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“Imposible es la definición de un evento hasta el momento antes de que suceda”, escribe en su última novela Erri De Luca (Nápoles, 1950). Por tanto, «lo imposible sucede continuamente». Y es que el punto de partida de este relato elegante, descarnado e impactante, titulado como no, Imposible (Seix Barral), es una casualidad que lleva a dos hombres, antiguos compañeros de lucha política en la turbulenta Italia de los años 70, a encontrarse mientras escalan tras muchas décadas sin verse. Uno, pasó varios años en la cárcel por la traición del otro, que muere en un accidente que un juez se empeña en no ver como tal.

“El punto de partida de Imposible me llegó en las montañas, escalando. Recordé un viaje difícil que hice hace años e imaginé el lugar de la historia. La montaña tiene un gran aislamiento en el espacio y por el contrario me sugirió el aislamiento de una persona presa en una celda. Los personajes pertenecen al mundo y al tiempo que he conocido”, explica De Luca, que siempre afirma que nunca inventa tramas y personajes, que sus historias nacen de recuerdos, vivencias, relatos ajenos… Escrita en forma de interrogatorio, de diálogo tenso y punzante, que pronto traspasa el mero interrogatorio judicial y se interna en lo personal, en la intimidad del acusado, el escritor construye en Imposible un ajuste de cuentas entre pasado y presente donde reflexiona sobre la historia de su país, la libertad y la justicia, y retrata con crudeza y verdad la naturaleza humana.

Pregunta. Según su propia definición, algo es imposible
hasta el momento en que sucede, ¿no hay entonces nada imposible? ¿No cree, como
el juez, en las casualidades, en la providencia?

Respuesta. No me atrevo a pronunciar el verbo creer, pues me doy cuenta de que no percibo ninguna providencia en los asuntos humanos. El juez excluye el caso fortuito de dos viejos camaradas, entonces enemigos, que se encuentran en el mismo lugar aislado cuarenta años después. Quiere demostrar intención, premeditación. El imputado se defiende con el argumento de lo imposible: la circunstancia absurda ocurre continuamente en la vida de todos, más allá de toda probabilidad de que ocurra. Sin embargo, cuando lo imposible se manifiesta, su necesidad se hace evidente. Aquí lo imposible cobra vida y se vuelve inevitable.

P. El acusado representa a una generación que se vio
desbordada por el siglo XX, esos años globalmente revolucionarios que son los
suyos. ¿Qué queda hoy de esos ideales?

R. La revolución fue, en efecto, la consigna y la fuerza impulsora de la historia del siglo XX. Cuando tenía veinte años, en los 70, el mundo estaba lleno de luchas armadas por la independencia de los imperios coloniales y las tiranías en todos los continentes. Yo formé parte de la última juventud revolucionaria. La palabra revolución en el sentido político se extinguió con el siglo, no deja herederos ni testamentos, ha agotado todas sus posibilidades. No obstante, yo me mantuve fiel a las razones de esa juventud a la que me adherí plenamente.

«Yo formé parte de la última juventud revolucionaria. La palabra revolución en el sentido político se extinguió con el siglo, no deja herederos ni testamentos»

P. El diciembre pasado se cumplieron 50 años del atentado
de Piazza Fontana,
simbólico inicio de los Años de Plomo. ¿Cómo ha digerido
Italia este medio siglo, cuál es el legado? ¿Ha triunfado la democracia?

R. La democracia es una herramienta política delicada, puede deteriorarse y volver a caer en la tiranía, como ha ocurrido en Turquía, ejemplo del suicidio de la democracia. En Italia la democracia se ha mantenido, si por democracia entendemos la libertad de expresión. Pero en la década de los 70 hubo fuerzas que querían alinear a Italia con los fascismos del Mediterráneo, con España y Grecia. Las bombas en los bancos estaban destinadas a crear un clima favorable al golpe militar. La movilización permanente, la del pueblo y la de los revolucionarios como yo, impidió la guerra civil y la vuelta al fascismo. Así se salvó la democracia.

