Los retos de la neurotecnología en tiempos de inteligencia artificial

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Implantes para el aumento de capacidades sensoriales

En 2004, acabada de cumplir la mayoría de edad, Nathan Copeland sufrió un accidente de tráfico que le provocó una lesión en la médula espinal. Quedó tetrapléjico, y desde entonces es incapaz de valerse por sí mismo. Diez años después, el joven estadounidense decidió someterse a un insólito experimento llevado a cabo por científicos de la Universidad de Pittsburg: un implante cerebral con el que pensaban devolverle, al menos en parte, sus capacidades sensoriales. En concreto, le introdujeron unos microelectrodos en la corteza somatosensiorial y los conectaron con un dispositivo instalado a un brazo robótico. La estimulación de todo el sistema provocaba en el paciente una sensación similar al tacto. Por primera vez Nathan sentía lo que era palpar o presionar un objeto.

El joven tetrapléjico se sometió a un implante en el cerebro conectado a un brazo robótico

Los científicos explicaron entonces que la finalidad del experimento era la de devolverle las capacidades naturales de su cerebro, que intuían que se habían perdido, pero no olvidado, como consecuencia del accidente. El invento fue un éxito y permitió al joven tetrapléjico volver a sentir el tacto y la presión de cualquier objeto, incluso es capaz de sostener una pelota de golf, y todo ello con un brazo robótico que no está conectado a su antebrazo, sino directamente a su cerebro.

Nathan copeland, en las instalaciones del Instituto del Cerebro de la Universidad de Pittsburgh

Nathan copeland, en las instalaciones del Instituto del Cerebro de la Universidad de Pittsburgh


Foto cortesía de Nathan Copeland.

El propio Copeland nos explica el funcionamiento de su dispositivo: «cada electrodo penetra en la superficie de mi cerebro y es capaz de registrar la actividad de una neurona». Comenta que cada implante, cuyo nombre científico es de ‘matriz de Utah’ (o Utah Array como se denomina en inglés), tiene unos 100 electrodos, y que él es la primera persona en todo el mundo que los tiene ‘instalados’ en la corteza cerebral. «En concreto, puedo sentir las sensaciones en unos puntos específicos de mi mano, cuya ubicación dependerá de dónde se encuentran los electrodos que me procuran el estímulo. No es la misma sensación que tenía antes -apunta- pero para mi se ha convertido en una segunda realidad».

En 2004, el mismo año que Copeland padecía aquel fatídico accidente, un joven británico afincado en Estados Unidos, Neil Harbison, se hacía instalar una antena que le permite descifrar los colores invisibles como infrarrojos y ultravioletas, además de percibir imágenes, videos, música o llamadas telefónicas directamente en su cerebro desde aparatos externos, como teléfonos móviles o satélites. Estas intervenciones son conocidas como ‘biohacking’, y son objeto de tantos defensores como detractores. ¿Hasta qué punto es ético y seguro implantarse un dispositivo en el cerebro que pueda conectarse, y quizá controlarse, desde el exterior? ¿Podría suponer un perjuicio para nuestra integridad como personas? ¿Será el fin de la libertad de pensamiento libre?

Transmitir el pensamiento en la distancia

Hace seis años un equipo científico en el que participaba el neurólogo español Giulio Ruffini, director de la empresa tecnológica Starlab, consiguió transmitir un pensamiento a una persona situada a más de 7.000 kilómetros de distancia, los que separan Francia de la India. En otras palabras, era como reproducir información por telepatía. Uno de los sujetos pensó la palabra ‘hola’, y la transmitió en forma de pulsos eléctricos al receptor, quien interpretó el mensaje por el mismo procedimiento. En realidad, los individuos, que tenían los ojos vendados en el experimento, recibieron un código binario, que luego ‘interpretaron’ para descifrar su contenido. «Empleamos técnicas no invasivas para monitorizar la actividad cerebral en un sujeto de estudio y para manipularla en otro-. Explica Ruffini-. Se trataba de un experimento sencillo en el que el sujeto en cuestión imaginaba que movía las manos y los pies -. Después recogimos todas esas señales utilizando técnicas de análisis relacionadas con la inteligencia artificial (IA), transmitimos los resultados por Internet e ‘inyectamos’ las señales en el cerebro de otro sujeto receptor a través de la técnica TMS (Estimulación Magnética Trascraneal) robotizada”. Así consiguieron transmitir la palabra ‘hola’ entre dos sujetos, solo con el poder de la mente.

