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Aunque silenciado en buena medida, como todo, por la urgencia de la pandemia, vuelve el debate sobre cómo combatir las ideologías del odio, de la exclusión del diferente, si no simplemente del otro. Y claro, el terreno de juego preferente es la educación, por más que haya que subrayar también el papel de los medios de comunicación y de las redes sociales.

Se diría que hemos aprendido muy poco sobre los desafíos que comporta la gestión de la convivencia en sociedades abiertas, es decir, plurales y libres. Quizá porque el modelo más profundo de sociedad abierta, el que explicó Bergson, ha recibido menos atención que el más prágmático –y a mi juicio, limitado– propuesto por Popper, o incluso el articulado por Rawls. Ambos, encajados en el molde –noble, pero estrecho– de la democracia liberal, postulan una ‘neutralidad ante las diferentes ideas de bien’que se resuelve en el mejor de los casos en un ‘consenso por superposición’ entre los universos de valores concurrentes.

Sucede que, como se ha advertido por los críticos de ese modelo ideal, tal neutralidad es un postulado tan redondo desde el punto de vista abstracto como de imposible cumplimiento en el mundo prosaico de los hechos. Son bien conocidas las tesis que, desde muy diferentes perspectivas (pongo por caso las sostenidas por Benhabib o Young, pasando por Fraser y Honneth), subrayan el déficit que aqueja a las manifestaciones de ese ‘universalismo abstracto’, al que apelaría la tradición de la democracia liberal, muy atenta a la libre expresión de la pluralidad, pero mucho menos, si no apenas nada, a la inclusión, a la igualdad de trato de los diferentes. El precio de esa neutralidad, a fin de cuentas, ha sido sacrificar la necesidad del reconocimiento igualitario, inclusivo, de los agentes de la diversidad, desde la primacía de un consenso o acuerdo general que, en realidad, ocultaba en tantos casos un proyecto de homogeneidad impuesta, al servicio de un grupo dominante que proyecta sus propios valores e intereses como universales, al tiempo que se sirve de ellos para maquillar la desigualdad real y los procesos de exclusión e invisibilización de los otros.

Pero la función de legitimación que desempeñaba ese espejismo de homogeneidad se hace añicos precisamente en la medida en que la visibilidad de la diversidad social se torna imparable. Nuestras sociedades se transforman cada vez más en escenarios de una diversidad cultural que hace realidad el pronóstico de Tagore, aunque sea en un sentido diferente al que él mismo propuso: “an unequal world, in which the few are more than the many”. Hay casi unanimidad en subrayar que vivimos el fin del sueño benestarista de sociedades definidas por el colchón mayoritario de la clase media, que disimula la brecha de la desigualdad y daba pie a sostener la existencia de un amplio consenso social. La nueva pluralidad contribuye a dejar al descubierto que la promesa del liberalismo económico, según la cual la mano invisible del mercado produciría el milagro de un progreso social mayoritariamente compartido, es una ilusión. Las nuestras son cada vez más sociedades desiguales en las que la ficción de una mayoría social homogénea en términos culturales, económicos, sociales, queda al desnudo y más bien aumenta la masa del precariado, en la que ha caído buena parte de la antigua clase media y que se incrementa con quienes pertenecen a grupos minoritarios desfavorecidos, marginados y en gran medida hasta ahora, invisibilizados. Todos ellos, excluidos de los pregonados beneficios del mercado. La concordia discors soñada por el liberalismo se torna en coexistencia fría, y en no pocos casos, sin techo, sin abrigo.

Si ese consenso mayoritario se ha fragmentado, la cuestión es qué valores pueden aspirar a encarnar el vínculo social, el cemento de la convivencia, en las sociedades de los pocos. O, en otros términos, cómo y por qué podemos decidir los sistemas de valores que deben ser descartados (si es el caso; como se verá, yo creo que sí), cuáles otros deben ser admitidos o reconocidos, e incluso si alguno debe ser promocionado en particular.

Esa es una tarea cada vez más urgente. Lo es, sobre todo, porque hoy, en la Unión Europea y en España, entre las concepciones del mundo y sistemas de valores que pugnan no sólo por reconocimiento, sino también por alcanzar la posición social y política hegemónica, como recordaba al inicio de estas líneas, abundan las que difunden discursos de exclusión, vehículos de xenofobia y racismo y, aún peor, de odio hacia los diferentes. Son visiones del mundo propias de quienes profesan los valores del fundamentalismo, cuyo enemigo común es la pluralidad misma, presentada como disolvente social de la vieja y supuestamente buena unidad, una característica del pensamiento no ya conservador, sino reaccionario, siempre nostálgico de los buenos tiempos. En ese rebrote del fundamentalismo se unen corrientes muy distintas e incluso contrapuestas, por ejemplo, las que se reclaman de concepciones religiosas dogmáticas, entre las que cabe incluir las corrientes más conocidas del fundamentalismo islámico (salafismo, wahabismo, yihadismo), pero también al integrismo nacionalcatólico, al fundamentalismo evangelista y a quienes consideran, con lógica asimismo fundamentalista, el judaísmo teocrático como pieza clave del sionismo fundamentalista, que identifica cualquier crítica al Estado y a los gobiernos de Israel como antisemitismo. Desde luego, también los fundamentalismos de inspiración etnocultural, de la lógica tribal, entre los que sobresalen diferentes versiones del nacionalismo.