De ciudadano a cliente

P. ¿Cómo vive su generación, la del acusado, el
recuerdo de esos años y cómo los jóvenes, como el juez, asumen esta herencia
que solo conocen a través de historias, documentos, libros, películas…?

R. Los de mi generación revolucionaria se han convertido en padres, abuelos y han guardado silencio dentro de sus familias. En cambio, hay abundancia de publicaciones, ensayos, memorias, documentales y películas sobre aquellos años catalogados sumariamente bajo el nombre de Años de Plomo. Pero no estoy de acuerdo con eso. El plomo era entonces un elemento importante solo para los tipógrafos y fontaneros. Para nosotros fue un componente insignificante. Hoy, la historia de esos años está escrita en los documentos judiciales, en las sentencias. Pero una historia escrita por acusadores contra acusados ​​no es historia, es solo lenguaje judicial.

P. El acusado de su novela apela constantemente a una colectividad, a una forma de ver el mundo en grupo fruto de su época. ¿Nos hemos vuelto demasiado individualistas?

R. Estamos en una era de ciudadanos reducidos a la condición de clientes. Consumidores de servicios evaluados, por tanto, en función del poder adquisitivo. El cliente es un individuo solo frente al mostrador del hospital, la escuela, el trabajo o el juzgado. En aquellos años, una persona era parte de una comunidad y, por lo tanto, tenía la condición de ciudadano de un Estado. Hoy, el Estado es una empresa que brinda servicios, no el organismo que protege la igualdad de sus integrantes. La reducción de ciudadano a cliente nos condena la miseria del individualismo.

«Hoy, el Estado es una empresa que brinda servicios. La reducción de ciudadano a cliente nos condena a la miseria del individualismo»

P. Sin embargo, hay ciertas experiencias
trascendentales que solo pueden ser personales, ¿cómo se combina ese dualismo?

R. Somos criaturas sociales, necesitadas de relaciones para crecer y progresar, pero también somos velas con su propia llama. “Somos diferentes como dos gotas de agua”, escribió la poeta polaca Szymborska, o como dos copos de nieve. Somos a la vez iguales e irrepetibles. Nuestra especie es terrible y maravillosa.

Esta forma de ver la vida que De Luca defiende con pasión aún hoy tiene también su cara B, la interpretada en esta novela por el muerto, un hombre que traicionó compañeros e ideales y, según sostiene el escritor, también a una parte de sí mismo. «Los traidores se condenan a sí mismos. Admiro a quienes aceptaron cumplir sus condenas sin atajos, sin negar nada. En aquellos años se tomaron decisiones para toda la vida, se pronunciaron palabras y creencias que no podían retractarse como un simple cambio de opinión. Y hubo consecuencias”, explica. “En las cárceles donde más de cinco mil personas fueron condenadas por participar en una banda armada, un paso en falso significaba ejecuciones sumarias. Es una crónica que esta historia mía apenas toca, pues no soy el juez de mi tiempo, no soy el médico de esas heridas”.

Justicia, libertad y conciencia

P. Traza una división muy clara entre justicia y
legalidad, estableciendo que no siempre son lo mismo. ¿Qué es para usted la
justicia? ¿Ha cambiado su visión de ella con el tiempo?

R. La justicia para mí es un sentimiento personal y no un aparato público. Cada uno en su propia conciencia decide qué es injusto. La ley aprobada por el parlamento italiano que condena al pescador que salva a un náufrago por inmigración ilegal es injusta y debe ser saboteada. El rescate, tanto en el mar como en tierra, es una obligación, no una elección. Yo me hago mayor, pero no envejece mi conciencia, que sigue siendo dominante en términos inequívocos.

P. El protagonista habla mucho de la responsabilidad:
con los ideales, con la sociedad, con uno mismo… ¿Cree que la sociedad actual
adolece de falta de responsabilidad, de compromiso?

