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-La abstracción –dijo Fernando Zóbel– es la expresión de la belleza por medio del color que comunica al espectador la tristeza, la melancolía, la alegría, la pasión, el amor profundo y sosegado. He leído con dificultad –añadió– dos libros de metafísica general, de ontología: Ser y tiempo de Heidegger y Sobre la esencia de Xavier Zubiri. Y he comprendido que el negro desparramado sobre el blanco es la forma de pintar el pensamiento.

Cenábamos en mi despacho del ABC verdadero, todavía en la calle de Serrano, con Juan Antonio Vallejo-Nágera, el científico, el escritor, autor de una excelente novela Yo, el Rey y pintor más que notable.

–Es lo mejor de tu pintura abstracta –afirmó Vallejo–.Tus manchas negras sobre el lienzo blanco invitan a la reflexión y al pensamiento. Siempre creí que era algo que te salía de forma espontánea.

–La pintura es una cosa mental –intervine yo –. También la pintura abstracta.

–Me sorprende –añadió Vallejo– que esos negros rasgando el blanco sean el fruto de una meditación reflexiva sobre el color del pensamiento. La naturaleza a veces pinta la belleza en abstracto: la puesta del sol, el mar en calma, las nubes del cielo, la frondosidad del bosque.

Nos reuníamos los tres con cierta frecuencia para hablar de pintura, del espíritu de las cosas reflejado en el espíritu del hombre, como decía Pío Baroja. Zóbel murió al poco tiempo. Vallejo-Nágera entró un día en mi despacho del periódico y sin sentarse me dijo: “Perdona que te interrumpa. Vengo a despedirme. Tengo un cáncer de páncreas y me quedan unas semanas de vida. Estoy visitando a mis amigos, porque quiero deciros adiós personalmente”.

Aquellas palabras me produjeron una conmoción que, en ocasiones, todavía me asalta. Pero retorno a Zóbel porque cuando fundé el diario La Razón, el primer editorial, en el que se condensaba el pensamiento del periódico, lo ilustré con un impresionante abstracto que había visto en casa de Antonio Garrigues. Era el color negro que se adentraba a ráfagas sobre el blanco.

Junto a abstractos de Picasso, Millares, Miró, Tàpies o Saura, destaca en la actual exposición de la galería Mayoral la pintura del pensamiento de Fernando Zóbel, ese pintor filipino no suficientemente conocido, aunque sí valorado por los expertos. Si hubiera tenido dinero yo habría comprado un Zóbel desgarrado de negro sobre el fondo blanco. Manolo Rivera, colgado de sus alambres y Gerardo Rueda, el equilibrio del pensamiento profundo, me expresaron muchas veces su admiración por Zóbel. “Sobre él pesaba la educación, la familia convencional y millonaria y el dinero. Si hubiera nacido pobre, con taras hereditarias, vida borrascosa y retorcimientos sexuales –me dijo un día Luis Feito, tristemente fallecido hace unas semanas– Zóbel figuraría hoy entre los pintores más destacados del siglo”. Ahora que la vida se me escapa, recuerdo cuando Santiago Arbós y yo cubríamos para ABC las exposiciones que el maestro Camón Aznar no visitaba. Y también las largas conversaciones con Rafael Alberti y Manolo Rivera en Madrid y antes en Roma, en el Trastévere inolvidado.

La zozobra de mi primera juventud se deslumbró con el grupo El Paso y el arte abstracto que golpeaba la pintura del franquismo, si bien como decía Pablo Picasso, que cuestionaba el Punkt und Linie zu Fläche de Vasili Kandinsky, “hay arte abstracto excelente y también mediocre y a veces horrendo”, como ocurre con todos los periodos artísticos, incluidos el realismo, el impresionismo o el cubismo. Contemplando algunos abstractos de Zóbel se podría decir remedando a Leonardo: “La pintura es un pensamiento que se ve y no se oye, y la filosofía es una pintura que se oye y no se ve”. Porque la vida imita al arte mucho más que el arte a la vida.

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