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Emmanuel Macron es un presidente omnipresente, que lo hace todo: jefe del Estado y, en la práctica, también del Gobierno. Es un dirigente que, en virtud del poder que le otorga la Constitución de la V República, ostenta responsabilidades que van desde apretar el botón nuclear a nombrar a los directores de los museos públicos o decidir si se construye un aeropuerto de provincias. A todas estas funciones, suma la de historiador en jefe. Él fija el relato nacional. Él se encarga de relatarlo a los franceses y al mundo. Él ha hecho de la historia y de la memoria un pilar de su política.

La semana pasada, en Ruanda, Macron admitió la “responsabilidad abrumadora” de Francia en el genocidio de 1994 en el que murieron unos 800.000 tutsis a manos de un régimen aliado de París. Unos días antes, el presidente conmemoraba con solemnidad el bicentenario de la muerte de Napoleón Bonaparte, uno de los personajes más celebrados y a la vez discutidos de la historia francesa. Al mismo tiempo, se ha embarcado un esfuerzo para “reconciliar las memorias” de la guerra de Argelia, que siguen dividendo a franceses y argelinos.

“Pienso que los franceses necesitan tener una mirada lúcida y desacomplejada [sobre su propio pasado]”, declara Macron en el último número de la revista Zadig. Pero precisó: “Lo mío no es el arrepentimiento”.

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Las palabras resumen una visión singular de la historia y de la memoria. El presidente de la República forjó esta visión entre los 21 y 23 años. Era un estudiante de Políticas y de Filosofía despierto y ambicioso. En sus ratos libres, trabajaba como secretario y archivista para Paul Ricoeur (1913-2005), uno de los últimos grandes filósofos europeos contemporáneos.

El filósofo se acercaba a los 90 años y preparaba su obra magna, La memoria, la historia, el olvido (editorial Trotta, en castellano). En la introducción, Ricoeur expresaba su gratitud a su ayudante. “Le debo una crítica pertinente de la escritura y de la puesta en forma del aparato crítico”, decía. Esta experiencia juvenil ha contribuido a la imagen de Macron como estadista-intelectual.

Ricoeur declaraba en el libro la necesidad de buscar una “memoria justa”. Y escribía: “Me perturba el espectáculo inquietante que ofrece el exceso de memoria por aquí, el exceso de olvido por allá, por no hablar de la influencia de las conmemoraciones y de los abusos de la memoria, y del olvido”.

El rastro de estas ideas impregna el discurso de Macron sobre Argelia o Ruanda. El informe que en enero presentó el historiador Benjamin Stora a Macron sobre Argelia está guiado por la búsqueda, precisamente, de la “justa memoria” de la que hablaba Ricoeur, un punto intermedio, según Stora, entre la repetición de las querellas pasadas y el olvido generalizado.

Macron considera que superar las heridas que dejó la guerra de independencia de Argelia entre 1954 y 1962 exige “reconocer” memorias a veces opuestas, “reconciliarlas” y enmarcarlas en un “relato común”. Hoy este relato no existe. Los argelinos de Argelia, los que emigraron a Francia y sus descendientes, los europeos que llevaban generaciones viviendo en la Argelia francesa y que tuvieron que marcharse tras la independencia: cada uno se cuenta a sí mismo una historia distinta sobre el conflicto y sus traumas.

Macron ha multiplicado los gestos. Ha reconocido el papel del Estado francés en el asesinato en 1957 del joven matemático Maurice Audin, militante por la independencia de Argelia. Y ha admitido que el abogado y dirigente nacionalista argelino Ali Boumendjel no se suicidó durante la guerra, como se intentó hacer creer entonces, sino que fue torturado y asesinado por las fuerzas francesas.

“En el trabajo sobre la historia y la memoria necesario para apaciguar las cosas y reencontrar un diálogo, se inspira en Ricoeur”, explica el historiador François Dosse, quien conoció bien tanto a Ricoeur como a Macron y es autor del ensayo Le philosophe et le président (El filósofo y el presidente). Fue él quien, a finales de los noventa, puso en contacto al futuro presidente, entonces alumno suyo en el Instituto de Ciencias Políticas, con el eminente filósofo, de quien había escrito una biografía.

Gloria imperial

Ricoeur dedicaba la parte final de La memoria, la historia, el olvido al “difícil perdón”, reflexionaba sobre la relación entre “don” y “perdón”, y daba vueltas a una cuestión: el perdón, ¿puede concederse sin que se haya pedido antes?

En el discurso de Macron el 27 de mayo en Kigali, la capital ruandesa, las huellas del viejo filósofo eran visibles. “Solo los que han atravesado la noche pueden perdonar, conceder el don de perdonarnos”, dijo Macron. No presentó excusas, ni pidió perdón abiertamente, pero sí de forma oblicua. Tampoco lo ha pedido a Argelia.

“Somos, los franceses, una sociedad histórica, un país del tiempo largo que avanza sin borrar, sin negar ni renegar, sino reinterpretando sin cesar, reconociendo, entendiendo”, decía el 5 de mayo, al conmemorar a Napoleón. Sus antecesores recientes habían evitado la conmemoración de un personaje que dio a Francia su último momento de verdadera gloria imperial y sentó las bases del Estado moderno, pero también dejó un rastro de destrucción y muerte en Europa y restableció la esclavitud. Macron exhortó a asumir a Napoleón en su integridad, lo bueno y lo malo.

“Cuando habla de Napoleón, retoma el discurso nacionalista del siglo XIX y tiende a instrumentalizar la historia para encarnar una especie de mito de la Francia eterna con héroes y heroínas”, critica Dosse. “Esto es una regresión absoluta: lo contrario de Ricoeur”.

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