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Los asentamientos nacen junto a las carreteras polvorientas, en colinas peladas y torrenteras secas, bajo pinos y eucaliptos, a la espalda de los polígonos, detrás de vallas publicitarias que anuncian locales de comida basura y productos fitosanitarios para las cosechas; brotan cerca de las tierras de cultivo de fresas y arándanos en las que trabajarán sus habitantes y suelen desarrollarse poco a poco, a un paso del núcleo urbano, como una protuberancia del mismo. Cuando es posible, surgen cerca de las fuentes públicas, pues este detalle acortará el trayecto constante de sus moradores para abastecerse de agua. Los caminos que conducen a ellos son un ir y venir de personas a pie o en bici cargados con bidones. A estos poblados se les suele denominar con el nombre de lo que queda próximo; así existen, por ejemplo, “el del cementerio” o “el del hotel Portugal”. Se encuentran por toda la provincia de Huelva, la tierra de los frutos rojos. Los hay gigantescos, que conforman pequeñas ciudades, en los que se pierde la vista entre hileras de blancas chabolas, habitan 600 personas y se ha generado con los años una economía alternativa, con bares, peluquerías, iglesias y mezquitas, incluso talleres de coches y chabolas dedicadas a la prostitución. Hay también campamentos diminutos donde viven quizá 10 o 20 habitantes. Algunos de estos lugares son tan antiguos que nadie sabe fecharlos y otros tan recientes que aún no han sido nombrados. En ellos, mientras España echaba el cierre durante la pandemia, han estado viviendo cientos de trabajadores “esenciales” en condiciones deplorables.
Estas legiones de braceros se despiertan antes que el sol y acuden a las plazas donde los recogen furgonetas y autobuses para llevarlos hasta los campos de fresas, arándanos y frambuesas que se han extendido como una mancha por la provincia. Regresan a media tarde exhaustos pero contentos, se sientan en sillas desvencijadas y, mientras se lavan los pies y las manos en barreños, cuentan sus largos viajes, el ir y venir por los países, sus migraciones en función de las cosechas. Estamos a principios de junio. Y ahora que se acaba la primavera y la temporada termina en Huelva, muchos se dirigen hacia el norte, de camino a Aragón y Lleida, donde los melocotones y albaricoques ya maduran con el sol del verano. Cómo cruzan un país en cuarentena nadie sabe explicarlo del todo, algunos salen en coche de madrugada, se los traga la oscuridad y aparecen en Cataluña a la mañana siguiente.
Los poblados se vacían y vuelven a llenarse, pero cada año las temporadas son más largas y requieren de más mano de obra y los asentamientos se han vuelto crónicos. Crecen a medida que los métodos de la agricultura se intensifican y los márgenes de los agricultores menguan y se ensayan nuevos cultivos, como la naranja o el aguacate. Entonces llegan más personas desde el otro lado del mar, casi desnudos, y ni las instituciones públicas ni los empresarios son capaces de habilitar una respuesta.
En Huelva se cuentan hasta 5.000 personas en casi 50 asentamientos, según distintas entidades sociales. En España suman 15.000 entre este y otros polos como Almería y Murcia, según la Fundación Cepaim. Algo sucede en el campo cuando en España, hoy convertida en el mayor exportador de fruta y verdura de la Unión Europea, los agricultores bloquean las autopistas reclamando un precio digno, crece el chabolismo y a la vez hierve en los pueblos agrícolas la xenofobia de la ultraderecha. Este año, la crisis provocada por el coronavirus ha dejado al aire las costuras del sistema. Como dice un trabajador de Cepaim en Lepe, mientras camina por uno de los asentamientos: “Cuando no había nadie en la calle, se les veía a ellos”.
A Isa Camara, por ejemplo, costamarfileño de 34 años, con la boca sin dientes y barba de chivo, que lleva 12 años en lo que llama “bugú”, la chabola. En febrero, por primera vez en su vida, le contrataron legalmente. Hasta ahora trabajaba sin papeles, así empieza la mayoría, o alquilándoselos a otro. “Tendría que ser más fácil la regularización”, dice. Muchos de los migrantes tienen en mente Italia, donde el Gobierno aprobó a mitad de pandemia la regularización de 250.000 personas, y Portugal, por otra medida similar. En España viven hasta 470.000 en situación irregular, según un estudio de la Universidad Carlos III y la Fundación PorCausa. El informe calcula que 300.000 extranjeros extracomunitarios trabajan en la economía sumergida y cifra en unos 20.000 los irregulares empleados en el sector primario. Aporta un dato relevante: el 46% de los migrantes no-europeos trabajan en actividades declaradas “esenciales” en el estado de alarma (entre los nativos no llega al 35%). Hace poco Podemos propuso en el Congreso una regularización masiva, al estilo de la de Zapatero en 2005, pero no parece que vaya a prosperar.
