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Para Manuel Vilas (Barbastro, 1962), el mayor misterio en la vida de un hombre es la existencia de aquel otro hombre que lo trajo al mundo. Así lo dejó escrito en Ordesa (Alfaguara), que, antes de convertirse en uno de los mayores fenómenos literarios de los últimos tiempos, había sido una íntima elegía por la muerte de sus padres, esa “experiencia abyecta”, esa “declaración de guerra que te hace la realidad”. Para escribirlo, Vilas tuvo que superar un tabú profundamente enraizado en la literatura española, en la que nunca han abundado los libros que destapaban con impudicia la intimidad familiar, con alguna excepción notable. “Es un pudor arraigado en el miedo a la verdad y a poner en cuestión la estimación social. El rechazo a la literatura autobiográfica en España suele camuflar una visión solemne de la literatura, muy del gusto burgués y con fondos reaccionarios inconfesables”, responde el autor en lo más crudo del verano ibérico. Como en tantas otras cosas, Vilas distingue la huella del franquismo en ese recato. “Cuando, tras la dictadura, España entra en un proceso de normalización democrática, va apareciendo una literatura de carácter confesional y comienza a explorarse el tema del padre, muy vinculado al tema de la familia”, añade Vilas. En esos vientos se origina una nueva ola de libros que relatan las vidas reales de los padres de sus autores. De un tiempo a esta parte, no dejan de multiplicarse en las librerías, abriendo un nicho en el mercado que Vilas se niega, pese a todo, a tildar de moda. “Yo traté la figura de mi padre porque para mí era de vital importancia”, sostiene. No usa ese adjetivo a la ligera: escribir el libro, como ya ha dejado entrever otras veces, era casi una cuestión de vida o muerte.

Elvira Lindo: «Nuestra literatura ha sido menos valiente. Somos un país pequeño y nos preocupa el qué dirán»

Una respuesta parecida ofrecen todos los autores que, tras batallar durante años con una idea incómoda para la que no fueron culturalmente programados, decidieron convertir a sus progenitores en los personajes principales de sus nuevos libros. Por ejemplo, el último protagonista de Elvira Lindo (Cádiz, 1962) también lleva su apellido. A corazón abierto (Seix Barral), un relato de tintes psicoanalíticos que ahonda en su historia familiar, se le impuso como una obligación ineludible pocos años después de la muerte de su padre, encargado de balances y auditorías de Dragados que prosperó desde la nada y escaló todo el escalafón empresarial. “Su ausencia me llevó a preguntarme por qué yo, que tantas preguntas hago, le hice a él tan pocas”, escribe Lindo sobre ese hombre avasallador y un tanto quijotesco, que le brindó un amor “dulce y violento”. “Siempre he tenido interés en el universo familiar, en la inevitable toxicidad de esas relaciones, en los sentimientos de desamparo, orfandad, extrañeza y amor que se entrelazan sin que sepamos separarlos”, afirma Lindo sobre el motor que impulsó el proyecto, citando obras como El libro de mi madre, de Albert Cohen; Mi madre, de Richard Ford, o Léxico familiar, de Natalia Ginzburg, como fuentes de inspiración. En la literatura española, en cambio, esos modelos brillaban por su ausencia. “Nuestra literatura ha sido más pudorosa o menos valiente a la hora de enfrentarse a las vivencias íntimas. Tal vez porque somos un país pequeño, de lazos familiares muy fuertes, y nos preocupa el qué dirán”, señala Lindo, para quien la libertad de los autores estadounidenses a la hora de hablar sobre sus progenitores suele ir ligada “al desamparo, a las separaciones tempranas y al fuerte individualismo”. “Y cuando uno está más desligado de los suyos siempre es más fácil ser impúdico”, relativiza la escritora.

El escritor Manuel Vilas, con sus padres en una imagen de los sesenta.
El escritor Manuel Vilas, con sus padres en una imagen de los sesenta.

Hace 10 años, cuando Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) publicó Tiempo de vida (Anagrama), otro exitoso volumen inspirado por la muerte de su padre, la ausencia de este tipo de relatos era todavía más flagrante. “Es verdad que no tuve muchos referentes nacionales a los que agarrarme”, reconoce el autor en un correo electrónico. “De hecho, esa es la razón de que una de las subtramas del libro sea la de cómo se escribió y qué lecturas me acompañaron en el viaje. De alguna forma necesitaba legitimarme”. En esa lista figuraban títulos como Mi padre y yo, de J. R. Ackerley; La invención de la soledad, de Paul Auster; Patrimonio, de Philip Roth, o Mi oído en su corazón, de Hanif Kureishi. El escritor coincide en que podría obedecer a causas culturales: “En los países católicos hay una obsesión por proteger la intimidad que no se da en los protestantes, donde la mejor demostración de virtud es no ocultar nada. Por eso, a menudo ni siquiera ponen cortinas en las ventanas de su casa. En la tradición católica, sin embargo, los trapos sucios se lavan en casa”. Visto con distancia, resulta innegable que su libro abrió una nueva vía. “Tiempo de vidaallanó el camino a los que vinieron luego, que ya no tuvieron que explicarse ni que justificarse. Mientras lo escribía no tuve la sensación de romper ningún tabú, pero a tiempo pasado sí creo que contribuyó a normalizar la incorporación de lo íntimo a la literatura española”, apunta Giralt Torrente.

