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Cuenca y playa. “Nací en Langreo de una forma casi circunstancial. Mi madre es de Tapia de Casariego, de Serantes, y mi padre de Oviedo, de San Esteban de las Cruces. Mi padre estuvo metido en un convento de niño durante bastantes años, y un buen día, ya más de mayorín, lo dejó y se fue a Langreo. Allí entró a trabajar en la mina. Y allí conoció a mi madre, porque su familia tenía un bar en El Entrego. Y nada: se casaron, me tuvieron y a los 8 años nos vinimos a vivir a Gijón. Hasta hoy. Llevo aquí 60 años. Claro, por eso cuando me dicen que si no soy langreano o tal tampoco sé qué decir. Soy langreano y la zona me tira porque tengo mucha familia en la zona, pero también debo ser serio y lo cierto es que apenas la conozco. Soy gijonudo, la verdad. A la ciudad nos vinimos por el trabajo de mi padre, que empezó a trabajar en La Camocha. Duró poco tiempo, lo prejubilaron al poco de llegar por enfermedad profesional. Murió con 54 años”.

Por la izquierda, los artistas Miguel Mingotes, Camín, Pelayo Ortega, Josefina Junco, Javier del Río, Amador Fernández, Reyes Díaz, Melquíades Álvarez, Antonio Suárez, Fernando Redruello, Julio Castaño y José Arias, en los noventa en Cornión.


El padre, fe y martillo. “Lo de mi padre y el convento era una cosa habitual entonces. En aquella época, ¿quién estudiaba? Era ese mundillo. Sus padres lo metieron en el convento de niño y la verdad es que no se hizo cura por un pelín, de repente decidió marchar. Pero hasta el día de su muerte casi todos sus amigos y la gente más cercana a mi padre eran curas y monjes.

Recuerdos de infancia. “Casi todos mis recuerdos de infancia ya son en Gijón. Tengo alguna imagen lejana de Sama –porque nací en Ciaño, pero mis padres se mudaron muy pronto a Sama–, como de las Escuelas Dorado, y de cuando hacíamos la leche de aquellos quesos americanos y todos los días había dos niños que tenían que revolver unos polvos para hacerlos. También recuerdo que mi tío tenía un taller de bicicletas y de motos en El Entrego. Mi padre colaboraba con él. Es un recuerdo bueno, pero también malo, porque me cayó una moto encima y me partió las piernas. Siendo muy pequeño. Y poco más, el resto de mis recuerdos ya son en Gijón”.

Por la izquierda, Isabel de la Rosa (su esposa), Orlando Valledor (sidrero), el artista Eduardo Arroyo, Amador Fernández y los artistas Ángel Antonio Rodríguez y Pelayo Ortega, en la sidrería El Cartero hace aproximadamente una década.


Una calle, una plaza. “Como al poco de mudarnos a Gijón ya nos fuimos de La Camocha a Contrueces, a los 9 años yo ya bajaba a mi instituto, en la plaza de Jovellanos, y lo hacía por la calle La Merced. Y en esta calle fue donde Eduardo Vigil tenía su librería Atalaya, y yo con 15 años empecé a trabajar para él. Iba a ser cosa de un verano, pero lo acabé alargando porque me fascinó este mundo. Luego es verdad que dejé el sector siete años para trabajar en una ingeniería, pero es que también estaba en la plaza, donde ahora hay oficinas de la Fundación de Cultura. Y después Vigil se jubiló y yo fundé Cornión en el mismo local de la Atalaya de la calle Merced. Toda mi vida fue en la misma calle y en la misma plaza”.

El referente. “Yo a la Atalaya solo iba a ayudar unos meses para hacer algo durante el verano. Pero es que fue imposible escapar. No había galería como tal, pero sí un altillo donde se hacían exposiciones de libros, fundamentalmente de libros prohibidos. Simone de Beauvoir, y tal. También revistas que no estaban permitidas por el régimen. De aquella casi todas las librerías hacíamos eso, teníamos clientes suscritos a publicaciones no autorizadas. Fue fascinante. Eduardo Vigil tenía una relación muy intensa con todos los artistas del momento, con Piñole, con Camín, con Navascués. También tuvo una relación estrecha con Evaristo Valle. De hecho, Antonio Suárez, Joaquín Rubio Camín y Vigil empezaron a pintar a la vez, solo que al final solo se mantuvieron en su línea los dos artistas. Por eso estoy aquí, por Eduardo Vigil. De no haber conocido a este señor no sé qué habría sido de mí. Seguramente habría hecho otra cosa. Ni me lo imagino. Por él también descubrí mi pasión por la montaña”.

