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Las mentiras de Elena Ferrante

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Las mentiras de Elena Ferrante

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1

Dos años antes de irse de casa, mi padre le dijo a mi madre
que yo era muy fea. La frase fue pronunciada en voz baja, en el apartamento que
mis padres compraron en cuanto se casaron, en el Rione Alto, en la parte de
arriba de San Giacomo dei Capri. Todo se detuvo: los espacios de Nápoles, la
luz azul de un febrero gélido, aquellas palabras. Yo, en cambio, quedé a la
deriva y sigo ahora a la deriva dentro de estas líneas que quieren darme una
historia, y sin embargo no son nada, nada mío, nada que haya empezado de veras
o haya llegado a puerto: solo una maraña que nadie, ni siquiera quien escribe
en estos momentos, sabe si contiene el hilo preciso de un relato o es
simplemente un dolor enredado, sin redención.

2

Quise mucho a mi padre, un hombre siempre amable. Tenía
modales finos del todo coherentes con un cuerpo delgado hasta el punto de que
sus prendas parecían de una talla más, detalle que a mis ojos le daba un aire
de elegancia inimitable. Su cara era de rasgos delicados y nada —los ojos
profundos de largas pestañas, la nariz de impecable ingeniería, los labios
abultados— empañaba su armonía. Siempre se dirigía a mí con un tono alegre,
fuera cual fuese su humor o el mío, y no se encerraba en el estudio —se pasaba
la vida estudiando— si no había conseguido arrancarme al menos una sonrisa.
Sobre todo le hacía ilusión mi pelo, pero ahora me resulta difícil decir cuándo
empezó a elogiármelo, quizá desde que yo tenía dos o tres años. Lo cierto es
que durante mi infancia manteníamos conversacio-nes como esta:

—Qué bonito pelo, qué calidad, qué brillo, ¿me lo regalas?

—No, es mío .

—Un poco de generosidad.

—Si quieres, te lo puedo prestar.

—Ah, muy bien, así después me lo quedo para siempre.

—Ya tienes el tuyo.

—El que tengo te lo quité a ti.

—No es cierto, estás mintiendo.

—Echa un vistazo, era tan bonito que te lo robé.

Yo echaba un vistazo, pero en broma, sabía que nunca me lo
robaría. Y me reía, me reía muchísimo, me divertía más con él que con mi madre.
Siempre quería algo mío, una oreja, la nariz, la barbilla, decía que eran tan
perfectas que no podía vivir sin ellas. Yo adoraba aquel tono, era una prueba
continua de lo indispensable que era para él.

Naturalmente, mi padre no era así con todo el mundo. A
veces, cuando se implicaba mucho en algo, tendía a sumar de un modo agitado
discursos refinadísimos y emociones incontroladas. Otras veces, en cambio, iba
al grano y recurría a frases breves, de extremada precisión, tan densas que
nadie osaba replicar. Eran dos padres muy distintos del que yo amaba, y empecé
a descubrir su existencia alrededor de los siete u ocho años, cuando lo oía
discutir con amigos y conocidos que a veces venían a casa a unas reuniones muy
encendidas sobre problemas de los que yo no entendía nada. Por lo general,
permanecía en la cocina con mi madre y prestaba poca atención a cómo se
peleaban unos metros más allá. Pero a veces, como mi madre tenía trabajo y ella
también se encerraba en su cuarto, me quedaba sola en el pasillo, donde jugaba
o leía, sobre todo leía, creo, porque mi padre leía muchísimo, mi madre
también, y a mí me encantaba ser como ellos. No prestaba atención a las
discusiones, interrumpía el juego o la lectura solo cuando de repente se hacía
un silencio y surgían aquellas voces extrañas de mi padre. A partir de ese
momento imponía su voluntad, y yo esperaba que terminase la reunión para saber
si había vuelto a ser el de siempre, el de los tonos amables y afectuosos.

La noche en que pronunció aquella frase acababa de enterarse
de que no me iba bien en la escuela. Era una novedad. Desde primero de primaria
había sido siempre aplicada y solo en los dos últimos meses había empezado a
irme mal. A mis padres les importaba mucho mi buen rendimiento escolar y mi
madre, sobre todo, se había alarmado al ver las primeras malas notas.

—¿Qué pasa?

—No lo sé.

—Tienes que estudiar.

—Si ya estudio.

—¿Y entonces?

—De algunas cosas me acuerdo, de otras no.

