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La memoria es por definición individual. Evoluciona con la transformación del individuo, que no la puede controlar. La “memoria histórica”, en cambio, es más bien un constructo: un artefacto colectivo que no prospera sin la ayuda de las instituciones públicas, que no lo hacen gratis.
Uno puede imaginar qué sería en Francia el recuerdo de la Primera y la Segunda Guerra Mundial (o la de Argelia) sin el esfuerzo, año tras año, para oscurecer y confundir a los herederos de aquellas gestas gloriosas —es un decir—, de trincheras repletas de senegaleses, deserciones, Vichy y violencia de mercenarios pied noirs. Sin el sacrificio de la verdad histórica. Para aproximarse a la verdad, los historiadores rastrean en los archivos y son capaces de pensar la documentación en los parámetros que justifican la disciplina como ciencia social. La verdad definitiva no existe —por eso ya hay la teología y algunos productos puramente ideológicos que se le parecen—. La verdad es provisional, tentativa, sometida a cambio, mejora y refinamiento.
Hace pocos días, en Madrid, en la presentación de un programa para situar a grandes personajes y acontecimientos del pasado español, en la Real Academia de la Historia, la presidenta de la institución repitió que debemos tener autoestima por el pasado. Habría valido la pena preguntarle por qué. Un pasado impresionante, una parte relevante de la historia del mundo, ciertamente el mundo hispánico lo tiene. Ahora bien, ¿hay que tener autoestima por el hundimiento demográfico de la población americana del siglo XVI o por los indios peruanos bajando a las minas de plata para permanecer allí semanas enteras? ¿Hace falta que “sintamos el orgullo por un pasado que ha trascendido nuestras fronteras”, como afirmó Felipe VI en esa ocasión? Exaltar el pasado no hace ninguna falta, pensarlo sí que vale la pena.
Ocurre lo mismo con el tema que hoy nos ocupa: el tráfico de africanos que practicaron buena parte de las naciones europeas atlánticas con posesiones coloniales. La lectura de The Guardian del 13 de marzo me lleva a escribir sobre la cuestión de la participación de catalanes en el tráfico de esclavos en el siglo XIX. Tarde o temprano iba a ponerse sobre la mesa.
El imperio español entró en el tráfico de esclavos a gran escala y tardíamente, ya que operaba con más consistencia sobre el trabajo de la población indígena. Entró tarde porque salía más a cuenta comprar mano de obra a los que ya disponían de instalaciones en la costa africana y de logística naval adecuada (holandeses, británicos, franceses y portugueses). Ahora bien, contra lo que puede pensar el solvente diario británico y gente poco informada, esta no es una discusión reciente.
Por estos lares aquel negocio infame ya salió del armario en 1974, cuando el clima político presagiaba un cambio decisivo. No fueron las autoridades quienes lo facilitaron, sino una generación de historiadores que revisaban de arriba abajo la pobretona herencia cultural recibida. Aquel año Jordi Maluquer de Motes publicó el artículo La burgesia catalana i l’esclavitud colonial en la revista Recerques. En este trabajo esclarecedor, el comercio del azúcar, la marina mercante, el negocio colonial y la esclavitud se presentaban como partes de un todo, un factor vital para la prosperidad. A muchos aprendices de historiador aquel trabajo pionero nos abrió los ojos a una idea más amplia sobre la génesis del capitalismo autóctono. Nos hizo conscientes de los contextos que relacionaban Cataluña con las corrientes de la economía internacional.
Unos años después, removiendo papeles británicos, localicé los nombres de los barcos y de los capitanes catalanes que habían participado en el negocio tan lucrativo de comprar y vender seres humanos. Lo publiqué en Recerques en 1987. Me parece importante remarcar que buena parte del trabajo colectivo que desde entonces se hizo se expuso en 1995 gracias a la iniciativa del ayuntamiento de la ciudad, con el visionario Pasqual Maragall como alcalde, ayudado en aquella ocasión por el comisario Joan Anton Benach, en el Museu Marítim en las Drassanes. No era un pequeño reducto que pudiera pasar con discreción si no se hubiera querido herir las sensibilidades de la hipocresía local. El catálogo, con textos de Albert Garcia-Balanyà, Martín Rodrigo Alharilla, Juan José Lahuerta, yo mismo y otros, da fe de ello. Rodrigo Alharilla continuó después con más dedicación, inmerso en la tarea de documentar aquel aspecto todavía no lo bastante bien conocido. Los resultados están en las librerías o en la bibliografía universitaria.
Descubrir mediterráneos es siempre interesante. Pero en esta cuestión se trataba de algo más amplio: del Atlántico norte y sur, Europa, África y América, y las facetas de aquellos mundos son inacabables. Trabajando en los archivos, sudando la gota gorda, muchos de los historiadores del país allí seguimos. Por suerte, los historiadores e historiadoras no podemos perder mucho tiempo explicando a la concurrencia qué malos y avariciosos eran nuestros tatarabuelos. Ni podemos perder el tiempo insinuando de rebote que los comportamientos de los antepasados son una especie de cuaderno de bitácora para saber cómo serán sus descendientes. Tenemos que afinar la puntería y la percepción de las cosas hacia lo que de verdad nos ayuda a entender la complejidad del pasado en nuestro país y los que lo rodeaban.
En esta dirección, tres observaciones. La primera es importante: no es cierto que la industrialización catalana fuera el resultado de los beneficios del tráfico de esclavos. Si alguna cosa sabemos ahora es que se originó a través de la acumulación de capitales y la capacidad empresarial interna, a veces modestísima (Vilar, Torras, Nadal). El tráfico de esclavos fue sin duda una pieza decisiva e irrefutable del complejo colonial y de las relaciones exteriores de la economía catalana y española. Ahora bien, las grandes fortunas que todos tenemos en mente cuando se nos recuerda el eje Cataluña-Cuba eran una pieza innegable del gentlemanly capitalism, que dirían Cain y Hopkins si Barcelona fuera Londres, la cima capitalista de las finanzas y las empresas del Ibex de la época, ni más ni menos. No nos podemos confundir y no desviar la investigación histórica de aquello que es productivo para entender las complejidades de una sociedad en proceso de cambio.
Segunda observación. Sería interesante estudiar por qué el catolicismo solariego fue tan displicente, frío y distante hacia el dolor de personas vendidas y explotadas en las colonias españolas, a diferencia de la pérdida de legitimidad para algunos herederos de la Revolución Francesa, protestantes evangélicos, cuáqueros y filántropos en el mundo británico y en el mundo de Abraham Lincoln, que empujaron la esclavitud hacia una extinción inexorable (decretada en Londres en 1833 y en París en 1848).
Tercera observación. Los delitos prescriben. Si no, las guerras del pasado serían inacabables. El conocimiento histórico, en cambio, no. Tiene sentido estudiar la batalla de las Termópilas con ojos nuevos, como también la toma de Granada por los Reyes Católicos o las guerras del opio contra China. El mejor lugar para ganar la batalla del conocimiento son las aulas y la investigación histórica conforme a las reglas que la regulan. ¿El resto? Gesticulaciones.
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