El galerista, con Joaquín Rubio Camín en los años noventa.


Madera de ingeniero. “Antes de abrir Cornión y tras mi trabajo en Atalaya me formé como maestro industrial, tirando por la rama de delineación. Me fichó Idón y estuve con ellos siete años, y hacia al final me empezaron a mover. Me cedieron a Duro Felguera y a la central nuclear de Almaraz mis últimos tres años de trayectoria. Los seis primeros meses allí no trabajamos: nos centramos en un curso de americanos muy serio. Ocho horas al día durante seis meses. Éramos trece profesionales y estábamos aprendiendo a cómo soportar una tubería en una central nuclear, que no es lo mismo que soportarla en tu casa. Hay que tener en cuenta cualquier problema que pueda pasar para que la tubería aguante, ya sea un terremoto o una explosión, para que la avería no sea catastrófica. Pocos teníamos esa formación en aquella época. Cobraba muy bien”.

El salto: dimitir y abrir una librería. “Al final a los de Idón igual les hice la faena, porque Vigil me llamó, me dijo que se jubilaba, y yo cogí su local para montar la librería. Habrán pensado: macho, con lo que hemos gastado en ti… No sé si les he salido rentable. Pero es que el mundo del libro y del arte me llamó demasiado la atención desde el primer momento y no pude evitar volver. Decidí que me valía más ser cabeza de ratón que cola de león, no sé. Esto al final es mío, y entro y salgo cuando quiero. Trabajé más horas que nunca en Cornión y gané también menos que nunca. En la ingeniería cobraba, literalmente, diez veces más. Pero estoy muy orgulloso de haberlo hecho, era lo correcto”.

. Amador Fernández, con el artista Gonzalo Suárez en su galería en 2009.


Comienza la andadura de Cornión. “Dejé el trabajo, cogí el local de Vigil y monté Cornión. Abrió el 11 de mayo de 1981. Pese a mi vinculación a la Atalaya, preferí cambiar el nombre. Pero, ojo, Cornión es el nombre del macizo más occidental de los Picos de Europa, lo que antes era el Parque Nacional de la Montaña de Covadonga. Que es que hay gente que cree que es mi apellido, y no. Soy muy montañero y por eso elegí el nombre. Con unos amigos llegamos incluso a montar una pequeña editorial que se llama “Urrieles”, que es otro macizo de los Picos, el del Naranjo de Bulnes. Y Cornión fue bien, tardó unos seis años en arrancar, pero luego funcionó. Al principio trabajamos como burros tanto mi mujer como yo, y luego todo mejoró y pudimos tener empleados y compañeros para que nos ayudasen. En Navidad, que era la mejor época, llegamos a tener a ocho personas atendiendo a clientes en Cornión. No fue broma. De normal éramos tres o cuatro. Digo que no es broma porque no deja de ser este un mundo muy complicado, tanto en el arte como en la literatura. Son sectores minoritarios, lamentablemente”.

“Llegamos a ser ocho empleados en Cornión en épocas navideñas; no fue broma viendo lo minoritario del arte
y la literatura”


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Un retiro a medias. “Desde 2018 estoy, más bien, semijubilado. Cerramos la librería, porque no tenía sentido seguir con algo que mi hija no iba a querer continuar, y abrimos solo como galería. Y las cosas ya se hacen de otra manera, puedes cuidar más el mundo del arte y a los artistas. Puedo marcar mi ritmo, siempre estaré vinculado a esto de alguna u otra manera. Es verdad que el tema del covid no está fastidiando a todos, pero le estamos echando valor y aquí estamos. Lo lleva sobre todo mi mujer, y mi hija y yo colaboramos. Tenemos mucha ilusión con esto, pero es verdad que el mundo de las galerías de arte de tipo contemporáneo como la mía y las del resto de Gijón estamos en un momento complicado porque vivimos, básicamente, de la clase media. Y a la clase media se les ha dado un palo tremendo. Ojalá pudiese vivir de media docena de ricos –que alguno tengo que me viene a ver de vez en cuando y lo agradezco mucho–, pero no: vivimos del médico que está casado con una profesora, del ingeniero con la enfermera, de matrimonios que con el salario de ambos tienen una cosa curiosa y pueden gastar 2.000 o 3.000 euros al año en una pieza de arte. Y eso ahora mismo, complicado”.