—Estudia hasta que te acuerdes de todo.

Estudiaba hasta quedar rendida, pero los resultados seguían
siendo decepcionantes. Aquella tarde, en particular, mi madre había ido a
hablar con los maestros y regresó muy disgustada. No me lo reprochó, mis padres
nunca me reprochaban nada. Se había limitado a decir: La más descontenta es la
profesora de matemáticas; ha dicho que, si quieres, puedes aprobar. Después se
fue a la cocina a preparar la cena y entretanto mi padre regresó. Desde mi
cuarto solo oí que le estaba resumiendo las quejas de los profesores, comprendí
que para justificarme mi madre sacó a colación los cambios de la
preadolescencia. Pero él la interrumpió y, con uno de esos tonos que nunca
utilizaba conmigo —incluso con una concesión al dialecto, por completo
prohibido en nuestra casa—, dejó que de su boca saliera aquello que seguramente
no hubiera querido que saliera:

—La adolescencia no tiene nada que ver, se le está poniendo
la misma cara que a Vittoria.

Si hubiese sabido que yo podía oírlo, estoy segura de que
nunca habría hablado de aquel modo, tan alejado de nuestra divertida ligereza
habitual. Los dos creían que la puerta de mi habitación estaba cerrada, yo la
cerraba siempre, y no se dieron cuenta de que uno de ellos la había dejado
abierta. Así fue como a los doce años me enteré, por la voz de mi padre,
ahogada por el esfuerzo de mantenerla en un susurro, de que me estaba volviendo
como su hermana, una mujer en la que encajaban a la perfección —se lo había
oído decir desde que tenía memoria— la fealdad y la maldad.

Aquí se me podría objetar: Tal vez estás exagerando, tu
padre no dijo al pie de la letra: Giovanna es fea. Es cierto, no iba con su
naturaleza pronunciar palabras tan brutales. Pero yo es-taba pasando por una
época de gran fragilidad. Tenía la regla desde hacía casi un año, mis pechos
eran demasiado visibles y me avergonzaban, me daba miedo oler mal, me lavaba
muy seguido, me iba a dormir desganada y me despertaba desganada. Mi único
consuelo, en aquel entonces, mi única certeza era que él lo adoraba
absolutamente todo de mí. De manera que en el momento en que me comparó con la
tía Vittoria, fue peor que si hubiese dicho: Antes Giovanna era hermosa, ahora
se ha vuelto fea. El nombre de Vittoria sonaba en mi casa como el de un ser
monstruoso que mancha e infecta cuanto toca. De ella sabía poco o nada, la
había visto en raras ocasiones, pero —y esa es la cuestión— de aquellas
ocasiones solo recordaba la repugnancia y el miedo. No la repugnancia y el
miedo que podía haberme producido ella en carne y hueso, no guardaba ningún
recuerdo. Lo que me asustaba era la repugnancia y el miedo que le tenían mis
padres. Desde siempre, mi padre hablaba de su hermana de un modo hermético, como
si ella practicase ritos vergonzosos que la ensuciaran, ensuciando a quienes la
trataban. Mi madre nunca la mencionaba; es más, cuando surgía en los desahogos
de su marido, tendía a hacerlo callar como si temiera que, donde-quiera que
ella estuviese, pudiera oírlos y subir por via San Gia-como dei Capri a grandes
zancadas pese a que se trataba de una calle larga y empinada, arrastrando
consigo adrede todas las enfermedades de los hospitales colindantes; volar
hasta nuestra casa del sexto piso; romper los muebles lanzando por los ojos
negros relámpagos ebrios y abofetearla si mi madre se atrevía siquiera a
protestar.

Claro, yo intuía que detrás de aquella tensión debía de
haber una historia de agravios cometidos y soportados, pero por aquel entonces
poco sabía de los asuntos familiares y, sobre todo, no consideraba que aquella
tía terrible formara parte de la familia. Ella era un espantajo de la infancia,
era una silueta seca y endemoniada, era una figura enmarañada que acechaba en
los rincones de las casas al caer la oscuridad. ¿Era posible acaso que tuviera
que descubrir así, sin rodeos, que mi cara empezaba a parecerse a la suya? ¿Yo?
¿Yo, que hasta ese momento me había creído hermosa y que, gracias a mi padre,
consideraba que seguiría siéndolo para siempre? ¿Yo, que por su incesante
reconocimiento creía tener una melena espléndida; yo, que quería ser muy amada
como él me amaba, como él me había acostumbrado a creerme; yo, que sufría ya
porque notaba que, de repente, mis padres estaban insatisfechos conmigo, ¿y
aquella insatisfacción me inquietaba y lo deslucía todo?

