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Vivimos en un mundo rodeados de elementos, objetos y formas que aparecen ante nosotros y nos generan una inmensa variedad de estímulos. Uno de los más importantes es el color, que nos ayuda a distinguir los diversos componentes del entorno y nos da información imprescindible sobre ellos. Pero ¿qué determina el rango de colores que somos capaces de ver?
Los responsables de que veamos unos colores u otros son las células fotoreceptoras llamadas “conos” que, evidentemente, se encuentran en los ojos. Los mamíferos, por ejemplo, únicamente tienen dos fotoreceptores en sus retinas, cosa que los convierte en dicrómatas y que hace que su visión sea más limitada. Los humanos, en cambio, hemos evolucionado hasta convertirnos en tricrómatas y por lo tanto, somos capaces de distinguir tres colores distintos.
En los conos existen distintos tipos de proteínas que son fotosensibles (es decir, capaces de absorber la luz) a distintas longitudes de onda. Los conos S son sensibles a la longitud de onda corta, los conos M a la media y los conos L a la larga. Estos corresponden los colores azul, verde y rojo respectivamente.
La aparición de este tercer fotoreceptor se debió a una pequeña mutación en nuestro ADN que nos permitió detectar longitudes de onda más allá del verde. Sin duda, esto supuso uno de los mayores hitos en nuestra historia evolutiva. Permitió a nuestros ancestros primates escoger frutas de color rojo entre el follaje y evitar animales tóxicos, además de ampliar mucho las nuevas formas de señalización social. Tenemos el ejemplo de los mandriles, con marcas de un rojo intenso en la cara y en el trasero, que indican su posición jerárquica en el grupo.
La percepción del rojo ha evolucionado con nosotros asociándose a hechos y experiencias importantes: es el color de la fruta madura, de la cara de ira, del poder dentro de un grupo y de la excitación sexual. Así, asociamos el rojo con la supervivencia, en muchas de sus facetas, y por ello es un color que nunca nos podrá dejar indiferentes.
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