La montaña. “Mi pasión por la montaña, decía antes, también me vino a los 15 años y por Eduardo Vigil, que también estaba en el club de Torrecerredo que yo acabé presidiendo. Siempre venían montañeros históricos a la librería y, claro, era inevitable que no me fuese a escapar un día con ellos. Y con el montañismo pasa lo siguiente: que un día te pones la mochila y, si te gusta, ya no te la quieres quitar nunca más. Lo dijo Pío XI, el Papa, que tiene una vía en Mont Blanc con su nombre porque era también muy montañero. Decía eso, que si quieres saber si te gusta o no el montañismo tenías que ponerte la mochila y, si al volver no te la querías quitar, significaba que eras montañero. Y es verdad. Hay muchos motivos que pueden animarte a esto. Por la aventura, por conocimiento geográfico, porque eres un enamorado de los paisajes, porque te interesan los árboles, por la naturaleza, por la fotografía… Con que coincidas con dos o tres cosas, ya te enganchas, ya estás metido en la montaña. Y luego lo único que querrás hacer después será patearla siempre que puedas”.

Amador Fernández, asomado al escaparate de su librería-galería. Ángel González


Las raíces de Cornión. “Dejé mi trabajo como ingeniero, cogí el local del librero Eduardo Vigil y monté Cornión en el mismo local de la calle de La Merced en el que yo había trabajado de crío, con 15 años, como ayudante. Abrí el 11 de mayo de 1981. Pese a mi vinculación a la Atalaya, preferí cambiar el nombre. Pero, ojo, Cornión es el nombre del macizo más occidental de los Picos de Europa, lo que antes era el Parque Nacional de la Montaña de Covadonga. Que es que hay gente que cree que es mi apellido, y no. Soy muy montañero y por eso elegí el nombre. Con unos amigos llegamos incluso a montar una pequeña editorial que se llama Urrieles, que es otro macizo de los Picos, el del Naranjo de Bulnes. Y Cornión fue bien, tardó unos seis años en arrancar, pero luego funcionó. Al principio trabajamos como burros tanto mi mujer como yo, y luego todo mejoró y pudimos tener empleados y compañeros para que nos ayudasen. En Navidad, que era la mejor época, llegamos a tener ocho personas atendiendo a clientes en Cornión. No fue broma. De normal éramos tres o cuatro. Digo que no es broma porque no deja de ser este un mundo muy complicado, tanto en el arte como en la literatura. Son sectores minoritarios, lamentablemente”.

El librero que bebió de artistas. “Desde el minuto uno fue librería y galería artística a la vez. De artistas, mi referente fundamental, además de Evaristo Valle, fue Nicanor Piñole, a quien sí conocí. Posé para él, fui varios días a su casa. Y luego me marcaron mucho Antonio Suárez y Joaquín Rubio Camín, a quienes considero claves. Se fueron por el mundo. Camín a Madrid y Suárez sobre todo a París, pero salieron de aquí. También tuve buena relación con Orlando Pelayo. Son muchos nombres”.

A mi mujer la vi un día en la montaña y desde entonces estamos juntos; somos como siameses, unidos por un cordón umbilical invisible


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Sobre Nicanor Piñole. “Era un hombre muy agradable, pero muy poco hablador e infinitamente tímido. Se ponía hasta colorado al hablar, pero era encantador, todo cariño. Posé para él, me pintó. Y me decía: ‘Tú haz lo que quieras, haz lo que quieras’. Él estaba acostumbrado a pintar en directo, que era su especialidad, igual que la de Evaristo Valle era lo contrario: ver la naturaleza y luego irse a casa a pintarla. Piñole no, Piñole tenía la casa llena de pitas y conejos, bichos que se movían constantemente, y él los pintaba así. Conmigo, lo mismo, me pedía que siguiese leyendo, que mirase hacia donde quisiese, que no posase. Y me decía: ‘A mí me gustan así, como tú, altinos’. Que, a ver, yo mido 1,70, pero es que él era pequeñín. (Ríe). Tengo tan buen recuerdo de él… Tenía cara como de manzana reineta, muy lisa. Era buena persona. Un tipo noble”.

