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Yolanda Estrada | En Guatemala, como en otras partes del mundo, la pandemia ha agudizado la desigualdad y la exclusión social. Esto ha sido aprovechado por una élite oligarca rapaz que históricamente ha cooptado un Estado neoliberal, patriarcal y colonial. Este Estado opera además en alianza con otras estructuras criminales, desde las ecocidas transnacionales extractivistas hasta las redes de narcotráfico y las pandillas, pasando por la trata de mujeres, la pornografía infantil y el tráfico de órganos, entre otras.

Dichas estructuras han encontrado en esta y otras calamidades la excusa perfecta para un endeudamiento sin precedentes, robando a manos llenas con un cinismo sin límites y total impunidad. Ejemplo de ello fue que un funcionario del Ministerio de Comunicaciones, como en un acto sacado de una mala comedia, declarase en conferencia de prensa que se ignoraba el destino de 135 millones de quetzales (la moneda guatemalteca). Como buenos chacales carroñeros, se han quedado con todo, sin posibilitar una ayuda humanitaria mínimamente significativa para la población verdaderamente vulnerable. A ello se une la ineptitud en la ejecución del presupuesto, producto de la contratación de incompetentes que regularmente llegan a los puestos por nepotismo. Con este panorama desolador la población comenzó a increpar al gobierno con una pregunta: ¿Dónde está el dinero? Se convocaron movilizaciones y concentraciones en las plazas, pero el temor al contagio y la indiferencia que aún prevalecen en sectores de la población hicieron que las llamadas a la movilización no tuviesen tanto eco.

A este oscuro panorama se le suma un sistema de salud que colapsó desde los primeros meses de la pandemia, sin insumos hospitalarios básicos y equipo de seguridad para los médicos, muchos de ellos de reciente contratación, a quienes primero les llegó el virus o la muerte sin haber recibido siquiera salario alguno. Los hospitales están desprovistos de mantenimiento en las áreas básicas de atención y los pacientes carecen de recursos para comprar medicamentos extremadamente caros, producto a su vez del lucro desmedido e inescrupuloso del sector farmacéutico, que como parte de la élite empresarial rapaz, tampoco perdió la oportunidad para aprovecharse de la crisis.

Con relación a la educación nacional, particularmente la del sector público, se remarcó la exclusión y la desigualdad, particularmente la brecha digital que evidenció el último Censo Nacional de las Personas del 2018, según el cual, de los 14.9 millones de personas, únicamente 3.6 millones (29.3%) tienen acceso a internet y solo 566.736 cuentan con servicios de internet residencial. Esto también ha representado a su vez un jugoso negocio para las telefonías que venden un mal servicio de internet y no digamos el flamante negocio para la empresas que venden todos los dispositivos y herramientas que ahora se consideran imprescindibles para la enseñanza virtual. Notorio es, pues, que solo las capas medias y la clase alta pudieron asumir programas educativos virtuales, mientras que un gran contingente de niñez y adolescencia quedó al margen de procesos educativos formales sustanciales.

Para terminar de agravar la crisis, desde principios del mes de noviembre estamos sufriendo también los embates de los huracanes Eta e Iota, que dejaron a su paso destrucción, inundaciones de comunidades enteras, pérdidas de cultivos y de ganado, áreas devastadas en diversas regiones del país y aludes que soterraron poblados completos, con más de 150 muertos. En esta situación tan dolorosa y desalentadora, el gobierno continuó con el saqueo y el despilfarro, mostrándose como vil espectador de la tragedia, siendo la población misma la que actuó de inmediato para brindar apoyo a las más de 700.000 personas afectadas.

Para el colmo, el Congreso de la República, en la madrugada del 18 de noviembre, aprobó como emergencia nacional un presupuesto que perversamente reducía programas básicos para combatir la desnutrición, frenar el deterioro ambiental, atender a la mujer y a apoyar los Derechos Humanos, mientras incrementaba recursos para el Congreso en partidas de alimentación, así como al Centro de Gobierno, una institución creada por el actual gobierno de manera inconstitucional y que solo ha servido para el despilfarro descarado de recursos del Estado. Esta fue la gota que derramó el vaso. Diversos sectores de la población al enterarse de dichos vejámenes convocaron a una concentración pacífica el sábado 21 de noviembre en el centro de la capital, con el propósito inicial de manifestar la digna rabia, pero con la esperanza también de lograr una articulación más amplia entre los pueblos, sectores y movimientos sociales.

La quema del Congreso de la República obedeció a una acumulación de cóleras populares y de digna rabia de los pueblos, hartos de tanta corrupción y saqueo y de estar sumidos en la pobreza. Ante un edificio sospechosamente desprotegido, poco más hizo falta para que un grupo enardecido prendiera la llama y otro lograse abrir las puertas del hemiciclo, que para colmo guardaba en el interior bebidas alcohólicas y lujosa comida. A pocos minutos de haberse iniciado el fuego, llegó un primer grupo de policías antimotines que dispersaron a los manifestantes disparando bombas lacrimógenas. Luego, con la saña que caracteriza a los esbirros, quisieron acercarse a la plaza donde estaba toda la gente concentrada, incluyendo niñas y niños y personas de la tercera edad, y alcanzaron el centro de la misma con sus bombas lacrimógenas, dañando vilmente a personas indefensas. Sin embargo, gracias a la resistencia de una primera línea, entre cientos de relevos, pudo hacerse retroceder a la policía.

La brutalidad policial se desplegó en su máxima expresión y dejó un costo represivo muy alto. Dos personas que perdieron un ojo se encuentran actualmente hospitalizadas y al menos 43 personas fueron detenidas ilegalmente, entre ellas estudiantes de la Universidad San Carlos y de la Universidad Rafael Landívar, periodistas y documentalistas, activistas de Derechos Humanos e incluso personas de la tercera edad. Todo ello enardeció aún más la indignación popular.

Los pueblos de Guatemala seguiremos exigiendo justicia ante la escalada de violencia por parte del gobierno. Responsabilizamos y exigimos la renuncia del Presidente de la República Alejandro Giammattei, de los 114 diputados del pacto de corruptos que aprobaron el ‘presupuesto de muerte’, del Ministro de Gobernación Gendri Reyes, del Director de la Policía Nacional Civil José Antonio Tzubán y del Director General Adjunto de ese mismo cuerpo Edwin Ardiano. Exigimos una investigación inmediata por estos actos criminales y la cancelación además del Centro de Gobierno, caprichito del presidente que supone una burla para un país como el nuestro.

Evidentemente, hubo también fraccionamientos entre las élites de poder por privilegios e intereses espurios y de clase. Eso explica que el Vicepresidente le pidiera públicamente a Giammattei que renunciaran juntos. Pero esas maniobras no deben confundirnos. Por eso seguimos haciendo un llamado a la articulación de la izquierda y de los sectores, movimientos y pueblos para aprovechar esta coyuntura y no solo derrotar al pacto de corruptos, sino abrir de una vez el camino que nos lleve a una Asamblea Constituyente Plurinacional, a una nueva Constitución y un Nuevo Estado en Guatemala.

Yolanda Estrada es profesora de la Escuela de Historia de la Universidad San Carlos de Guatemala e integrante del colectivo feminista Kemb’al N’oj.

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