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Sede del Tribunal Constitucional en Madrid.
Sede del Tribunal Constitucional en Madrid.Jesús Hellín / Europa Press

A Gerardo Iglesias, cuando solo era un joven militante comunista, la policía franquista lo sometió a detenciones, torturas y vejaciones. Esa fue una práctica represiva que hizo sangrar física y emocionalmente a un porcentaje de la población española cuantioso, pero minoritario. No han sido pocas las voces que han reivindicado la investigación judicial de las vilezas practicadas por un régimen que no aprendió nunca a tascar la violencia de Estado contra sus ciudadanos.

El auto que hace unos días publicó el Tribunal Constitucional inadmite el recurso de amparo que presentó el ex secretario general del PCE, Gerardo Iglesias, tal como había sucedido ya en instancias inferiores. El proceso termina aquí, pero ha visibilizado una discrepancia interna en el tribunal que expresa de forma muy directa la complejidad de la gestión de la memoria democrática. El alto tribunal no actuará contra los responsables de semejantes atrocidades porque han prescrito, porque la Ley de Amnistía de 1977 es un obstáculo jurídico y porque la mayor parte de inculpados ha muerto ya. España, sin embargo, ha firmado convenios internacionales sobre derechos humanos para que las leyes de amnistía (y la española es preconstitucional) no puedan impedir la investigación de crímenes de dictaduras pasadas.

A la altura de la tercera década del siglo XXI, y a más de medio siglo de los hechos denunciados, es improbable que la sociedad española sienta de forma mayoritaria la necesidad de abrir una causa penal que castigue prácticas unánimemente consideradas inadmisibles. Pero de lo que tampoco cabe duda es del deber de una democracia segura de sí misma de investigar ese pasado y reprobar de forma pública y rotunda, aunque no sea penal, conductas abyectas que fueron rutinarias en un régimen de terror. La insumisión y el desacato a la ley franquista fue entonces un acto de coraje civil y está hoy en los fundamentos de la democracia: sin aquellos resistentes, las tinieblas de una sociedad sometida a la dictadura serían directamente pura oscuridad.

Por eso merece ser destacado el voto particular a la resolución del Constitucional de la magistrada María Luisa Balaguer, al que se ha sumado el magistrado Juan Antonio Xiol. La discrepancia permite abordar el fondo de la causa y reivindicar que “la verdad, la justicia y la reparación no pasan necesariamente por la obtención de una condena penal”. Este voto particular abre la puerta a que una futura renovación del Constitucional haga posible atender a “la petición de reflexionar y escuchar a las víctimas, dándoles una respuesta completa, profunda y adecuada” porque esa es “también una forma de reparación y de hacer justicia, independientemente del resultado final”, en línea con el borrador de la Ley de Memoria Democrática.

El empeño de María Luisa Balaguer ha conseguido que el Tribunal por primera vez en un auto sobre la violencia franquista razone las causas de inadmisión del recurso, pero también por primera vez ha permitido que la minoría progresista postule una solución acorde con el presente. La justicia reparadora es probablemente la única que queda tanto para las víctimas del terror franquista como para una sociedad que no aspira ni a la revancha ni al ensañamiento contra quienes fueron la mano de obra de una dictadura fundada en la represión legalizada.

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