El amor. “Conocí a mi mujer, Isabel de la Rosa, por la montaña. Yo empecé a vivir con 15 años, porque fue cuando comencé a colaborar con Vigil en la librería y cuando, gracias a él, me interesé por el montañismo. Y en una de esas excursiones nos conocimos. En realidad, somos casi siameses, unidos por un cordón umbilical invisible desde que nacimos. Ella, eso sí, es más joven que yo. Creo que tenía 17 y yo 21 cuando nos conocimos. Esto es importante, porque nos casamos cuando ella era menor de edad, porque por entonces era a los 21 años y justo ella tenía 20; entonces tuve que pedirle permiso a su padre y fuimos al Juzgado con varios amigos como para demostrar que yo era un chaval serio y que no pasaba nada si nos casábamos. Nos vimos un día en la montaña y desde entonces estamos juntos. Tenemos una hija”.

Amador Fernández, con algunas de sus obras, en su galería. Ángel González


Una herencia cultural perdida. “Siento que, respecto a mi generación, los jóvenes tienen menos interés por el mundo de los libros y del arte. Creo que galerías como la mía funcionan porque se basan en una generación de gente que está jubilada o a punto de jubilarse. Y está empezando a haber un problema grave con esto, porque sus hijos ahora no quieren heredar. Ni cuadros ni libros. Entienden que están heredando la cultura de sus padres y entienden que la de ellos es otra. Eso ocurre, y no sé. Podríamos ir ahora a un edificio e ir casa por casa diciendo: ‘Señora, ¿me deja ver sus libros?’. De verdad que en un portal de veinte vecinos tendrá biblioteca uno. La mayoría tenía antes la guía telefónica y ahora tiene la Biblia y un ‘Quijote’, por aquello de que es el libro español. Pero ya está. Y a mí eso me alucina. Conozco profesores que no tienen libros en casa, que estudiaron por apuntes y jamás vieron la necesidad de comprar un libro. Claro, mucho menos un cuadro”.

Coleccionista, pero sentimental. “Es imposible dedicarse a esto tantos años y no tener una colección. Pero yo no soy coleccionista, no me gusta, en el mismo sentido que no me gustan los bibliómanos. Los bibliófilos sí, porque son los que los leen. Pues con los cuadros, yo, lo mismo. No tengo muchos libros ni tanta cultura libresca como para tener una gran biblioteca, pero sí que igual tengo 300 cuadros. Y a lo mejor unos 2.000 libros. Los cuadros los tengo apilados, no puedo colgarlos todos. Y los tengo porque todos tienen su gracia, pero no porque tengan un valor comercial concreto. Nunca indagué cuál era la mejor obra de Pelayo Ortega en una época concreta para hacerme con ella, que es lo que hace el coleccionista. Yo, si iba a una exposición que me gustaba, me llevaba algo, o algún artista me regalaba un cuadro suyo en alguna colaboración, o se lo cambiaba por alguna cosa. Así que ahora yo puedo contar una historia concreta de todos mis cuadros. Y eso es lo valioso para mí”.

Un futuro sombrío para el pequeño comercio. “Amazon llegó y no se va a marchar a ninguna parte. Este tipo de grandes superficies no hacen solo daño a los libreros, nos hacen daño a todo el mundo. No voy a decir lo que siento exactamente, pero sí diré que un empleo en una gran superficie quita siete o diez puestos del pequeño comercio. Sales a la calle y lo ves, ves que el 30% o el 40% del comercio está cerrado. Oviedo, con esto, creo que lo sufrió más que Gijón. Oviedo era el centro comercial de Asturias hasta que abrió el Parque Principado y cerró la ciudad. La gente ahora va a Siero a comprar a una gran superficie, es así, y se nota. Y no es una pena solo por el romanticismo de ir a una librería y que el librero te recomiende un libro de pintura, o ir a por un bote de pintura y que el droguero te diga que eches dos manos. Es que esta nueva forma de consumir nos está aislando entre nosotros. A mí me da pena”.

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