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Mi padre dice que mi primera palabra fue “Pirri”, que antes de caminar ya saltaba por el pasillo imitando a Santillana y que cuando me llevó al Carlos Tartiere a ver un Oviedo-Real Madrid me pasé el partido berreando porque no jugaba Juanito. Mi pasión madridista ha tenido altibajos, mi devoción por el fútbol jamás; lo puntualizo para que no parezca que escribo desde el desprecio, escribo desde el sofá en el que he llorado por un gol de Benzemá y desde el que vería todos los partidos del Mundial que no me contraprogramase el horario laboral.

A Qatar 2022 me lo contraprograman las cifras de la vergüenza: miles de trabajadores muertos en los últimos años en un país que blanquea su totalitarismo a golpe de sobornos millonarios. No son rumores, son datos de The Guardian.

No hay lugar para la sorpresa, está organizado por esa red mafiosa sobre cuyas sombras echa luz el documental de Netflix Los entresijos de la FIFA; un chiringuito siempre dispuesto a favorecer al lado oscuro, ya sea la Italia de Mussolini, la España de Franco o la Argentina de Videla. En el 78, a pocas calles del estadio Monumental, los goles de Kempes silenciaban los gritos de los torturados en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada.

En 2022, otros goles silenciarán los gritos de las mujeres, los homosexuales, la mano de obra esclava. Esta vez no podemos alegar desinformación para justificar nuestra complicidad. Negarse a ver el Mundial puede parecer un gesto tan ridículo como cortarse el flequillo para protestar contra el regimen iraní o tan inútil como un bote de sopa sobre el cristal de un Van Gogh, pero si no consumo una marca porque testa sus productos en animales cómo no voy a renunciar a consumir un mundial en un país que se ha cobrado la vida de miles de trabajadores.

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