Marcos Giralt Torrente: «En los países católicos se protege la intimidad. Los trapos sucios se lavan en casa»

Para Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), escribir sobre su padre también fue un mandato al que no logró escapar. “Me habría dado mus si hubiera podido, pero lo que movilizó este libro fue una necesidad. Es un proyecto que me acompaña desde el momento en que mi padre enferma. No tengo la certeza, pero sí una fuerte sospecha, de que soy escritor porque mi padre enfermó. Mi gravedad como escritor, al menos, nace de esas circunstancias”, expresa sobre No entres dócilmente en esa noche quieta (Seix Barral), donde reconstruye la historia de su padre, inválido desde los 38 años por una dolencia cardiaca, antes de que un cáncer lo rematara en la vejez. Inspirándose en modelos como Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz, o Desgracia impeorable, de Peter Handke, el autor firma un relato que empieza como un ajuste de cuentas, pero luego avanza hacia un progresivo apaciguamiento. “Al escribir el libro logré entender la bondad de mi padre. Fue la puerta que me permitió caminar hacia la reconciliación”, señala Menéndez Salmón, incidiendo en un afán compartido por buena parte de estos títulos. Ese perdón, a falta de una palabra mejor, se produce en diferido, de manera póstuma, porque tal vez no exista otro diálogo posible. “Los años suelen levantar una barrera de pudor entre padres e hijos. Eso pasa por lo físico, porque dejamos de tocarnos, pero también por lo profundo, porque dejamos de hablar, de desnudarnos”, dice Menéndez Salmón. El autor sospecha que su padre siempre temió convertirse en protagonista de uno de sus libros. “Él sabía que su vida era un nutriente literario de primer orden, pero que eso nunca iba a suceder mientras él viviera. En el fondo, hablar cuando estaba en vida hubiera matado este libro”. Escribió las primeras líneas convencido de que sería un relato sobre su progenitor. Terminó convertido en algo distinto: en un autoanálisis, en “un libro-espejo, una autobiografía intelectual y emocional del hijo”.

Cristina Fallarás (Zaragoza, 1968), que también relató en Honrarás a tu padre y a tu madre (Anagrama) la historia de su familia, mezcla de republicanos y nacionales, partía de una intención similar: ahondar en el pasado familiar para elucidar su presente. En la última página del libro, una frase desgarradora resumía por sí sola todo este proyecto literario: “El primer silencio que se combate es el íntimo, el familiar. Si ese permanece, y con él su cobardía, nada se puede hacer entre los hombres, nada de valor”. Fallarás también detecta la huella de la cultura franquista en este fenómeno. “Desde hace menos de una década se empezó a hablar en este país abiertamente de la dictadura. No tanto de la Guerra Civil como de la dictadura. Cuatro décadas de franquismo son muchos años de silencio y, por lo tanto, de dolor y de culpa, que es algo que se hereda”, asegura. Que los autores vinculados a esta tendencia pertenezcan al mismo grupo de edad no puede ser una simple casualidad. “Tras las dictaduras, suelen ser los nietos quienes acaban de ventilar esa herida. O sea, mi generación. La sociedad española no ha logrado ‘matar al padre’, o sea, exhumar a Franco, hasta hace un año. Para narrar tu historia íntima, la de tu familia, primero necesitas conocerla: los hechos autobiográficos, pero también sus circunstancias. Y de eso, en España, no se ha empezado a hablar hasta hace nada”, matiza Fallarás. La autora se distancia de la excusa del decoro social, tantas veces argüida. “No creo que sea un problema de pudor, sino de dolor”, dice. Su libro, como los demás, parece surgir de una necesidad personal, pero también de una obligación social, la de empezar a digerir ese pasado para que la siguiente generación no herede el mismo silencio.

