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Es uno de los pintores esenciales, quizá el más destacado, del siglo XVII francés y sabemos que se formó en su región de nacimiento, Normandía, junto a un autor tardo-manierista, y más tarde en París. Dada su amistad con el poeta Giambattista Marino, Poussin viajó a Italia y se introdujo en la intelectualidad romana, conociendo al tiempo a los mecenas y protectores de las artes de esta ciudad, donde se estableció. Es probable que su éxito en vida radique en el rechazo del caravaggismo, que comenzaba a pasar entonces de moda, y en la adopción de la clasicidad de los maestros del Renacimiento, modernizados desde su moderado sentido barroco. Admirador de Giulio Romano y de Rafael, se dejó influir por Domenichino, y su estilo personal tuvo estrecha relación con su conocimiento de la antigüedad clásica -estudió textos, esculturas, bajorrelieves o ruinas arquitectónicas- y con su atenta observación de la naturaleza.

Tan versado estuvo Poussin en la cultura latina, que se le llegó a acusar de un exceso de intelectualidad, de “pintar con la cabeza”. Una de sus más celebradas escenas inspiradas en el pasado romano es El rapto de las sabinas (hacia 1633-1634), que le encargaría el embajador francés en Roma y recoge el legendario secuestro de estas mujeres por parte de Rómulo y de los primeros romanos, una escena habitual en la Historia del Arte.

Nicolás Poussin. El rapto de las sabinas, hacia 1633-1634. The Metropolitan Museum of Art, Nueva York
Nicolás Poussin. El rapto de las sabinas, hacia 1633-1634. The Metropolitan Museum of Art, Nueva York

El legendario fundador de Roma ordenaría el rapto de las hijas de un pueblo vecino, el de los sabinos, dada la escasez de población femenina en la ciudad que acababa de instituir. Hubo que emplear subterfugios y organizar una fiesta supuestamente en honor de Neptuno, a la que fueron invitados los vecinos; según el historiador Livio, las sabinas entablaron pronto buena relación con los romanos y el propio Rómulo se casó con una de las secuestradas, Hersilia. Romanos y sabinos terminarían haciendo las paces y aquel reinó al lado del rey sabino.

Lo encontramos, a Rómulo, de rojo y acompañado de sirvientes, observando la puesta en práctica de sus planes; las posturas relajadas de los tres contrastan hondamente con la violencia ante ellos. El monte Capitolino, más adelante centro del poder romano, se aprecia a lo lejos, pero su inclusión supone un anacronismo, como lo es todo el marco.

La joven de la izquierda, en azul, se resiste en vano mientras un soldado se la lleva y un niño pequeño contempla la escena desde el suelo: esta sabina en concreto es madre. Según los historiadores romanos, la única mujer casada secuestrada fue la citada Hersilia, que luego se convirtió en esposa del fundador; una vieja, además, contempla también la escena con aire suplicante y un padre, más a la derecha, trata de rescatar a su hija de las garras de un fuerte romano. La muchacha se agarra temerosa a la túnica del progenitor, mientras el atacante alza su puñal dispuesto a emplearlo.

Algo extraño ocurre, entretanto, en el centro del lienzo: un romano y una sabina parecen haberse aparejado felizmente. Como ellos, esta tragedia en apariencia brutal tendrá, según escribieron los historiadores romanos, un final feliz: la obra nos induce a creer que todo este sufrimiento es temporal y relativo.

Nicolás Poussin. Et in Arcadia Ego, 1638-1639. Museo del Louvre
Nicolás Poussin. Et in Arcadia Ego, 1638-1639. Museo del Louvre

Otro de los lienzos de Poussin marcados por su atención a la Roma clásica, y su anhelo de la belleza cultivada en aquella época, es Et in Arcadia Ego, también llamada Los pastores de la Arcadia (1638-1639).

Este lienzo muestra tres hombres y una mujer ante una tumba en un paisaje italiano; las palabras Et in Arcadia Ego están grabadas en la piedra, significan literalmente Yo también (estaba) en la Arcadia y las señalan dos de los hombres, mientras los otros miran sin decir nada. El texto es el centro tanto del lienzo como del interés del espectador y ha dado, evidentemente, origen a muchas reflexiones sobre el sentido último de la imagen.