Los experimentos antes descritos son solo algunos ejemplos de las posibilidades que ofrece el campo de la neurotecnología. Grandes multinacionales, como Facebook, Google o Microsoft están invirtiendo cientos de millones de dólares en la investigación de este nuevo campo de estudio. Uno de los proyectos más mediáticos es el de Elon Musk – director ejecutivo de los vehículos eléctricos Tesla y de la compañía espacial privada SpaceX, que en 2020 consiguió por primera vez enviar una misión tripulada en colaboración con la NASA– fundó hace cuatro años Neuralink, una empresa de neurotecnología especializada en implantes cerebrales que ya trabaja en el desarrollo de un complejo sistema de microfibras que pueden aumentar nuestras capacidades neurológicas. Su intención última, según afirmó en su día el propio Musk, sería conseguir una integración completa con la inteligencia artificial, algo así como estar conectados permanentemente a robots inteligentes a través internet.

¿Dónde está el límite?

Cualquiera que descubra estos experimentos se hará esta pregunta. “Creo que no habrá límite – admite Ruffini- La ciencia nos ha demostrado que nuestras experiencias conscientes, pensamientos, emociones, están directamente asociadas a la actividad cerebral. El reto, apunta el experto, “es tecnológico, ya que el cerebro humano es muy complejo”. Aun así, considera, que ‘inyectar’ información en el cerebro de forma directa es tan solo uno de los múltiples desafíos que genera la tecnología.

La doctora Elena Muñoz Marrón es directora del Máster Universitario de Neuropsicología de la Universidad Oberta de Catalunya (UOC) y responsable de Cognitive NeuroLab, un laboratorio de investigación dedicado al estudio del potencial terapéutico que las técnicas de estimulación cerebral no invasivas tienen en el tratamiento de las enfermedades neurológicas, neuropsicológicas y psiquiátricas. Muñoz afirma que a día de hoy todavía no conocemos el alcance real de las tecnologías de las que disponemos, ni de las que surgirán en el futuro. “No sé cuál es el límite, pero creo que la neurotecnología no avanza tan rápido como parece. Queda mucho trabajo por hacer y hay que llevarlo a cabo con el rigor científico que merece. Eso sí, los avances no nos pueden pillar por sorpresa. Debemos estar preparados para afrontarlos de manera seria y ética”. Y he aquí la clave del problema, una nueva situación que no afecta únicamente a la neurotecnología, sino a prácticamente toda la investigación biomédica, y por extensión, a todo el campo de la medicina. En una era hiperconectada en la que cedemos, a veces sin saberlo, datos personales que resultan esenciales para nuestra integridad personal.

Nathan Copeland choca los nudillos de la mano robótica con el expresidente de Estados Unidos Barack Obama durante una visita a la Casa Blanca.

Nathan Copeland choca los nudillos de la mano robótica con el expresidente de Estados Unidos Barack Obama durante una visita a la Casa Blanca.


Foto: Corbis

¿Hasta qué punto avances tecnológicos como el de Nathan Copeland plantean cuestionamientos éticos? La rama de la ética que estudia estas cuestiones denomina bioética, disciplina de la que es especialista la doctora en derecho Itziar de Lecuona, subdirectora del Observatorio de Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona y Cátedra UNESCO de Bioética. “El paradigma digital necesita revisar los requisitos éticos y legales que acordamos en el modo analógico para generar y transferir conocimiento en entornos altamente digitalizados -razona la investigadora-. La explotación intensiva de datos personales es el sustrato. Es el oro de nuestro tiempo. Sin embargo -enfatiza- no es cierto que actualmente no existan mecanismos para preservar nuestros datos personales».

