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El miedo es un armario abierto, una rendija apenas, y la voz que se apaga en la garganta, el pulpo que va palpando el túnel con tentáculos torpes, el grito que no llega, que se queda atrapado en el fondo del pozo y no logra turbar el sueño de los padres. El miedo es un patio de colegio que debes atravesar de incógnito y deprisa. El miedo es no reconocer apenas el rostro en el espejo, el futuro que llega con aspecto cansado y los primeros muertos. El miedo es la tos terca del hijo aferrada a la noche, su cuerpo diminuto, cada vez más pequeño, cada vez más borroso, casi invisible ya en tus brazos. El miedo es el terror, ese que no conoces, miedo a ser torturado, a las bombas que caen desde un cielo de plástico y metal transparente. El miedo es un padre rodeado de cables como tentáculos que brotan del centro más oscuro de lo oscuro, es su voz que no encuentra salida al laberinto que comunica el salón de su casa con la noche amarilla de hospital. El miedo guía tu mano torpe, la mano que sostiene el sexo ya nunca mítico del padre, los dedos que obedecen con desgana y agarran la botella con orina y coágulos, hilos sangrientos que flotan como amebas, fragmentos ya de una hostil escritura extraterrestre. El miedo eres tú, tu pelo cano, los tentáculos que te conectan al pulpo, entre vías y cables, en el pasillo que lleva del cuarto de los padres a la noche azul plomo de hospital. Y el olor de la orina, y la máquina contando sin piedad tus latidos, y tus ojos que observan, sin que puedas apartar la mirada, la vieja rendija que se abre hasta tragar el mundo, el armario que siempre estuvo ahí.
(De El territorio blanco, 2022)
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