Quintanilla, que toda la obra de Antonio López», explica Riaño, que es consciente de que en esa crítica hacia el artista manchego está la clave para que López haya prohibido el uso del cuadro en la portada de su ensayo.

«La editorial pagó cuatrocientos euros a Patrimonio Nacional para hacer uso de la imagen y, cuando ya estaba el libro en imprenta, recibimos una información muy somera de VEGAP prohibiéndonos la utilización. Para mí es insólito que un trabajo como este aparezca sin el cuadro al que se refiere porque el autor lo ha censurado, más aún cuando se trata de una obra que hemos pagado entre todos. Sin embargo, creo que es una actitud que no deja de formar parte del análisis que hago del cuadro y de toda esta impunidad con la que ha obrado la monarquía en estos cuarenta años en España. Si esta familia, que es el referente para nuestra sociedad, está haciendo lo que quiere con su vida, no está siendo fiscalizada y no permite que nadie la fiscalice, ¿por qué no lo voy a hacer yo también? Los Borbones son ejemplares en la impunidad y los demás hemos entendido que también podemos serlo. Evidentemente, hay un montón de leyes que nos lo impiden, pero hay otras que sí que nos lo permiten. Cuando eso sucede, puedes aprovechar un derecho intelectual para coartar la libertad de expresión».

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