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Uno de los monumentos más visitados de Tokio es la estatua de un perro, Hachiko, convertido en un símbolo nacional. Situada a la salida del metro de Shibuya, una estación mastodóndica junto al paso de cebra más concurrido del mundo, la escultura es un lugar donde quedar o hacerte fotos. De hecho, normalmente hay que esperar una fila considerable antes de poder sacar una imagen junto a este can, de la raza autóctona akita inu. El “perro fiel Hachiko” iba a buscar a su amo todos los días a la estación y, cuando su falleció, siguió haciéndolo durante diez años, en una muestra de lealtad venerada como un signo de fidelidad a las esencias del país. De hecho, la estatua fue inaugurada en 1934, con el perro todavía vivo y presente en la ceremonia.

Aunque la cultura japonesa, sobre todo gracias al éxito de la novela clásica de Natsume Soseki Soy un gato, se ha identificado muchas veces con los felinos, los perros gozan de un protagonismo cultural considerable, con un enorme poder simbólico como prueba el constante bullicio en torno a Hachiko. La editorial Satori acaba de publicar una antología de cuentos perrunos, prologada, traducida y anotada por Iván Díaz Sancho y María Lucía Correa Ortiz, El Japón de los perros, que no es solo una delicia literaria, sino también una interesante inmersión en la cultura nipona. Los perros que aparecen en estos relatos se alzan casi siempre como una metáfora del devenir histórico japonés, pero también como una eficaz representación del poder de la naturaleza y de las tensiones sociales nunca resueltas del país.

La tradición de la literatura canina se remonta a las fábulas clásicas y a las narraciones medievales. Tiene uno de sus máximos exponentes en Miguel de Cervantes y su Coloquio de los perros, una de las novelas ejemplares de la que existe una bellísima edición ilustrada en Gredos de la pintora Sofía Gandarias. Muchos narradores han escrito maravillosos libros protagonizados por perros, desde Jack London con su Llamada de lo salvaje o Colmillo Blanco, hasta Manuel Mujica Láinez con Cecil —una especie de autobiografía del autor de Bomarzo narrada por su perro— o Virginia Wolf en Flush, una novela en la que utiliza a un coker spaniel para describir el Londres victoriano. El último en incorporarse a esta milenaria tradición ha sido Arturo Pérez-Reverte con Los perros duros no bailan.

En algunos casos, la literatura recurre a los perros como metáfora para tratar de describir el mundo de los humanos —el ejemplo más antiguo y clásico son los cínicos de Diógenes, que consideraban que debíamos volver al orden natural y por eso se hacían llamar “la secta del perro”—. Otros autores, en cambio, quieren meterse en la cabeza de los animales, imaginando los pensamientos detrás de sus miradas inteligentes e inquisitivas. Los relatos recogidos en El Japón de los perros se enmarcan dentro de estas dos tradiciones, con algunas cumbres literarias como un impactante y violento cuento, inédito en castellano, del premio Nobel Kenzaburo Oé, en el que la historia de unos jóvenes que reciben el encargo de matar perros se convierte en un poderoso recordatorio de la violencia larvada en una sociedad, que no se ha recuperado de los traumas de su pasado.

El brutal cuento del Nobel Kenzaburo Oé es un recordatorio de la violencia larvada que pervive en el país del sol naciente

Los 11 relatos recogidos en el libro cubren casi dos siglos de literatura japonesa y siguen la historia de un país que pasó de estar totalmente aislado del mundo a convertirse en una cruel potencia imperial, para acabar siendo destruido durante la Segunda Guerra Mundial. Japón resucitó de sus cenizas transformado en una democracia y una potencia económica, en la que el peso de la tradición es a la vez un referente social ineludible y una losa que ancla muchas costumbres en el pasado. Todo eso se puede entrever en los relatos que componen este volumen que, como señalan los responsables de la edición, no ofrece ni mucho menos una visión idealizada del país, sino más bien todo lo contrario.

La escritora más joven de la antología, Yukiko Motoya, de 41 años, ofrece un relato perturbador, efectivamente ajeno a cualquier idealización, que resume dos de los grandes temas del libro: una naturaleza que se ciñe siempre como una amenaza, en un país que ha padecido numerosos terremotos destructivos, compatible con una respetuosa cercanía por el mundo natural, que entre otras cosas se traduce por una obsesión por las mascotas. Como explica el profesor Florentino Rodao, autor del libro La soledad del país vulnerable (Crítica), “en 2003 los animales domésticos pasaron a superar el número de jóvenes menores de 15 años y además de cumplir algunas de las necesidades de afecto que antes desempeñaban las familias, también satisfacen las de consumo”.

La lectura de este volumen puede completarse con dos maravillosos mangas de Takashi Murakami, el tristísimo El perro enamorado de las estrellas y el alegre y divertido ¡Kota, ven!, así como con el clásico Tierra de sueños, del gran Jiro Taniguchi, los tres editados por Ponent Mon. Narran, desde muy diferentes ángulos, las relaciones de distintas familias con sus perros y sirven para radiografiar una sociedad que canaliza emociones ocultas a través de los canes. Como El Japón de los perros, demuestran que un país, con todas sus contradicciones, matices y mochilas del pasado, puede relatarse a través de sus animales más humanos.

El japón de los perros. Varios autores. Traducción de Iván Díaz Sancho y María Lucía Correa Ortiz. Satori, 2020. 208 páginas. 18 euros.

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