Cristina Fallarás: «La sociedad española no ha matado al padre, o sea exhumado a Franco, hasta hace un año»

La generación que nació en democracia ve otras virtudes en esta variante de la escritura del yo. Galder Reguera (Bilbao, 1975) arranca Libro de familia (Seix Barral) con la Nochevieja previa a su nacimiento, cuando su padre falleció en un accidente de coche. “De pequeño tuve una relación muy problemática con su recuerdo. Era una molestia, distorsionaba mi vida. Si ese hombre no terminaba de morir, mi familia, la que encabezaban mi madre y mi padrastro, no podía existir”, afirma. Fue al tener hijos cuando entendió que ese hombre debió de amarlo, incluso sin llegar a conocerlo. “Los niños de mi generación que crecimos en una estructura familiar distinta al patrón clásico tuvimos que dar muchas explicaciones. En los últimos tiempos, el concepto de familia ha cambiado. Cuando aparece un contexto en el que puedes hablar serenamente de tu historia, lo aprovechas”, asegura Reguera.

En su relato sobresale un personaje abnegado y un tanto desdibujado: una madre insospechadamente fuerte que logró sacar adelante a la familia contra viento y marea. Lo mismo sucede en casi todos los ejemplos mencionados. Manuel Vilas, por ejemplo, procuró que la imagen mitológica del padre nunca eclipsara a la de la madre, que generacionalmente suele quedar en la sombra. “Quise igualar a las dos figuras. Eso sí me parecía urgente y una tarea literaria que tenía un deber moral: la madre es tan relevante como el padre. Cuando hablamos de ‘literatura del padre’, estamos abriendo un hueco, un silencio, al excluir la figura de la madre”, apunta. Para Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988), que también habló de sus progenitores en Cambiar de idea (Caballo de Troya), la crónica autobiográfica que escribió en pleno paso a la treintena, fue más sencillo introducir en el libro a su padre biológico, difuso y ausente, que a su madre. “A menudo, los padres son más fáciles de idealizar o imaginar, más literaturizables, porque nunca han estado tan presentes como las madres”, explica la autora. “En cambio, me resultó muy conflictivo incluir a mi madre en el libro y enfrentarme a su publicación sabiendo que ella lo leería. Sospechaba que le resultaría doloroso y me consta que así fue, aunque su lectura fuera muy generosa. Hoy recuerda más la intención del libro que los incidentes concretos que tuvo con él; es capaz de recordarlo como si fuera ficción. Mi madre pudo entender Cambiar de ideaporque es una buena lectora, y yo pude atreverme a escribirlo porque la sabía buena lectora”.

El nuevo pacto biográfico

En 1975, el francés Philippe Lejeune, eminencia de los estudios literarios, acuñó el término “pacto autobiográfico” para designar la transacción entre un escritor dispuesto a narrar su vida y sus lectores, según el cual estos tendrían derecho a exigirle toda la verdad y nada más que la verdad. Se oponía así al viejo “pacto novelesco” provocado por la suspensión voluntaria de la incredulidad que enunció Coleridge casi dos siglos atrás. La apertura de una tercera vía entre realidad y ficción, tan en boga en los últimos años, llevó a Manuel Alberca, catedrático de la Universidad de Málaga, a enunciar en 2007 un concepto intermedio: el “pacto ambiguo”.

La nueva literatura biográfica española se sigue situando en un terreno ambivalente, aunque su respeto a lo factual parezca innegociable a la hora de evocar la historia familiar. Su hibridación ya no pasa solo por alternar la biografía con las técnicas novelescas, sino también con la sociología, siguiendo el ejemplo de esa literatura del yo de raíz bourdieusiana que triunfa en Francia con Annie Ernaux, Didier Eribon o Édouard Louis. O, en una línea menos ideológica, la saga Mi lucha, que firmó Karl Ove Knausgård con el éxito conocido. En España existen ejemplos más o menos recientes, como ciertos libros de Ana María Matute (Demonios familiares), Soledad Puértolas (Con mi madre) o Javier Cercas (El monarca de las sombras), o bien el díptico formado por Padre y Madre que Angélica Liddell acaba de llevar al teatro. Pero este subgénero no ha tenido el mismo arraigo que en Latinoamérica, como demuestran nombres como Héctor Aguilar Camín, Blas Matamoro o Héctor Abad Faciolince, hasta llegar a Guadalupe Nettel o Sara Jaramillo Klinkert.

Mientras tanto, las librerías se llenan de otro tipo de híbridos: los ensayos sobre las relaciones paternofiliales, a medio camino entre lo biográfico y la autoayuda de gama alta, como demuestran volúmenes recientes como Daddy Issues (Alpha Decay), análisis de Katherine Angel sobre la figura del padre en la cultura contemporánea; El secreto del hijo (Anagrama), estudio sobre el desafío a la autoridad parental que firma el psicoanalista italiano Massimo Recalcati, o El gesto de Héctor (Taurus), repaso a la historia y actualidad de la figura del padre a cargo de su colega y compatriota Luigi Zoja.

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