Camara arrastra las chanclas entre casuchas hasta llegar a la suya y enseña con orgullo lo que ha levantado con sus manos. Las chozas son, en general, muy similares. Desde fuera parecen paquetes mal envueltos, arrojados sin criterio sobre la tierra. Cuentan con una estructura cúbica muy simple de cuatro paredes y un techo plano formados con palés de madera engarzados, revestidos de cartón, envueltos con capas de plástico blanco y de malla negra, a su vez sujetos con mangueras de riego remachadas. De algún modo recuerdan a un invernadero de fresas, pero transformado: son en realidad un subproducto de estos fabricado con sus desechos.
Las chabolas, de unos 20 metros cuadrados, carecen de baño, que suele hallarse en otra caseta en un extremo del asentamiento, desde la que un tubo vierte las aguas fecales. La mayoría tiene a la puerta una colección de bidones, en origen envases de plaguicidas tóxicos, que usan para acarrear el agua potable. También se ven bicis oxidadas y carritos de supermercado, y gatos escuálidos y gallos que picotean entre grumos de basura. Pero hay chabolas con paneles solares y televisores. Se sabe de alguna que se ha vendido por 300 euros, otras se alquilan. Sin embargo, como la mayoría carece de luz, suelen cocinar con hornillos de gas y abundan las barbacoas, lo cual supone un riesgo: aquí el fuego se propaga a toda velocidad. Estos incendios son cada vez más frecuentes. En Huelva se contabilizaron 16 en 2019. En uno de ellos, en diciembre, murió un marroquí de 23 años. Otro, durante la pandemia, arrasó un enorme poblado. Sobre los rescoldos humeantes los habitantes se ponen de nuevo manos a la obra a levantar sus casas.
Junto a un tocón tiznado vive una marroquí de 33 años a la que llamaremos Habiba. La entrada de su chabola está pintada con corazones y en el brazo muestra el mordisco que le dio su “novio”. Se emociona cuando recuerda a su hija y a su madre, a quienes manda 200 euros cada mes. Su rostro hermoso se contrae en un gesto agridulce y entonces la cicatriz del brazo parece la punta de un iceberg: los episodios más oscuros se intuyen bajo la superficie. Llegó a Huelva en 2018 junto a miles de temporeras marroquíes contratadas en origen para la campaña. El esquema se ideó hace dos décadas para suplir la mano de obra que escaseaba: las marroquíes vienen, se desloman y regresan a su país. Desde hace años se denuncian abusos laborales y sexuales cometidos por empresarios, capataces y manijeros. Las contratadas suelen ser casadas y con hijos, pues esto supone una “garantía” de que retornarán. Pero cada temporada hay un desfase entre las que llegan y las que regresan. Quienes se quedan de forma clandestina comienzan una nueva odisea también plagada de abusos por asentamientos, pisos hacinados y cortijos, entre “amigos” que “protegen” y “jefes” que “ayudan”. En palabras de Habiba, “se aprovechan de la gente sin documentación”. A su madre y a su hija les asegura que está bien; jamás realiza videollamadas desde el asentamiento, una regla que respetan casi todos. “Me visto bien, me maquillo, pero mi risa es falsa: por dentro no estoy contenta”. Ha trabajado 20 días entre abril y mayo. He aquí una trabajadora “esencial” sin documentos. “Si quieres trabajar, vas a hablar al jefe. Te contrata si le hace falta. Se paga en mano, cada semana. Seis euros la hora”.
Fuera han aparcado un par de rumanos a bordo de un Chevrolet polvoriento; en el maletero llevan un cargamento de lisas frescas y las venden a 50 céntimos el kilo. Esa noche un intenso olor a pescado a la brasa recorrerá el asentamiento.
Los agricultores están cansados de escuchar críticas. Dicen que se les acusa injustamente de “esclavistas”; que los asentamientos son un “problema social”, no suyo, y que las irregularidades conforman una mínima parte del sector. “El 99,9% lo hacemos bien”, repiten. En Huelva, asevera Manuel Piedra, portavoz de la Unión de Pequeños Agricultores, se firman unos 95.000 contratos en la campaña. La mitad de los empleados son españoles; una cuarta parte viene de Europa del Este y 15.000 del África subsahariana. Este año esperaban también unas 19.500 marroquíes, pero solo llegaron las primeras 7.000 porque la pandemia enseguida cerró las fronteras.