La especialista hace referencia al Libro Blanco sobre Inteligencia Artificial de la Unión Europea y al Reglamento General de Protección de Datos, que se aplica desde el año 2018. «Ya existen normas, decisiones políticas y procedimientos de trabajo. El quid de la cuestión radica en saber qué datos personales se solicitan de nosotros, cómo se van a tratar, quién tiene acceso y durante cuánto tiempo -explica de Lecuona- Y, especialmente, cómo se garantiza la no identificación de la persona. La inteligencia artificial, por ejemplo, se nutre de datos para desarrollar algoritmos que permitan mejorar la toma de decisiones. El acceso y el tratamiento de los datos personales debe hacerse de forma segura y de manera que se garantice su calidad. También nos enfrentamos a nuevos modelos de consentimiento informado, de forma que por defecto estamos en bases de datos para las que, si no queremos formar parte, existe el derecho a que se eliminen nuestros registros. Conviene entender que hemos dejado de ser anónimos para ser reidentificables, debido a la cantidad de información que liberamos y aquella que está almacenada en distintas bases de datos. El ciudadano debe retomar el control sobre sus datos».

Neuroderechos

Las dificultades para garantizar esos planteamientos éticos en un mundo cada vez más interconectado y dominado por la tecnología ha provocado una creciente preocupación en parte de la comunidad científica. Uno de los especialistas que ha abierto la caja de pandora ha sido el neurocientífico Rafael Yuste, catedrático en neurología por la Universidad de Columbia, quien reclama a los Gobiernos de todo el mundo que incluyan una nueva normativa que regule unos derechos de nuevo cuño denominados ‘neuroderechos’. Para ello, plantea dos enfoques: en primer lugar, una suerte de juramento tecnocrático que obligue a ingenieros, informáticos y otros especialistas del campo de la neurotecnología a seguir una serie de pautas. Además, aspira a que estas normas sean recogidas en la Declaración de Derechos Humanos, y que los Estados tengan la obligación de incorporarlos en sus respectivos ordenamientos jurídicos. En concreto, el equipo de Yuste baraja cinco categorías: identidad personal, libre albedrío, privacidad mental, acceso equitativo y protección contra sesgos, con las que proteger a los individuos de cualquier injerencia que ponga en peligro la esencia de la integridad personal.

Nathan Copeland, conectado a un brazo robótico

Nathan Copeland, conectado a un brazo robótico


Foto: cortesía de Nathan Copeland

“El principal problema que plantea la sociedad digital es el derivado de la pérdida de control que tenemos sobre nuestros propios datos. Reflexionar sobre estos avances desde el campo de la bioética tiene que ver con el valor que le damos al concepto de ser humano y dónde y cómo ponemos el límite- argumenta Itziar de Lecuona-. La tecnología nos lleva siempre a tomar decisiones. Ya ha pasado con la genética, y ahora está pasando con la inteligencia artificial y con la neurotecnología. Tenemos que reflexionar sobre cuestiones como la identidad, la libertad o el libre albedrío». No se trata únicamente de ir demasiado lejos, sino de valorar desde el punto de vista ético hasta dónde merece la pena llegar y asegurarse de los costes reales de implementar un avance tecnológico.

“La neurotecnología puede ayudarnos a estimular o potenciar nuestras capacidades, pero debemos tener cuidado en cómo, cuándo y con qué fin las empleamos, puesto que, en algunos casos, puede jugar en nuestra contra -explica la doctora Muñoz-. Si, por ejemplo, potencias una determinada habilidad o función cognitiva en una persona sin ninguna patología, es posible que se vea afectada alguna otra función. Por eso es esencial conocer el coste que tienen este tipo de actuaciones. Todo lo que atañe al individuo es muy complejo -advierte -, con lo que todo dependerá de cada caso». Nos pone un ejemplo. «Yo, en mi situación actual, creo, y digo creo, que no conectaría mi cerebro a ningún dispositivo externo, aunque dicha conexión me hiciera jugar mejor al tenis o ser más inteligente o tener que esforzarme menos para conseguir mis objetivos. Pero ¿y si me afectara una enfermedad neurológica que no me permitiera seguir siendo profesora ni investigadora, tuviera que dejar de jugar al tenis o no recordara el nombre de mis hijos?- se pregunta- Entonces seguro que me encantaría que la neurotecnología pudiera ayudarme. La potenciación del ser humano sano no me interesa, mi vocación es clínica”, apostilla.

