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El Papa Francisco visita a un niño enfermo en el hospital infantil de Roma. / afp

Francisco se mueve en el alambre para no perjudicar el diálogo con la Iglesia ortodoxa de Kirill, brazo espiritual de Putin, y preservar su papel mediador

El pasado 25 de febrero, apenas veinticuatro horas después de que los primeros blindados rusos pisaran el suelo de Ucrania, Francisco se presentó de sopetón en la Embajada de la Federación Rusa ante la Santa Sede, ubicada en Vía della Conciliazione a pocos metros de San Pedro, para dejar un mensaje contra la guerra. De ese primer gesto, inédito y ajeno al protocolo diplomático, hasta la petición del alcalde de Kiev, el exboxeador Vitali Klitschko, para que visite la ciudad en estos momentos dramáticos hay un largo camino, muy difícil de recorrer para el pontífice, que no quiere comprometer el diálogo ecuménico y pretende blindar su papel en una eventual negociación directa.

La reacción del Vaticano ante la invasión ha ido ‘in crescendo’, tanto en el tono como en el lenguaje, conforme las tropas rusas han extendido su fuego mortífero contra la sociedad civil ante el espanto del mundo civilizado. De las oraciones ha pasado a la acción con el envío de dos cardenales al territorio en guerra, el polaco Konrad Krajewski, limosnero pontificio, y el checo Michael Czernhy, prefecto del potente dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral. Este último ha sido el primer ‘ministro’ de un Estado que ha entrado en Ucrania, donde se ha reunido con líderes políticos y religiosos. Era un movimiento que se podía visualizar.

Pero la maquinaria diplomática vaticana se mueve también por cauces subterráneos, de forma sutil, casi imperceptible, al igual que lo hace la inteligencia de la OTAN. Tanto en la ONU a través de sus representantes, como en el eje Roma-Kiev-Moscú, con la actividad de sus nuncios (embajadores), en una actividad coordinada por su primer ejecutivo, el cardenal secretario de Estado Pietro Parolín, que mantiene un canal abierto con el canciller ruso. Sin desdeñar la diplomacia paralela de la comunidad de San Egidio, bregada en numerosos conflictos.

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Los elementos religiosos que subyacen en la invasión no han sido debidamente valorados, pese a que están siendo esgrimidos e instrumentalizados: Rusia nació en Crimea, donde se convirtió al cristianismo el príncipe Vladimir hacia el año 980 (todavía se conserva la pila bautismal), y desde entonces, los poderes políticos y religiosos, en perfecto maridaje, consideran que Ucrania es parte indisoluble de la Grande y Santa Rusia. La cuna de su cristianismo. Su historia fundacional. El patriarcado de Moscú, pastoreado por Kirill, es estrictamente fiel al Gobierno del Kremlin y comparte sus nostalgias (¿patológicas?) de un Imperio que ya no lo es. La religión actúa como elemento unificador. Kirill cree que el régimen de Putin es un «milagro de Dios».

Los ortodoxos de Ucrania siempre han aspirado a tener su propio patriarcado. A finales de 2018 se independizaron y se convirtieron en Iglesia nacional, rompiendo tres siglos de sumisión al patriarcado de Moscú. Ahora es netamente prooccidental. De hecho, el cisma fue bendecido por el patriarcado de Constantinopla, de gran peso histórico y ascendencia moral en la ortodoxia.

Religión e identidad

Fue una decisión que enfureció tanto a Putin como a Kirill, que lo englobaron en una estrategia antirrusa. Son movimientos religiosos, pero con dimensiones políticas. En Oriente el factor religioso tiene una profundidad cultural enorme y está muy ligado a la identidad del pueblo, donde la fe se funde con el nacionalismo militante.

Kirill se ha quedado solo en su defensa de la invasión, y arrinconado por el resto de las iglesias. El patriarca no solo entregó al Ejército un icono de la Virgen María para «lograr una rápida victoria», sino que pronunció una tronante homilía en la que justificó la acción militar para combatir a las «fuerzas del diablo», que identificó con el «lobby gay» occidental. Dios está con nosotros, les vino a decir. En línea con la estrategia belicista de Putin, Kirill también ha acusado a la OTAN de «inundar Ucrania de armas» y «lo más terrible: reeducar a la población como enemigos de Rusia».

Francisco se mantenía prudente y conciliador en sus discursos, en los que no nombraba a Rusia ni citaba a Putin, algo que ha sido aprovechado por el movimiento de oposición al Pontífice, que le ha acusado de complacencia con Moscú, según se recoge en un documento anónimo de cara a un futuro cónclave. Hasta que el miércoles se decidió a llamar a Kirill para decirle que «no hay ninguna guerra santa ni ninguna guerra justa». Era, también, un mensaje para Putin, puesto que el patriarca es su brazo espiritual y el sostén de su poderosa ideología: «El que apoya la violencia profana el nombre de Dios».

Bergoglio hace esfuerzos para no comprometer el diálogo ecuménico. Esta mina le ha explotado cuando las conversaciones para que pudiera viajar a Moscú y encontrarse con Kirill estaban muy avanzadas, desde que ambos mantuvieron un contacto exprés en el aeropuerto de La Habana en 2016. Viajar a Rusia fue también el sueño de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora está más lejos.

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