En junio, cuando visitamos la zona, el trabajo se acaba y los temporeros levantan los plásticos, y las fresas se pudren al sol aún prendidas de las matas, pues su precio ya no cubre la mano de obra. El ambiente se impregna de un olor dulzón y para entonces el problema de las marroquíes ha dado la vuelta: ahora no pueden regresar a casa. Su país mantiene la frontera sellada y ellas reclaman la apertura de un corredor humanitario. “¡Mohamed VI, no nos abandones!”, gritan una veintena de ellas en un albergue en Cartaya. Los empresarios ya no requieren sus servicios, no les pagan y, según denuncia Ana Pinto, portavoz de Jornaleras de Huelva en Lucha, “hay chicas a las que les están cortando la luz y el agua, que les cobran por la vivienda, que están en las fincas alejadas de los pueblos y las empresas no les facilitan transporte; otras no tienen agua potable y muchas no tienen ya ni para comida. Están bastante mal y no reciben ayuda ni de empresarios ni de Administraciones”.
La mayoría de temporeros viven en albergues, cortijos, pisos compartidos y poblados prefabricados de las grandes explotaciones. Las chabolas solo muestran los márgenes del sistema. Pero en la zona se superponen capas de abusos más sutiles con cierto grado de tolerancia, pues si uno protesta, siempre hay otro dispuesto a llenar la vacante. Los braceros soportan jornadas más largas de lo pactado en convenio; amenazas por bajo rendimiento; se les amedrenta con echarles, con días sin empleo; las empresas calculan a la baja las horas y de las nóminas detraen conceptos ilegalmente, como el alojamiento.
Tal y como cuenta Elba Galo, una hondureña de 37 años residente en Córdoba, madre de una hija de dos años, que se quedó sin empleo por el coronavirus y decidió probar suerte como temporera, “yo venía muy divina y… mírame ahora”. Las Reebok destrozadas, las medias con agujeros, los brazos con picotazos. Lleva un sombrero de paja y los labios pintados, y dentro del bolso, de lo poco de valor que le queda, el perfume con forma de zapato de tacón de Carolina Herrera. Le han robado ropa, comida, el portátil. La empresa que la contrató la alojó en un albergue en El Rocío donde ha convivido 60 días con otras 70 personas de varios continentes y con servicios (baños, duchas, cocina, lavadora) insuficientes para todos. También había españoles (“pocos”). Las peleas eran frecuentes. “Estábamos hacinados en plena pandemia”. Sufrió fiebres, pero nadie parecía preocuparse. En el centro de salud le dijeron que se debía a las picaduras de pulgas. Tras dos meses recogiendo fresas y arándanos, sábados y domingos incluidos, calculó que recibiría 1.700 euros. Las cuentas las hizo la empresa: no llegó a 900. Solo se queda con las tardes bailando frente a las marismas de El Rocío. Cuando dejó de haber faena le pusieron la maleta en la puerta, y por eso se encuentra sentada ante la verja de otra empresa en la que espera conseguir trabajo. “La muchacha bonita y rubita”, la llama la rumana que le corta el paso.
“Con lo que hay aquí”, ironiza Galo, “el coronavirus se va de regreso”. Ella ha podido trabajar gracias a las medidas que tomó el Gobierno en abril. El sector agrario ocupa a unos 300.000 asalariados temporales, de los que la mitad son extranjeros, según el Ministerio de Agricultura. Ante el cierre de fronteras, el Ejecutivo calculó que se necesitarían 80.000 trabajadores para sacar adelante la campaña y flexibilizó la contratación de parados y migrantes, incluidos los menores tutelados y los jóvenes extutelados.
Seis jovenes de origen marroquí, que han vivido como menores no acompañados, arrastran a sus 18 y 19 años una vida de perros apaleados, durmiendo en centros saturados y en chabolas, reciben en una de las casitas prefabricadas de la compañía para la que han trabajado unos días. El lugar se encuentra rodeado de hectáreas de cultivos en Almonte (Huelva). En este poblado pueden vivir más de 1.000 personas. La compañía tiene capacidad de alojar a unas 3.000 en la comarca. En el punto álgido de la campaña requiere de unos 4.000 braceros, y todos quedan bajo las órdenes de un búlgaro.