«El quid de la cuestión radica en saber qué datos personales se solicitan de nosotros, cómo se van a tratar, quién tiene acceso y durante cuánto tiempo»- Itziar de Lecuona, experta en bioética

Itziar de Lecuona incide en un planteamiento similar. El avance del conocimiento científico y tecnológico, así como sus aplicaciones, explica, se debería orientar primero hacia fines terapéuticos. «La innovación siempre tiene que estar justificada y debe haber pruebas de que se maximizan los beneficios y minimizan los riesgos. El mercado ofrece dispositivos que pueden implantarse sin ninguna fiabilidad. Cualquier intervención implica unos riesgos. Por ejemplo, en el caso de llevar un microchip implantado que te permita abrir el teléfono con los ojos, ya hay terceros que controlan tu comportamiento. La intimidad se ve claramente amenazada», explica.

En este sentido, arguye, la sociedad digital nos obliga a revisar algunos planteamientos éticos propios del pasado: “antes tenía un dato: ahora tengo conjuntos de datos almacenados en bases de datos que correlacionar, antes era anónimo, ahora soy identificable”.

«El hackeo de cerebros sería una consecuencia devastadora». -Giulio Ruffini, neurólogo

Un cortafuegos neuronal

Para Giulio Ruffini, la neurotecnología nos permitiría evolucionar como seres humanos, podríamos habilitar y ampliar nuevos canales de comunicación interpersonal, quizás con otras especies. Pero para llegar a ello «deberíamos limitar el flujo de información, algo así como un firewall (cortafuegos) con una contraseña y o un sistema de encriptación que nos permita evitar la extracción de información (lo que conllevaría el fin de los secretos personales) o la implantación de pensamientos, deseos o emociones (lo que sería el fin del «yo»)».

“El hackeo de cerebros sería una consecuencia devastadora, tanto a nivel social como personal. Su aplicación negativa podría incluir en casos de tortura extrema, o un estado policial con control preventivo, al estilo de Minority Report, o absoluto, como los Borg de Star Treck,», razona el neurólogo.

El cuestionamiento sobre los límites a la tecnología no es nada nuevo, y cada descubrimiento científico de relevancia ha suscitado temores sobre los efectos adversos que conllevaría un posible uso inadecuado. El descubrimiento de la energía nuclear, los rayos X o la secuenciación del genoma humano son algunos ejemplos. Pero ahora, con un mundo cada vez más interconectado en el que la inteligencia artificial ya no es una utopía, ya no se trata solo de cuidarnos de nuestra integridad física, sino de preservar nuestro ‘yo’, aquello que nos hace únicos. La respuesta que demos a estos nuevos retos dependerá, como apunta Itziar de Lecuona, “del valor que le demos al ser humano”. Esa concepción debería ser lo suficientemente inclusiva como para garantizar que el hecho de que tu cerebro esté conectado a una máquina no suponga ningún riesgo para tu intimidad, para que todos podamos beneficiarnos de esas innovaciones sin que nuestra identidad personal corra peligro.

“Después de quedarme paralítico me sentía como una carga para quienes me rodeaban y pensaba que nunca podría contribuir a nada en esta vida” explica Nathan Copeland, a quien el experimento al que se sometió mejoró claramente las capacidades sensoriales. Además de sentir el tacto, explica, ahora puede controlar un brazo robótico y un cursor. Es capaz de dibujar e incluso ha vuelto a jugar a videojuegos, una de sus aficiones favoritas. “Espero que algún día esa tecnología se use para ayudar a mucha gente. Es difícil saber qué posibilidades nos depara el futuro, pero estoy deseando conocerlas”, concluye.



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