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Al mismo tiempo que se revela la convicción de los legisladores de reconocerle y facilitarle su derecho al voto a los salvadoreños en el exterior, se informa sobre un pliego de reformas que el Tribunal Supremo Electoral evalúa como insumo para los diputados. Las reformas incluyen que las juntas receptoras de votos sean no partidarias, que los ciudadanos no puedan firmar la petición de formación de distintos partidos políticos, que se regule la campaña política en redes sociales, que la cuota de género entre los candidatos a diputados incluya un equilibrio entre propietarios y suplentes, así como darle al Tribunal un mayor grado de intervención en las elecciones internas y en el resguardo del padrón de los partidos.

Como colofón a estas ideas, llama la atención que los magistrados del Tribunal Supremo Electoral incluyan la discusión sobre el transfuguismo y la posibilidad de que, previa reforma de Ley, cualquier persona que haya competido anteriormente por un cargo de elección popular así como los que ya fueron funcionarios electos puedan cambiarse de partido político sin ser sancionados.

Ninguna ley está escrita en piedra; con independencia de si la democracia es vacilante y joven como la salvadoreña o de viejo cuño y tan cultivada que parece fundida con el tejido social al que regula, los marcos normativos deben ser lo más congruentes posibles con las necesidades y realidades de la economía, la convivencia, el desarrollo tecnológico o la transformación de los usos y hábitos culturales. En cuanto herramienta política, la mera discusión de las leyes es parte del proceso histórico de cualquier comunidad, al mismo tiempo herramienta y consecuencia, expresión y método.

Por eso, ayer se sostenía en este espacio que permitirle votar a la ingente porción de la nación salvadoreña que radica en el extranjero es un acto de elemental justicia que, si bien se ha retrasado por una mezcla de imposibilidades técnicas y falta de voluntad de los administradores del Estado, llega en el momento oportuno. La participación de esos ciudadanos en política es cada vez más palpable, su intervención en algunas áreas de la economía, la cultura y el deporte no es casual, y su fuerza puja desde hace años por vehículos que les representen en el plano político, por herramientas a través de las cuales canalizar y orientar positivamente sus ansiedades e ideas. Ese es un buen ejemplo de una actualización de la ley al servicio de las necesidades que la realidad arroja, que el proceso de un pueblo demanda.

Regular la campaña partidaria en redes sociales, despartidizar las juntas receptoras y brindar al Tribunal Supremo Electoral un rol protagónico en internas y procesos de democratización de los institutos políticos también es razonable, lo primero se ha tardado un poco y lo segundo se ha tardado décadas.

Diametralmente opuesto es la discusión sobre el transfuguismo. La precariedad del espectro político, la fuga de funcionarios antes en ARENA o el FMLN a las filas del oficialismo, la repetición de una suerte de guion con la que justifican esa migración, la eventual separación de caminos entre Nuevas Ideas y GANA en lo que al plano de las campañas municipal y legislativa respecta, todo sostiene la necesidad de conjurar el transfuguismo, no a levantar esas prohibiciones. Ya sea que los ciudadanos elijan a distintas fuerzas políticas y a sus candidatos creyendo que con su ascenso a ciertas posiciones pueden equilibrar, balancear o directamente ponerle cortapisas a la acumulación de poder, a la corrupción o al clientelismo, o bien que estén de acuerdo en que una sola fuerza concentre la administración de toda la institucionalidad, deben gozar de garantías extras acerca de las motivaciones y ética de los participantes.

Ideas como esa parecen rendir servicio a minorías interesadas en cierta configuración electoral más que al grueso de la nación. En casos como este, la discusión debe ser lo más pública posible y la argumentación tendrá que sostenerse sobre bases claras y atendiendo a los riesgos de la coyuntura, insoslayables en el trance por el que atraviesa la democracia en El Salvador.

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