R. Sí, ya no existe. Por ejemplo, se toman a ciegas medidas sobre la epidemia esperando la vacuna milagrosa. Si la pena de muerte aún existiera, ningún político se atrevería a ir en contra del estado de ánimo de los ciudadanos en temas tan serios. La responsabilidad de gobernar, es el arte de suscitar esperanza, no de especular sobre miedos, resentimientos, aversiones.

«La justicia es un sentimiento personal y no un aparato público. Cada uno en su propia conciencia decide qué es injusto»

P. También explora el concepto de libertad y de cómo
alguien preso puede sentirse igualmente libre. ¿Cómo entiende usted la
libertad, qué es para usted?

R. Mi idea de la libertad coincide con la del acusado: mantener unido lo que digo y lo que hago. Igual que con la justicia, ser consecuente con mi propia conciencia. Ser libre para afirmar mis creencias me basta como libertad, y no la pierdo si me encierran en una celda.

P. “Italia es un país moderno, pero con antiguas
tradiciones y tentaciones de censura”, aseguraba hace unos años. ¿De dónde
nacen estas tentaciones? ¿Esto se reduce poco a poco o todavía es un peligro
latente?

R. La censura ya no necesita tijeras, hoy practicamos la autocensura, la prudencia y el conformismo de quienes no quieren arriesgarse a perder lectores al exponerse a temas civiles que dividen a la opinión pública. La censura convive en una democracia como un virus cuya virulencia puede agravarse hasta limitar la libertad de expresión.

Sin un frente común

P. En el libro reflexiona sobre la labor política de
escritores como Sciascia o Pasolini, pero usted siempre ha defendido que la
literatura tiene “la tarea exclusiva de acompañar y entretener al lector”. ¿Es
así solo para usted o realmente literatura y política son mundos
irreconciliables?

R. Una novela que quiere probar una tesis de su autor es necesariamente pobre. La literatura describe la vida, depende del lector elegir qué lado tomar. Las opiniones políticas de un escritor se refieren a su condición de ciudadano, no a sus libros. Neruda era un hombre de izquierdas, pero escribe al final de uno de sus poemas: «Yo no vine aquí para resolver nada / Yo vine aquí para cantar y para que cantes conmigo».

«Hoy no hay un frente común que una las luchas bajo una misma bandera. La revolución es una epopeya del pasado, como los trenes de vapor»

P. Siempre ha defendido la solidaridad como “la mejor
forma de inteligencia lograda por la experiencia de la especie humana”. ¿Todos
estos meses de pandemia han reforzado esta impresión, nos hemos vuelto más
solidarios o es un espejismo que pasará con el tiempo?

R. En condiciones difíciles, la especie humana practica la solidaridad, una suspensión de sus propios intereses personales cercanos para cerrar filas y apoyarse mutuamente. En Italia el fenómeno del voluntariado es de grandes proporciones, muchos palían gratuitamente las carencias, sufrimientos y necesidades de quienes tienen dificultades para vivir. Este tipo de economía ajena al dinero, a los intereses es la base más sólida sobre la que se funda y sostiene una sociedad y esperemos que lo siga siendo.

P. “La palabra revolución ya ha caducado, pertenece
al siglo XX”, ha dicho en alguna ocasión. Ahora que las desigualdades que
motivaban estas luchas en el pasado parecen estar cada vez más de vuelta, ¿realmente
estamos ante el fin de las revoluciones o en un paréntesis que puede terminar
en cualquier momento?

R. Hoy hay guerras y conflictos sociales, pero no hay un frente común que los una en una sola sigla, bajo una misma bandera. Cada pelea es una historia separada, mezcla de nacionalismos, religiones, grupos étnicos… La palabra revolución no se aplica a ninguna de estas situaciones, fuera de lugar incluso en las llamadas primaveras árabes que mezclaban viejos regímenes con otros nuevos. La palabra revolución es una epopeya del pasado, como los trenes de vapor.

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