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“Nos partieron la vida”. A Joaquín Roa se le quiebra la voz al recordar las palabras que pronunció su padre, con el mismo nombre, durante los últimos meses de su vida, cuando ya el cáncer se había hecho con el control de su cuerpo. Su padre era el pequeño de cinco hermanos: Luis, Pablo, Aurora y José Mari. Junto a sus padres y dos sobrinos, vivían en una pequeña churrería en la calle Eslava, en Pamplona, cuando estalló la Guerra Civil. El patriarca, José Roa García, era militante del Partido Socialista, y en el año 31 formó parte de la gestora creada en el Ayuntamiento de Pamplona tras la proclamación de la República. El 19 de julio de 1936 fue detenido y trasladado a la prisión de Pamplona. De allí, al fuerte de San Cristóbal y, seis meses después, fue asesinado a 20 kilómetros de la prisión, en las Tres Cruces de Íbero.

Él fue uno de los entre 15.000 y 20.000 cautivos que se calcula que tuvo la ciudad durante toda la guerra. En 1939 había unos 12.000 presos, mientras que la población de la ciudad apenas rozaba los 50.000 ciudadanos. Es decir, un preso por cada cuatro habitantes de Pamplona. Ahora, el Gobierno de Navarra ha inaugurado el Centro Memorial de los centros de detención de Pamplona-Iruña, en un intento de visibilizar la violencia sufrida por los sectores disidentes en la capital navarra entre 1936 y 1945. Y han identificado hasta 17 espacios de cautiverio por toda la ciudad: había detenidos en comisarías y cuarteles, o en centros improvisados de detención en colegios.

El memorial, obra del escultor Alberto Odériz, está ubicado cerca de los cinco más destacados centros de cautiverio de la ciudad.
El memorial, obra del escultor Alberto Odériz, está ubicado cerca de los cinco más destacados centros de cautiverio de la ciudad.
Villar López (EFE)

Sorprende que Pamplona, una “pequeña capital de provincia”, tuviera tal cantidad de prisiones regulares e irregulares. El director de Memoria Histórica del Gobierno de Navarra, José Miguel Gastón, explica que fue fruto de tres factores: “Primero, porque es uno de los lugares donde se inicia el golpe de Estado; segundo, porque Pamplona está cerca de la frontera y las personas detenidas allí son fácilmente trasladadas. Y tercero, porque es una ciudad que está muy próxima a los batallones de trabajadores forzados que existían en el Pirineo”. Estos batallones construyeron la Línea P, miles de búnkeres de hormigón.

La ubicación estratégica y el tejido sociopolítico de la ciudad hace que las historias se multipliquen. La familia de Joaquín Roa supo de su destino porque una vecina del pueblo, “a la que también le habían matado al marido”, apareció un día a decirles que creían que lo habían matado en Ibero. “Entre otras cosas, porque el enterrador llevaba sus botas, que la familia le había llevado a la cárcel una semana antes de que lo sacaran”, cuenta su nieto. Hace seis años, por fin, pudieron recuperar sus restos. Con una espinita clavada: Aurora, la única hija y quien más lo había buscado, había fallecido un año antes.

El caso de José Roa no fue la excepción en su familia. Su hijo mayor, Luis Roa Lasa, también militante del Partido Socialista, fue detenido y trasladado a la cárcel de Pamplona. Se libró de ser fusilado por la intermediación del cura de la prisión, Maisterrena. “Daba la casualidad de que había sido vecino de mi abuela de crío”, narra Roa. Logró escapar a Francia y volvió a Cataluña a pelear en el frente. Allí se encontró con otro de sus hermanos, Pablo, militar republicano. Luis logró salvar la vida, pero su hermano falleció en el frente. Luis sobrevivió en el campo de concentración de Gurs (Francia) hasta que poco después logró escapar a Latinoamérica. “Mi tío llegó a Chile destrozado, lo tuvieron que rehacer”. Al terminar la guerra, se emociona Roa, en esa casa apenas no quedaba nadie: “Al padre lo habían matado, la madre estaba en la cárcel, el hermano mayor, exiliado en Chile; y el segundo hermano había muerto en el frente. Quedaban mi tía Aurora, mi tío José Mari y mi padre, de 14 años”.