Esperé a oír la respuesta de mi madre, pero su reacción no
me consoló. Pese a odiar a todos los parientes de su marido y pese a detestar a
su cuñada como se detesta a una lagartija que se te sube por la pierna desnuda,
no reaccionó gritándole: Estás loco, mi hija y tu hermana no tienen nada en
común. Se limitó a un apático y telegráfico: No, ¿qué dices? Y yo, en mi
habitación, corrí a cerrar la puerta para no oír nada más. Después lloré en
silencio y no paré hasta que mi padre volvió a anunciar —esta vez con su voz
buena— que la cena estaba lista.

Fui a la cocina con los ojos secos; con la mirada clavada en el plato, tuve que soportar una serie de consejos útiles para mejorar mi rendimiento escolar. Después me fui otra vez a fingir que estudiaba mientras ellos se acomodaban delante del televisor. Sentía un dolor que no quería cesar ni atenuarse. ¿Por qué había pronunciado mi padre aquella frase, por qué mi madre no se la había rebatido con vehemencia? ¿Se trataba de una insatisfacción por su parte debida a las malas notas o de una alarma no relacionada con el colegio que duraba desde quién sabe cuándo? Y él, sobre todo él, ¿había pronunciado aquellas feas palabras a causa de un disgusto momentáneo que yo le había dado, o con su mirada aguda, de persona que lo sabe y lo ve todo, había identificado desde hacía tiempo los rasgos de un futuro desperfecto mío, de un mal que estaba avanzando y que lo desanimaba y contra el cual él mismo no sabía cómo comportarse? Pasé la noche entera desesperada. Por la mañana me convencí de que, si quería salvarme, debía ir a ver cómo era realmente la cara de la tía Vittoria.

3

Fue una empresa ardua. En una ciudad como Nápoles, poblada de familias con numerosas ramificaciones que, pese a las disputas incluso sangrientas, nunca terminaban de derribar de veras los puentes, mi padre vivía por el contrario con una autonomía absoluta, como si no tuviese parientes consanguíneos, como si hubiese surgido por generación espontánea. Naturalmente, yo había visto a menudo a los padres de mi madre y a su hermano. Eran personas afectuosas que me hacían muchos regalos, y hasta que murieron los abuelos —primero el abuelo y el año siguiente la abuela, desapariciones repentinas que me habían alterado, mi madre había llorado como llorábamos los niños cuando nos lastimábamos—, hasta que mi tío se marchó a trabajar lejos, habíamos mantenido con ellos una relación muy frecuente y muy alegre. Sin embargo, de los parientes de mi padre no sabía casi nada. Habían aparecido en mi vida en raras ocasiones —una boda, un entierro— y siempre en un clima afectuoso tan fingido que no me había quedado más que la incomodidad de los contactos obligados: Saluda al abuelo, dale un beso a la tía. De manera que por aquella parentela nunca había sentido gran interés, también porque después de esos encuentros mis padres estaban nerviosos y, de común acuerdo, los olvidaban como si los hubiesen obligado a participar en una farsa de escaso valor.