La cuestión más urgente es, por tanto, la de los valores a descartar, esto es, si podemos excluir la difusión de esos que yo no llamaría valores, sino más bien valores negativos o auténticos disvalores propios de tales concepciones fundamentalistas, en el ámbito de la escuela y de la comunicación (prensa y redes), sin que suponga merma para el principio guía sin el cual no puede existir una sociedad abierta, es decir, la libertad y en particular, la libertad de conciencia y la libertad de expresión. Mi respuesta es claramente afirmativa, porque esos sistemas de valores son incompatibles con el debido reconocimiento a la libertad, en particular a la igual libertad de los otros, que es el primer valor de la convivencia democrática.

Más difícil es la cuestión de si podemos y debemos imponer en la escuela pública determinados valores. ¿Cuáles? ¿Por qué? En Francia, cuna de la política de laicidad, se han encontrado con un replanteamiento del debate a la hora de enfrentarse con la amenaza del terrorismo yihadista, vinculado a concepciones fundamentalistas del Islam. El presidente Macron propone cercarlas y prohibirlas, al entender que su existencia es una amenaza de ‘secesión de la República’, un desafío que no puede tolerar. Por el contrario, propone una suerte de regalismo islámico, esto es, determinar que sólo puedan ejercer como imanes quienes tengan formación y lealtad republicanas: véase su propio testimonio en la carta dirigida al Financial Times. Las críticas, en nombre no sólo del principio de separación entre iglesias y Estado, constitutivo del modelo republicano francés desde la ley de laicidad de 1905, sino también por la estigmatización de los musulmanes franceses del Islam francés y europeo, sobre el que se lanza la sospecha de incompatibilidad con la concepción republicana, no se han hecho esperar, por no hablar de la duras respuestas desde el ámbito islamista, de la que son prueba, por ejemplo, los alegatos del guía de los Hermanos Musulmanes en Europa, Ibrahim Mounir.

Pero, ¿cuál es el cemento republicano, cuáles son los valores y principios en los que consiste el vínculo republicano y que habría que promover, en los que habría que educar? ¿Es en verdad un modelo tan radicalmente distinto del propio del romanticismo historicista, que hace reposar ese vínculo en la identidad, expresada a través de valores y prácticas sociales –mores–, transmitidas secularmente en el seno de una comunidad nacional o etnocultural en la que nos reconocemos los nosotros que constituimos el pueblo? A mi juicio, no. Rotundamente, no. Por supuesto, no cabe prescindir de la historia común a la hora de explicar esa comunidad e identificar sus valores ideosincréticos. Pero esa no es la concepción democrática, republicana.

Creo que la pista se encuentra en el modelo republicano propuesto ya por Cicerón cuando define en un conocido texto de su De Republica (I, 39) qué constituye a un pueblo como sujeto político, distinto de la mera multitud: “…coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione sociatus«. Esto es, la conjunción de dos elementos, un acuerdo o consenso jurídico y una asociación en intereses comunes. La clave, para la cuestión que nos interesa (educar, ¿en qué valores?) está a mi juicio en el primero, el vínculo jurídico, el consensus iuris, que es la igualdad de derechos y deberes de los ciudadanos que garantiza el objetivo de bien común. La multitud se transforma en pueblo gracias a esa comunidad de Derecho, una idea que, inspirada en la noción de gobierno de las leyes, llegará al republicanismo del XVIII. No hay pueblo si no existe comunidad de Derecho, esto es, insisto, isonomía e isocracia de los ciudadanos que lo constituyen, basadas en principios jurídicos comunes y vinculantes. Es esa comunidad de Derecho como sociedad de ciudadanos libres e iguales la que nos permite gobernar democráticamente la diversidad. La idea de egalibertad es, pues, capital.

