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Publicado el 19 de mayo en Página Siete

En mi último artículo publicado en este mismo espacio, me referí a la relación entre la izquierda y el poder, o más bien a cómo en Bolivia el uno destrozó al otro. He recibido varios comentarios sobre el mismo tema que quisiera considerar. 

Un amigo me decía que, a pesar de que en cierto nivel algunas prácticas de la izquierda se confundan con la derecha, no hay que dejar de lado que, por más que en las formas ambas expresiones sean muy parecidas, sus justificaciones, su origen y su intención son distintas. Es cierto, en principio, aunque parezca esquemático, la izquierda representa a los grupos subalternos y la derecha a las clases dominantes. 

En ese sentido, hay que reconocer que la “izquierda estatal” u “oficial” es una expresión genuina de los sectores populares. Si bien ese no es un valor en sí mismo -recordemos que los regímenes más horrendos de la historia gozaron del apoyo de la gente-, no se puede dejar pasar que el grueso de la población, y particularmente las clases desfavorecidas, tienen sus esperanzas puestas en esa oferta política.

Eso no quita que, al interior de lo que se denomina “sectores populares”, se reproduzcan jerarquías tan excluyentes como las contradicciones de clase más tradicionales. En Bolivia, por ejemplo, los cocaleros del Chapare en pocos años terminaron siendo los mimados del Estado y los nuevos poderosos entre los subalternos; el ejercicio de dominación creó nuevas jerarquías y otros sometimientos. 

Pero volvamos al punto inicial. Pensar en el drama de que en la práctica la izquierda pueda ser tan parecida a la derecha, conduce a preguntarnos si estamos frente al fatalismo. ¿Siempre tiene que ser así? ¿Hay opciones? ¿El poder está maldito como lo anunciaban los anarquistas? El dilema amerita dos consideraciones.

Primero, no hay que olvidar que, en el caso boliviano, no hay una izquierda, sino muchas. Si bien la dominante que tomó el gobierno desde el 2006 intenta aplanar la diversidad y mostrarse como la única, eso no impide que, en muchos ámbitos (políticos, sociales, intelectuales, culturales) las izquierdas se expresan y manifiestan, aunque sean menos visibles. El espejismo de un solo relato válido -impuesto desde el aparato estatal- oculta las aguas subterráneas que componen esa corriente ideológica que es, antes que nada, plural. 

En segundo lugar, hay que recordar la discusión que se dio hace un par de décadas en América Latina sobre el sentido de tomar el poder y sus riesgos. No pocos se preguntaban a dónde nos llevaría tener las riendas del Estado antes de que se hiciera ese sueño realidad. A mi entender, el problema no está en el asumir la conducción de lo público, sino en que la necesidad -necedad- de quedarse ahí termine por enterrar -y por supuesto traicionar- el proyecto original, como sucedió, claro está, en Bolivia.

Por último, recuerdo un artículo de Bourdieu que leí hace mucho que titulaba algo así: “no hay democracia efectiva sin un contrapoder crítico”. La izquierda oficial se encargó de silenciar o someter todo contrapoder, toda opinión distinta, lo que condujo a un monólogo que explotó el 2019. Mató así uno de los pilares de esta tradición: la crítica.

¿Hay salidas? ¿Otra izquierda es posible? Yo creo que sí, considero que se debe empezar por una profunda revisión de los errores, por la ruptura de discurso dominante y por dejar que surjan nuevas voces que refresquen esa corriente progresista que tanto ha dado a nuestro país y que ahora se encuentra aplastada por los altoparlantes oficiales.

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