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“Mi bisabuelo paterno, Johannes Matthias Karg, nació en 1767 en la ciudad alemana de Ratisbona (Baviera), y dirigió una plantación de algodón en Surinam, la antigua colonia de los Países Bajos en Sudamérica, con 195 esclavos. Tuvo tres hijos con Jacoba, una esclava, y en 1836 él pagó al dueño de la finca 300 florines por persona para liberarlos”. El árbol genealógico de María Karg, antropóloga holandesa, de 68 años, se formó así, pero lo ha completado hace poco. En su casa nunca se habló de ello, “y solo cuando consulté el Archivo Nacional de Surinam pude vislumbrar mi historia familiar”, dice. Digitalizado y accesible desde el pasado octubre a través de la web del Archivo Nacional de los Países Bajos, ha sido visitado ya medio millón de veces. Contiene los nombres de unas 80.000 personas registradas entre 1832 y 1863, fecha en que la metrópoli abolió la esclavitud.

La historia de María Karg muestra las repercusiones del implacable sistema que vertebró la sociedad colonial neerlandesa, y ella lo explica con claridad en conversación telefónica. Dice así: “El más joven de los tres hijos de Johannes Karg era mi abuelo, Gottlieb, casado con una mujer blanca con la que tuvo siete hijos. El benjamín era mi padre, Michel Carl, que había cumplido 60 años cuando yo nací”. Es hija del segundo matrimonio paterno, porque “cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, mi padre quiso regresar a Surinam, pero su primera esposa, holandesa, no le acompañó”. “En Suriman se casó luego con mi madre, que era negra, y cuando empecé a desentrañar el pasado pasé noches sin dormir. A la muerte de mis padres recogí su casa y encontré cajas enteras de libros sobre la esclavitud. Ellos nunca mencionaron el asunto”.

Los documentos de la esclavitud suponen ahora casi el 8% de las consultas totales del Archivo Nacional, “un dato que demuestra su utilidad, sobre todo en plena discusión del movimiento Black Lives Matter”, señala Coen van Galen, historiador de la universidad neerlandesa de Radbaud (Nimega), que ha trabajado en la digitalización junto con su colega Maurits Hassankhan, de la Universidad Anton de Kom (Surinam). La compraventa de los esclavos era una transacción y no se atribuían a un dueño o plantación con un nombre, pero en la versión digital aparecen con la fecha de nacimiento y sexo, además del nombre de la madre. El del padre no se incluía porque los hijos de esclavos eran propiedad del amo, mientras que los saltos de fechas indican que fueron adquiridos por otro patrón, o pasaron a ser una posesión privada.

Van Galen subraya que los nombres de los esclavos denotan el grado de deshumanización alcanzado, puesto que, para no repetirlos, “se ponían apelativos degradantes como Baboon (babuino) o Chagrijnig (gruñón)”. También destaca que las mujeres eran llamadas Charmantje (encantadora) o Amourette, delatando así su servidumbre sexual. Hasta la compra de la libertad tenía un lado trágico. “Por cada esclavo liberado, el que pagaba para sacarlo de allí debía comprar a otro. Con las familias, ocurría a menudo que quien liberaba a la suya debía sustituirla por otra, esclavizada en su lugar”, explica el historiador.

La esclavitud en Surinam apenas suscitó rechazo social en la metrópoli antes de la abolición, y según Van Galen hay varias explicaciones. Por un lado, “el estereotipo creado durante la Guerra de los 80 Años [Guerras de Flandes, 1568-1648], señala a España como el opresor, y unos neerlandeses heroicos a la vez que esclavistas no encajaban. Así que se prohíben los esclavos en el territorio nacional europeo, y se ignora su existencia fuera”. Luego llegan las guerras contra Napoleón, a finales del siglo XVIII, “y la pobreza que generan se compensa con los réditos de la esclavitud”. “Además, las plantaciones pertenecían a gente cercana al poder político, y se ha primado la versión del comercio con Europa para restarle importancia a un pasado que todavía no se explica bien”, asegura.

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