Volvamos a la cuestión: ¿Qué valores, qué principios hay que enseñar en la escuela pública como vía para crear vínculo social, ciudadanos? Mi respuesta es que, en sociedades abiertas, democráticas, hay que optar por lo que llamamos política de laicidad, es decir, el proyecto de construcción de una democracia laica. Diré más: si aceptamos que el mayor desafío de las democracias en el siglo XXI es el reconocimiento y garantía de los principios de pluralismo e inclusión, la reflexión sobre la laicidad como condición de la democracia es tarea no sólo imprescindible sino, además, urgente. Porque, tal y como propone el profesor Rodríguez Uribes en su ensayo Elogio de la laicidad, cuya lectura me parece particularmente recomendable para nuestra situación, esa política de laicidad es mucho más que la separación entre Estado e iglesia(s), como solución a las relaciones entre las ideas de bien que nos proponen las religiones, en particular las religiones del libro, tal y como articulan de modo disciplinado sus iglesias. Estas, en efecto, aspiran a gobernar la vida de sus fieles (no sólo su privacidad; su vida en común), de donde la dificultad del lema de Cristo (“dad al César…”) y de ello es prueba la resistencia histórica ofrecida por las principales iglesias a la modernidad y a la democracia tomadas en serio, esto es, como orden autónomo de vida en común, basado en el Derecho, no en una tradición religiosa. La política de laicidad, sostiene Rodríguez Uribes, es indispensable para la democracia, porque es el antídoto frente al monismo de valores, la pretensión de posesión de la verdad (sólo asequible a los que poseen una fe y éstos gracias a la obediencia al magisterio de su clero), que inevitablemente deviene en fanatismo. Si se me permite el símil, la política de laicidad es la vacuna contra el virus del fanatismo. Es así, porque el proyecto político de laicidad significa sobre todo el mandato del respeto a la autonomía y libertad del otro, el reconocimiento de que nadie está en posesión de la verdad, ni tiene derecho preferente a decidir sobre el marco común de convivencia, cuya definición ha de ser objeto de participación de todos, sin exclusiones. Por el contrario, la ausencia de laicidad es antesala del fanatismo, de la exclusión del otro, de esa alternativa inaceptable de pensar al otro como esclavo a someter, o como enemigo a eliminar.

Este planteamiento nos ayuda a entender el error de base que, a mi juicio, subyace a la muy difundida propuesta de que la escuela pública debe “educar en valores”. En una sociedad tan plural como la nuestra es evidente que no sólo es que todos tenemos nuestra concepción de valores, sino que son distintos, e incluso contrapuestos. Llevar esa disputa a la escuela pública es, a mi juicio, un error: en cuanto alcancen el gobierno partidos con valores contrapuestos a los que promovía el gobierno anterior, habrá una operación de borrado y reescritura. Así no hay escuela pública que aguante. La escuela pública debe educar en la autonomía, en el espíritu crítico, en la capacidad de decidir por uno mismo. Para eso existe la ética, que debería ser una asignatura obligatoria, a mi juicio, en la ESO, y sobre ello he insistido recientemente en diferentes escenarios públicos. También desde aquí, desde las páginas de infoLibre. Pero, si se trata de ayudar a entender sobre qué valores construir la convivencia, desde una política de laicidad, está claro que los valores a garantizar y promover, a enseñar (que es algo distinto de adoctrinar, inculcar) son otra cosa.

Hablo de educar en dos tipos de principios –no me importa que se diga en valores, si se prefiere–: de un lado, los del consenso de la propia comunidad de Derecho, los principios y valores jurídico-constitucionales, definidos en la Constitución. Son los que mayoritariamente nos hemos dado a nosotros mismos en el pacto constituyente, que aprobamos por amplia mayoría. Siempre que entendamos que no están grabados de forma indeleble en piedra, es decir, que no son sagrados: se pueden modificar. Y, de otro lado, los del consenso de la comunidad de Derecho de orden cosmopolita, de aspiración universal, los derechos humanos, sobre cuyo carácter común obran como testimonio los instrumentos internacionales normativos del Derecho internacional de los derechos humanos, lo que no impide que podamos debatir sobre su catálogo, jerarquía e interpretación, sobre sus conflictos, desde la aceptación de que no todas nuestras expectativas y aspiraciones pueden ser considerados tales derechos y, además, que ninguno de ellos es absoluto porque la garantía de los míos ha de conjugarse con el respeto a los de los otros.

A mi juicio, ninguna otra pretensión de valor tiene legitimidad para ser transmitida en la escuela pública. Dejemos de hablar de tan abstractos y difusos valores y apliquémonos a aprender la cultura de los principios jurídico-constitucionales y de los derechos humanos. Por tanto, sí: eduquemos en derechos humanos, no para memorizar preceptos, sino para aprender cómo usar los derechos, cómo defenderlos y cómo respetar en concreto los derechos del otro. En suma, para vacunarnos contra el virus del fundamentalismo, contra la negación de la libertad.

Javier de Lucas

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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