Los extutelados pasan la jornada haciendo la maleta porque la empresa deja de contar con ellos. Ahora cruzan los dedos para obtener un nuevo contrato. Parecen contentos porque por primera vez en su vida han trabajado legalmente y es probable que logren ampliar su permiso de trabajo durante dos años. Pero el trato que han debido de recibir queda claro cuando la misma encargada rumana asoma por la puerta y descubre con ellos a un desconocido. “Esto es un perímetro privado”, dice, y ante la desobediencia amenaza a los chicos con echarlos. “¡Y no respondas mucho!”, le espeta al que replica.
Para Antonio Abad, de 58 años, fundador de la asociación Asisti y colaborador de ONG de la zona, lo que ocurre en Huelva no es una anécdota. “Los esquemas de esta agricultura intensiva están fundamentados en un sistema de explotación; si se respetaran los derechos, no sería rentable”. El modelo migratorio, añade, está calcado de EE UU. Se nutre de un ejército de braceros provenientes del sur. Huelva es la California española: allí se producen el 90% de fresas de EE UU; aquí, el 90% de las de España (casi un tercio de las de Europa), y en ambas orillas se han denunciado las lamentables condiciones de los trabajadores.
Cuando Philip Alston, el relator para la pobreza de la ONU, visitó los asentamientos de Huelva justo antes de la pandemia denunció que en ellos las personas vivían “como animales”, según recogieron los medios, pero también interpeló de forma directa a una de las grandes corporaciones estadounidenses del sector: “La cosecha de fresas en Huelva facturó 533 millones de euros y el mayor productor es Driscoll’s y sus empresas asociadas. Driscoll’s cuenta con un conjunto de estándares laborales que ‘se aplican a todos los trabajadores en nuestra cadena de suministro, sin distinción’. (…) Dado el dominio de esta empresa multinacional en la industria local y global de la fresa, tengo planeado preguntarles qué están haciendo para monitorear y mejorar las condiciones”.
Antonio Abad prefiere la acción directa. Dedica varios días a la semana a tratar de empadronar gente de los asentamientos. Gracias a donaciones de Oxfam y la Asociación Española de Operadores Públicos de Agua, está instalando en ellos depósitos de agua de 1.000 litros, que rellenará con un camión cisterna (durante parte de la crisis, los Ayuntamientos repartieron agua; hasta que dejaron de hacerlo). Abad es de profesión carpintero. Tiene la cara chupada, los pómulos prominentes y una mirada insondable. Fue yonqui y alcohólico. Hace tiempo alguien le enseñó las condiciones en las chabolas, lo dejó todo y desde 2016 consagra su vida a ayudar a los jornaleros. “Llevo cinco años aquí y no me acostumbro”. Se pasa el día yendo de un asentamiento a otro en una furgoneta baqueteada y una jornada a su lado implica escuchar historias terribles. En una terraza, mientras toma un té moruno, se le sienta al lado un subsahariano al que tras 12 años le han denegado el permiso de residencia. “¡Cago en la leche!”, dice. “¡Si yo no mato nadie!”. Lo sucedido, según su versión: al poco de llegar logró un empleo en el campo. Trabajaba sin papeles, pero “el jefe” prometió hacerle un contrato a cambio de dejar de cobrar 4.000 euros de jornales. El contrato es uno de los requisitos para solicitar la residencia legal, así que aceptó. Llegado el momento, el empresario se echó atrás. El migrante fue a reclamarle que al menos le devolviera los jornales. El jefe avisó a la policía y lo acusó de amenazarlo a él y a su esposa con un cuchillo (lo cual asegura que es falso). El migrante perdió el juicio. Y ahora, años después, cuando otro jefe le ofrece un contrato, se le deniega la residencia porque… tiene antecedentes penales. “¡12 años que no he visto a mi mujer, a mi madre, a mi hijo!”, exclama. Y se queda en silencio con la mirada perdida.
