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Desde hace más o menos treinta y tres años, la edad de Cristo en la cruz, Salman Rushdie se había convertido para su desgracia en un personaje de novela, concretamente de una novela de Salman Rushdie. El narrador todopoderoso, creador de ángeles y demonios que caen volando desde los cielos, contempló aterrado cómo el maleficio de la palabra escrita volvía para alcanzarlo y convertir su vida en un infierno. De repente, tras la publicación de Los versos satánicos, su rostro estaba en todos los periódicos y telediarios del mundo, su nombre maldecido entre los creyentes, su cabeza reclamada por legiones de fanáticos. Decía Borges que la fama siempre es un malentendido, quizá el peor, una boutade que nadie podría suscribir con más derecho que Salman Rushdie. Nunca sabremos qué molestó realmente al ayatolá Jomeini, si la acusación de blasfemia implícita en la idea de que, al redactar el Corán inspirado por el arcángel Gabriel, Mahoma habría mezclado sin querer los versos satánicos con los divinos, o la descripción que hace Rushdie en uno de los capítulos del propio Jomeini, un anciano agrio y ceñudo exiliado en París años antes de su regreso triunfal a Teherán.

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