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De los dos sobrinos, poco se sabe. Uno marchó a la guerra, en el bando franquista. La otra era miembro del Socorro Rojo y participó en la organización de las redes para sacar gente a Francia, pero murió de tuberculosis antes de terminar la guerra. Precisamente, uno de los varones a los que salvó, fue detenido y terminó confesando que la churrería de la familia Roa estaba implicada. “Fueron a la churrería y detuvieron a mi abuela, Patro Lasa. Estuvo más de tres meses en la cárcel de Pamplona, llegó a juicio y, a última hora, al parecer por la intersección otra vez de Maisterrena, la declararon inocente y no le pasó nada”, detalla Joaquín.

Los centros de detención marcaron también la vida de los Rubio. Blanca Oria, nieta de Florentino Rubio Martínez, rememora el asesinato de su abuelo, un agricultor que fue fusilado en 1937 en una cuneta en el pueblo de Beriain, cuando apenas tenía 42 años. “Un hombre que estuvo retenido sin causa varios meses en la cárcel de Estella y luego, tras ser firmada su puesta en libertad, fue secuestrado y traído al fuerte de San Cristóbal para sufrir las consecuencias de esos centros de detención, retención y exterminio físico y moral a los que varios miles de personas en Navarra fueron condenados sin juicio”, narra.

Historias que se entrelazaron en prisiones que eran, ante todo, inhumanas. Gastón confirma que eran condiciones indignas. “Tuvieron a varios miles de personas en la plaza de toros o en un frontón como el Euskal Jai. Ahí no hay condiciones para mantener la dignidad humana”, explica. Tampoco en los centros de detención habilitados en colegios como el de Salesianos, “donde el hacinamiento era una de las características fundamentales”. Aquellas personas eran en su mayoría hombres que eran detenidos en sus propias casas, no eran juzgados “y luego eran sacados y asesinados en fosas comunes”, apunta Gastón.

Un familiar de un preso deposita tierra de una de las fosas comunes, el pasado 19 de noviembre.
Un familiar de un preso deposita tierra de una de las fosas comunes, el pasado 19 de noviembre.
Villar López (EFE)

El Instituto Navarro de la Memoria ha inaugurado ahora este memorial, obra del escultor Alberto Odériz. Está ubicado en un espacio cedido por el Consistorio pamplonés, próximo a cinco de los más destacados centros de cautiverio de la ciudad: los centros provisionales de detención de la Junta Carlista de Guerra en el colegio de los Escolapios y de Falange en el de Salesianos; los campos de concentración de la Plaza de Toros y del Convento de la Merced, y el depósito municipal o Perrera. Desde el lugar se divisa también el penal del Fuerte de San Cristóbal, en el monte Ezkaba, donde más de 6.000 presos sufrieron todo tipo de penurias.

El memorial tiene el objetivo de recordar y contar la historia de aquellos que sufrieron en aquellos centros de detención y a quienes fueron asesinados y enterrados en fosas comunes. Familiares y organizaciones memorialistas han recogido tierra de las fosas más conocidas, como las de Bera, Valcaldera u Otsoportillo y las depositaron en dos huecos habilitados para ello en el memorial.

Esta tierra, de diferentes zonas de Navarra, permite “dibujar el mapa de la represión que se fue desarrollando por todo el territorio”, explica Gastón. “La tierra de Paternáin es blanquecina, porque la fosa fue recubierta con cal. La fosa de Otsoportillo es mucho más rojiza, porque es de la sierra de Urbasa y tiene hojarasca. De la fosa de Valcaldera, por ejemplo, se ha traído tierra con trozos de teja, procedentes del techo del corral de ovejas en cuya pared fueron asesinados”. Tierra para dar sepultura, sin olvidarlos, a quienes fueron represaliados y asesinados por el franquismo.

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