La Arcadia, lo sabemos, aparece en la poesía clásica, renacentista y barroca (con todas ellas estaba familiarizado el pintor) como marco de aventuras eróticas: representaba el placer inocente y un mundo de ensueño en medio de una naturaleza abundante y plácida. Esa visión utópica ha ofrecido siempre una vía de evasión y una contrarrealidad, razón por la que la literatura pastoril incluía numerosas alusiones a los asuntos de cada momento.

Los tres jóvenes son pastores, como se aprecia en su indumentaria y sus bastones, y llevan coronas de laurel en la cabeza, como en la poesía pastoril, en la que dichos pastores compiten por hallar entre ellos al mejor cantor o poeta. El tema de los pastores rodeados de un paisaje idílico era, en realidad, muy popular entre los artistas y sus clientes. Una mujer los observa con actitud meditativa; no sabemos si se trata de una pastora o si su vestido y pose indican otra condición social: hay quien la ha identificado como la Muerte, o como el Destino, y han dicho que sería quien pronuncia las palabras de la inscripción. Para otros, esta pintura encierra otro tipo de mensaje misterioso.

La Arcadia, por cierto, es una región del Peloponeso, en Grecia, que la literatura convirtió en símbolo de paraíso bucólico donde reina la paz y los campesinos cuidan sus rebaños. Atendiendo a ese contexto, el significado de la inscripción estaría claro: la muerte, también en la Arcadia, está presente. No se conoce ninguna fuente clásica de ese lema, por lo que cabe pensar que data de la época de Poussin, y el mensaje podría ser de melancolía ante todas las cosas buenas que inevitablemente perderemos. Otra posibilidad es que la palabra “ego” se refiera a la persona en la tumba: Yo también estaba en la Arcadia cuando aún vivía, sentido que haría de la frase un mensaje póstumo en recuerdo de una vida feliz.

Dejamos de lado sus paisajes para terminar refiriéndonos a La Sagrada Familia en la escalinata (1648), en la que las figuras aparecen sentadas en una arquitectura austera y rigurosamente clásica, que también nos hace pensar en la antigua Roma. Este asunto lo cultivó varias veces Poussin, que como dijimos se mudó a Roma en 1624, pero siguió gozando de estima e influencia en su país y trabajó casi en exclusiva para coleccionistas que compartían sus inquietudes intelectuales. Esta obra en concreto la realizó para su compatriota Hennequin du Fresne.

Pese a su divulgación, en los Evangelios no hay nada que de pie a esta escena; puede que se basara en una leyenda medieval. Se decía que, al volver de Egipto, la Sagrada Familia se detuvo en el hogar de Isabel y su hijo; en aquella ocasión el que sería el Bautista supuestamente demostró ya la veneración que Jesús le inspiraba.

A la izquierda vemos a Isabel y su hijo de corta edad, Juan el Bautista, que alzan los ojos para mirar a María, con el rostro iluminado, y a Jesús. José está sentado a la derecha.

Como en las pinturas de Poussin siempre hay que buscar símbolos, el mensaje quizá en este caso es que ella, María es la escalera que lleva al cielo. La Virgen y el Niño, las figuras de mayor rango en este grupo santo, son también el ápice de una pirámide y se ha señalado, además, que la mirada ausente de la Virgen la separaría de los simples mortales.

La de José es la única figura no iluminada en absoluto: aparece sentado aparte del resto del grupo, a la vez presente y ausente, y por su acción parece un arquitecto más que un carpintero.

No hay, en este lienzo, ningún detalle plenamente decorativo: es probable que la cesta de manzanas aluda al pecado original de Adán y Eva, del que Cristo ha venido a salvar a la humanidad. El ademán del Niño, de aceptar el fruto que Juan le ofrece, indicaría que acepta esa misión.

Nicolás Poussin. La Sagrada Familia en la escalinata, 1648. The Cleveland Museum of Art
Nicolás Poussin. La Sagrada Familia en la escalinata, 1648. The Cleveland Museum of Art

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