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Sabino Cuadra | Se veía venir. Lejos de reconocer honestamente que lo que compraron durante la Transición para coronar aquel proceso era mercancía franquista averiada (hablo de Juan Carlos I, por supuesto), setenta ministrosaurios y otros altos cargos similares de aquella época, han publicado un manifiesto de apoyo y elogio al emérito huido a tierras petroleras, misóginas y sátrapas. A tierras amigas, vamos.
Acabo de leer unas declaraciones de Iñaki Gabilondo, publicadas por El País, en las que señala que “nos hicimos juancarlistas sin ser monárquicos y cometimos un gran error”, añadiendo a continuación que se ha abierto un capítulo de vergüenza en el que “se ha degradado él –Juan Carlos I-, ha degradado a la institución y con él nos hemos degradado los que acompañamos el proceso. Hemos sido desnudados y yo me siento avergonzado”. Valiente, sin duda alguna, la afirmación de Iñaki Gabilondo.
Pero no. Los firmantes del manifiesto, a pesar de saber, como saben, que la coronada trayectoria del emérito ha sido Guinness en desvergüenzas, trapacerías y ocultos enriquecimientos –dejémoslo ahí-, siguen postrándose ante el decrépito monarca con pleitesía cómplice. Afirman así que “las numerosas informaciones que aparecen estos días sobre determinadas actividades del rey Juan Carlos I han excitado una proliferación de condenas sin el debido respeto a la presunción de inocencia. Si sus acciones pudieran ser merecedoras de reprobación lo decidirán los tribunales de justicia”.
Me quedo con esto último. Hablando de derecho penal, como estamos hablando, hemos de tener en cuenta que las conductas sujetas al mismo son aquellas consideradas como delitos y sancionadas con penas. Es decir, lo que se juzga en este ámbito no son comportamientos a valorar desde un punto de vista ético, moral o social, sino acciones calificadas como delitos por los códigos penales. Por el contrario, en el caso considerado, los firmantes, rebajan substancialmente los actos del monarca hasta dejarlos a un nivel que, como máximo, solo pueden considerados como reprobables por la Justicia. Sin embargo, aquí no estamos hablando de educación, incivismo o inmoralidad, sino de defraudación fiscal, prevaricación…, es decir, de delitos sancionados con penas de prisión y no con rapapolvos judiciales.
Esta concepción plebeya del derecho penal es similar a la que la Iglesia ha venido aplicando –y aún queda mucho de esto- a los numerosos casos de pederastia y otros abusos sexuales realizados por religiosos. De acuerdo con ello, cuando estas conductas se daban, lo que la Jerarquía eclesiástica veía en ellos no era delitos, sino pecados. Y la comisión de estos pecados no acarreaba penas, sino penitencias, que no es lo mismo. La confesión y el arrepentimiento servían para pasar página. Aquello no era materia penal, sino meramente moral. Algo parecido a lo afirmado por Juan Carlos I al ser sorprendido en su millonario safari africano abatiendo especies protegidas: “Lo siento. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”. Y nadie le puso penitencia alguna, siquiera fuera un padrenuestro y tres avemarías, que hubiera sido lo mínimo, digo yo.
Por si lo anterior fuera poco, los atapuercanos firmantes (Alfonso Guerra, Martín Villa, Cristina Alberdi, Jaime Mayor Oreja, Rodríguez Ibarra, Esperanza Aguirre, Del Burgo…) afirman también la necesidad que existe de aplicar a Juan Carlos I el principio penal relativo a la presunción de inocencia. Que cese ya su linchamiento mediático, pobrecito él, obligado a refugiarse en los Emiratos Arabes, en un hotel de a once mil euros el día.
De todas formas, menudencias aparte, hace falta negar la mayor. En mi opinión, cuando el principio de igualdad ante la ley quiebra, debe quebrar también el de la presunción de inocencia. Es decir, cuando ante la ley existen personas que gozan de un estatus de impunidad-inmunidad que les permite situarse fuera y por encima de todo el entramado fiscal y penal existente, como es el caso de la monarquía española, aplicar a éstos la presunción de inocencia es completamente improcedente.
Cuando en una partida de cartas uno de los participantes gozan del privilegio de ir siempre de mano, poder hacer señas, descartarse en cualquier momento y estar excluido en general de la aplicación del reglamento correspondiente, ese juego está viciado en origen. Porque el problema a partir de ese momento, no es tanto si el sujeto en cuestión hace o no trampas, sino que la trampa es él mismo y su posición privilegiada. Y partiendo de ahí, pretender aplicar a éste presunción de inocencia alguna cuando es sorprendido con las manos en la masa, es un completo despropósito. Aplicar igualdades de trato a personas que, por definición, son esencialmente desiguales, carece de sentido alguno.
No, ni a Juan Carlos I ni a Felipe VI debe aplicárseles presunción de inocencia alguna, sino más bien la contraria, la de culpabilidad. Porque quien acepta de buen grado situarse en una posición constitucional de privilegio de acuerdo con la cual su coronada persona podría violar, maltratar, prevaricar, ocultar patrimonio, practicar el nepotismo y defraudar a Hacienda sin que la acción del fisco y la judicatura puedan siquiera rozarle, no merece recibir confianza ni respeto alguno por nuestra parte. Para empezar, que renuncie a todos sus privilegios y a partir de ahí podemos hablar, pero mientras tanto nuestra presunción será la de culpabilidad. Para ambos, por supuesto.
El PSOE y su gobierno, por medio de la voz autorizada de Margarita Robles, exmagistrada del Tribunal Supremo reconvertida hoy en ministra de Defensa, ha hecho hincapié también en la presunción de inocencia a aplicar a Juan Carlos I. A ellos también les es de aplicación, por cómplices, nuestra presunción de culpabilidad.
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