Cabe decir además que si los parientes de mi madre vivían en un lugar definido con un nombre sugestivo, el Museo —eran los abuelos del Museo—, el lugar donde residían los parientes de mi padre era indefinido, anónimo. Yo tenía una única certeza: para ir a su casa había que bajar más, y más, siempre más, hasta el fondo del fondo de Nápoles, y el viaje era tan largo que, en esas circunstancias, tenía la sensación de que nosotros y los parientes de mi padre vivíamos en dos ciudades distintas. Algo que durante mucho tiempo me pareció cierto. Nuestra casa se encontraba en la parte más alta de Nápoles y para ir a cualquier sitio por fuerza había que descender. Mi padre y mi madre descendían con mucho gusto únicamente hasta el barrio del Vomero o, ya con cierto tedio, hasta la casa de los abuelos en el Museo. Y tenían amigos sobre todo en via Suarez, en la piazza degli Artisti, en via Luca Giordano, en via Scarlatti, en via Cimarosa, calles que conocía bien porque allí también vivían muchos de mis compañeros del colegio. Sin contar con que todas aquellas calles llevaban a la Floridiana, un espacio que yo adoraba, adonde mi madre me había llevado a tomar el sol y el aire desde recién nacida y donde había pasado horas agradables con Angela e Ida, mis dos amigas de la infancia. Más allá de aquellos topónimos, todos felizmente adornados con plantas, retazos de mar, jardines, flores, juegos y buenos modales, comenzaba el verdadero descenso, el que mis padres consideraban fastidioso. Para trabajar, para hacer la compra, para las necesidades que sobre todo mi padre tenía de estudiar, reunirse y debatir, bajaban a diario, casi siempre con los funiculares hasta Chiaia, hasta Toledo, y de ahí llegaban a la piazza Plebiscito, a la Biblioteca Nacional, a Port’Alba, a via Ventaglieri, a via Foria y como mucho a la piazza Carlo III, donde se encontraba la escuela en la que enseñaba mi madre. También conocía bien aquellos nombres —mis padres los pronunciaban de forma recurrente—, pero no solían llevarme con ellos a menudo y quizá por eso no me producían la misma felicidad. Fuera del Vomero, la ciudad me pertenecía poco o nada; mejor dicho, cuanto más nos movíamos hacia la llanura, más desconocida me resultaba. Era natural, pues, que las zonas donde vivían los parientes de mi padre tuviesen, a mis ojos, rasgos de mundos todavía salvajes e inexplorados. Para mí aquellas zonas no solo carecían de nombre, sino que, por la manera en que mis padres hablaban de ellas, yo las percibía también como difíciles de alcanzar. Cada vez que había que ir hasta allí, mis padres, que normalmente eran enérgicos y estaban bien dispuestos, se mostraban especialmente fatigados, especialmente ansiosos. Yo era pequeña, pero su tensión, sus comentarios —siempre los mismos— se me quedaron grabados.

—André —decía mi madre con voz de agotamiento—, vístete, tenemos que irnos.

Él seguía leyendo y subrayando libros con el mismo lápiz con el que escribía en un cuaderno que tenía al lado.

—André, se hace tarde, se van a enojar.

—¿Tú ya estás lista?

—Sí.

—¿Y la niña?

—También.

Mi padre dejaba entonces los libros y cuadernos abiertos encima del escritorio, se ponía una camisa limpia, el traje bueno. Pero estaba callado, tenso, como si repasara mentalmente las réplicas de un papel inevitable. Mientras tanto, mi madre, que distaba mucho de estar lista, no hacía más que comprobar su aspecto, el mío, el de mi padre, como si la ropa adecuada pudiera garantizarnos a los tres regresar a casa sanos y salvos. En fin, era evidente que, en cada una de aquellas ocasiones, ellos consideraban que debían defenderse de lugares y personas de los que a mí no me decían nada para no perturbarme. De todos modos, yo advertía aquella ansiedad anómala; es más, la reconocía, siempre había estado ahí, era quizá la única memoria angustiosa en una infancia feliz. Me preocupaban frases de este tipo, pronunciadas además en un italiano que parecía —no sé cómo decirlo— desarticulado:

—Por favor, si Vittoria dice algo, tú como si no la hubieras oído.

—O sea, que si se hace la loca, ¿yo me callo?

—Sí, recuerda que está Giovanna.

—De acuerdo.

—No digas que de acuerdo y después no es verdad. Es un pequeño esfuerzo. Estamos media hora y nos volvemos.

No recordaba casi nada de aquellas salidas. Murmullos, calor, besos distraídos en la frente, palabras en dialecto, un olor feo que probablemente despedían todos por el miedo. Con los años, este clima me había convencido de que los parientes de mi padre —siluetas aulladoras de una repulsiva grosería, sobre todo la de la tía Vittoria, la más grosera— constituían una amenaza, aunque resultaba difícil entender en qué consistía la amenaza. ¿La zona donde vivían debía considerarse peligrosa? ¿Eran peligrosos los abuelos, tíos y primos o solo la tía Vittoria? Mis padres parecían los únicos informados, y ahora que sentía la urgencia de saber cómo era mi tía, qué tipo de persona era, tendría que dirigirme a ellos para resolverlo. Incluso si llegaba a interrogarlos, ¿qué averiguaría? O me despacharían con una frase de rechazo bondadoso —¿Quieres ver a tu tía, quieres ir a su casa, qué necesidad tienes?—, o se alarmarían y tratarían de no nombrarla más. De modo que pensé que para empezar debía buscar una foto suya.

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