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La historia de los alimentos es bastante simple a trazo grueso. Tras 200.000 años viviendo de bayas del bosque, almejas de la playa y el ocasional jabalí para las grandes ocasiones, la humanidad moderna inventó la agricultura hace 12.000 años –el origen del neolítico— y con ella los primeros asentamientos, la división del trabajo y un crecimiento poblacional insólito, después los ejércitos y los funcionarios, las primeras ciudades, la escritura y las matemáticas, la civilización como la conocemos.
Todo esto no solo ocurrió en Oriente Próximo, entre el Tigris y el Éufrates, sino también en China y Suramérica, quizá no de forma simultánea, pero sí de forma independiente. El fin de la última glaciación fue el factor crítico que permitió la agricultura al despejar amplias tierras fértiles que hasta entonces habían estado sepultadas bajo espesas capas de hielo. Si hay un ejemplo deslumbrante del efecto del entorno en la historia de la especie humana, no es otro que el origen del neolítico. Un cambio en la temperatura media del planeta que, literalmente, prendió la chispa de la agricultura y por tanto de la civilización. Esa es la historia de los alimentos.
Pero la genómica insiste en presentarnos también una historia profunda de los alimentos, una en que su domesticación parece haber empezado mucho antes de que nuestra especie tuviera nada que ver con ello, o de que existiera en absoluto. Uno de los primeros alimentos domesticados fue el higo, como sabemos por una cajita en que una docena de estos frutos habían sido primorosamente colocados, casi como envueltos para regalo, y cuyos restos fosilizados, o momificados, aparecieron en una excavación israelí datada en más de 12.000 años atrás.
Un higo –para quien le guste— parece un producto de alta tecnología agropecuaria, y poca gente habría apostado por él como el más primitivo de los alimentos domesticados por la humanidad. Los mismos científicos que hallaron la cajita, sin embargo, dieron también con la explicación del fenómeno. La higuera silvestre, que da unos frutitos enanos muy del gusto de las abejas, genera espontáneamente unos higos mutantes de tamaño jumbo. Solo muy de vez en cuando, en alguna rama perdida de un árbol improbable, pero seguramente eso fue bastante para que un pionero de la agricultura tomara el fruto gigante y lo usara para reproducir el prodigio. Eso requiere talento, pero esta vez hay que agradecer el apoyo de la madre naturaleza. Sí, esa misma que genera los tsunamis y los virus del sida.
La genómica insiste en presentarnos una historia profunda de los alimentos, una en que su domesticación parece haber empezado mucho antes de que nuestra especie tuviera nada que ver con ello
También los osos contribuyeron a la domesticación de la manzana mucho antes de que nosotros hubiéramos aparecido por ahí. Esta fruta viene de una baya pequeñita originaria del este asiático, y fueron los osos los que la propagaron hacia el oeste del continente, por el venerable procedimiento de comerse la baya, caminar un día y depositar la semilla en la tierra con toda su guarnición de abono y nitratos, por expresarlo de alguna manera. Puede que un oso no sea tan buen agricultor como Caín, pero no le hace falta para comerse las bayas más grandes e ir seleccionando así los precursores de las asombrosas manzanas de Cézanne que vemos en nuestros mercados.
Lee en Materia otro caso bien notable, el del tomate, que también creció de tamaño en la costa pacífica americana decenas de miles de años antes de que los humanos hubiéramos puesto pie allí. Después siguió una historia complicada de migraciones, adaptaciones y selecciones, pero alguien o algo había empezado ya el trabajo. Allí no había osos, así que el concurso está abierto.
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