Para muchas de estas personas el coronavirus es lo de menos. En lo más duro de la pandemia, las ONG se pasaban por las chabolas y donaban mascarillas y pantallas protectoras, y explicaban las medidas de distancia social y confinamiento; allí, en cualquier caso, no tenían ni un grifo para lavarse las manos. La agricultura en estos tiempos parece un mundo aparte. La antítesis de un país en cuarentena. Pocos usan mascarillas, los jornaleros viven y trabajan pegados, viajan juntos en furgonetas y autobuses. Y como cada día sin trabajo es un día sin jornal, muchos prefieren arriesgarse porque el hambre también mata. En Italia, la otra gran huerta de Europa, donde los temporeros viven en parecidos asentamientos chabolistas y hacinados en infraviviendas o, incluso peor, a las órdenes de la mafia, estalló hace poco una revuelta de braceros, la mayoría búlgaros, que ocupaban cinco edificios abandonados. Cuarenta y tres de estos temporeros habían dado positivo, se decretó el aislamiento de centenares y entonces comenzaron a volar sillas y muebles de los bloques.
Parece difícil que en España se llegue a esto. Pero mientras se multiplican los rebrotes en zonas fronterizas de Aragón y Lleida en plena campaña de la fruta, con decenas de temporeros durmiendo en la calle o en pisos patera o compartiendo albergues, pabellones y polideportivos, un agricultor catalán sopesa: “Esto es un polvorín”.
En el casco viejo de Lleida, a media tarde, una esquina adoquinada se vuelve un hervidero de temporeros sin hogar ni empleo. Sobre una plataforma de madera descansan cerca de 50 entre cartones, sacos de dormir y maletas; otros tantos se sientan en el solar de enfrente, todos a la espera de lo que se cocina en el interior del Casal Popular de Joves: 28 kilos de arroz con pollo que para muchos será la comida del día. La mayoría son senegaleses jóvenes. Algunos tienen la mirada endurecida y salvaje que confiere la necesidad. Nadie respeta la distancia, apenas hay mascarillas. Vienen de Murcia, Valencia, Huelva, Barcelona…, de todas partes. Los hay que llegaron hace semanas, tratando de adelantarse a la temporada; otros aparecen justo ahora calle arriba con sus fardos a cuestas y se juntarán con el resto a dormir en el suelo. Finalmente las bandejas de comida salen humeantes, las colocan en el pavimento y los temporeros se acuclillan alrededor y forman bolas de arroz con la mano y las engullen.
Desde hace años se repiten en Lleida escenas similares. Esta temporada parece que ha acudido incluso más gente; muchos con empleos en la economía sumergida que se han volatilizado. Han llegado a ser 200 en situación de calle, según la plataforma Fruita amb Justícia Social.
“Y aún van a venir más”, dice Serigne Mamadou. Este jornalero senagalés de 41 años lleva al cuello un amuleto del Cheikh Ahmadou Bamba, héroe de la resistencia contra el dominio colonial en su país. Se le acercan sus compatriotas a pedir ayuda o a agradecer lo que hace por ellos. “Presi, presi”, le llaman. Tras 24 años en España, la mitad de ellos como “ilegal”, Mamadou se ha convertido en una celebridad gracias a los vídeos que publica en Facebook denunciando los abusos que sufren los migrantes. Es el fundador de la asociación La Voz del Pueblo Migrante y uno de los portavoces de la campaña #RegularizaciónYa, nacida durante la emergencia sanitaria.
Mamadou habla por todos aquellos que no tienen voz: “No somos animales, sino personas, y venimos aquí a trabajar”. “Los inmigrantes están dando la cara en los campos, sin miedo del coronavirus. Su trabajo es el que levanta el país”. “Somos esenciales, España nos necesita igual que nosotros necesitamos a España, y más aún con la pandemia. Desde que empezó hasta ahora hemos estado arriesgando la vida mientras todos estaban en sus casas”.
En mayo, el actor Paco León lo entrevistó en un directo de Instagram y en el vídeo relata las duras condiciones de su trabajo. “En 11 horas solo descansas 30 minutos. Y en todo momento tienes que trabajar porque, si no funcionas, mañana no vienes. No comes bien, no duermes bien porque estás en la calle…”. La emoción le corta la voz; esos días él estaba durmiendo al raso en Lleida. “Vaya mierda”, añade, y se levanta de la entrevista. Aquel corte le llegó a Keita Baldé, futbolista hispanosenegalés curtido en las categorías inferiores del Barça y hoy jugador del Mónaco, el cual decidió donar dinero para alojar a los temporeros. Aun así, durante semanas ningún hotel de la ciudad se prestó a ello. Gracias en parte a la presión de Baldé, Mamadou y de Fruita amb Justícia Social, al final se tomaron medidas.
A mediados de junio, 80 jornaleros se encuentran ya repartidos en dos hoteles que paga por adelantado el futbolista. En el Reina Isabel, que levantó en los ochenta una pareja de migrantes andaluces al borde de la carretera nacional, los dueños dicen: “No valoramos a las personas por su raza”. En el restaurante hay movimiento y algunos entrevistados aprovechan para reclamar “papeles”. Pocos tienen experiencia en el campo. Han llegado milagrosamente a pesar de las restricciones de movimientos y estos días hacen cola en las ETT, pero de momento no hay trabajo y, sin ingresos, pasan días inciertos. Uno de ellos opina: “Esto nos afecta mucho más que el coronavirus”. Otro: “No le temo. Si tengo que morir, es mi destino”.
En un pabellón de la Feria de Lleida, donde hay alojados otros 120 temporeros que dormían en la calle, se forma una fila con 50 más que ya han pasado varias noches a la intemperie. “¡Solo podemos renovar a los que están ya aquí!”, les dicen las trabajadoras sociales. Ellos protestan: “¡Llevamos días sin ducharnos!”. Una cámara térmica que mide a distancia la temperatura custodia el acceso al recinto; mientras, en el interior un operario embutido en un EPI se pasea rociándolo todo con desinfectante.
Del pabellón acaba de salir José Ortiz, boliviano de 50 años. “La realidad del migrante es dura”, lamenta. Lleva año y medio sin trabajo. Ha venido desde Barcelona “porque difundieron por la televisión y las redes sociales que necesitan gente para la cosecha, aun sin papeles”. Como él no los tiene, decidió probar. A este señor, que es licenciado, le esperaba su primera noche como vagabundo. Ha pasado tres días a la intemperie. Relata episodios propios de otra época, como una discusión con otro migrante por una mísera barra de pan. Ahora, recién afeitado, deja el pabellón con dos táperes en una bolsa que le rellenarán en la parroquia. “Cada mañana voy con esperanza en busca de trabajo a las plazas donde están las furgonetas, pero retorno en la noche decepcionado”, confiesa entre sollozos. “Es doloroso contar todo esto. Espero que Dios me guíe para tener un retorno a casa”.
En Lleida, donde unas 25.000 personas realizan la campaña, resulta imposible cuantificar cuántos llegan sin contacto, sin contrato, sin documentos. Pero es una realidad que se percibe en pisos inmundos donde conviven hasta 13 personas y en bares donde los migrantes consignan el dinero negro que les pagan. Salomó Torres, presidente de la Fundació Pagesos Solidaris, asegura: “Si viene gente sin contrato es porque sabe que a lo mejor acaba trabajando”. Él achaca las irregularidades a una mínima parte del sector. Y atribuye parte de la culpa a la ley de extranjería: “El Estado excluye al migrante del sistema y lo empuja a la marginalidad. Ni lo expulsa, ni lo regulariza. Lo deja en standby. ¿Cómo se va a ganar la vida? De manera clandestina, esperando a que alguien lo explote”.
Hace décadas, en la comarca del Segrià, los agricultores subastaban los empleos en las plazas de los pueblos. Se dormía al raso, se armaban broncas monumentales. En los noventa comenzaron a construirse albergues con ayudas públicas; hoy existen 18 en la región. En uno de ellos, gestionado por la cooperativa de Corbins, hasta el cual nos guía Torres, se juntan algo más de 60 temporeros y en él se respira un ambiente de sana camaradería. Se ve ropa tendida, botas limpias en las puertas, cocinas relucientes. Un gambiano experimentado que descansa esta mañana dice: “Nunca he visto en Lleida tanta gente”.
Otro de los albergues, el de Alcarrás, se encuentra al borde de la autopista. Un segurata tatuado monta guardia a la entrada confiriéndole al lugar cierto aire carcelario. Este año, en lugar de temporeros, aloja a posibles jornaleros infectados. Durante días ha acogido a 14 sospechosos; 8 dieron positivo y hoy quedan 4 confinados. Tras la verja asoma Elhadce Diaw, senegalés de 29 años que alquila los “papeles” para poder trabajar. Lleva 10 días en aislamiento porque dos compañeros de piso dieron positivo. Hasta tal punto son estas personas olvidadas que en otro albergue de la zona 40 braceros aislados por un brote pasaron dos días sin comer: ni la ETT que los contrató, ni los servicios sociales de la comarca estimaron que fuera su responsabilidad darles alimento. A Diaw sí le traen comida. “Estoy bien”, dice. “Pero quiero trabajar, mandar dinero a la familia”. Retomar su vida como “esencial”. En definitiva: que las neveras sigan llenas de fruta.
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