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Ha sido necesaria la introducción de una nueva moneda, de carácter digital, para que los ciudadanos comiencen a actuar más como protagonistas y menos como testigos de la cosa pública.

En las horas inmediatas a la aprobación exprés de la ley que hace del bitcóin una especie legal en El Salvador, a la confusión natural le ha seguido la apertura de espacios en los que discutir e informarse acerca de los alcances de esa disposición. Y no se trató de las tarimas que los medios de comunicación suelen abrir para la consulta de la población sino de otros sitios, de iniciativas de inspiración totalmente independiente en las que cientos de profesionales comparten sus cuitas, sus certezas y sus reticencias acerca de la medida del oficialismo.

Puede sonar a bagatela que centenares de ciudadanos convivan en un foro virtual expresándose sobre una materia todavía inasible toda vez que sin un reglamento, el bitcóin es sólo un tema de conversación y una cortina de humo para distraer a la población de Chalchuapa, los desaparecidos o el naufragio diplomático del gobierno. Pero en la última década, la sociedad ha creído que para ocuparse de los temas relevantes, sólo le vale congregarse en un partido político o manifestarse en una urna cada cierto tiempo.

Rodeando su estrategia electoral de voceros y hechos de comunicación aparentemente independientes, Bukele consiguió camuflar de civil un proyecto que era estrictamente económico y de control social, tal cual ha quedado demostrado en sus primeros dos años en la presidencia. Ese aroma a manifestación orgánicamente civil que le insufló a su campaña presidencial fue fundamental; le salió tan bien en términos electorales que no se ahorró dinero -de los contribuyentes- para doblar la penetración del mensaje, simular que lo suyo es un movimiento social y no sólo una troupé de arribistas y oportunistas, y arrebatarle sus tradicionales banderas a la partidocracia tradicional.

Pero a ciencia cierta, la sociedad civil no tiene más que un puñado de voceros, solistas de diversas causas en lugar del coro que debería hacerse notar en un quinquenio de sordera gubernamental. Sin consultar con nadie, dando órdenes a sus pasapapeles, el presidente de la República quiere hacer creer a quien le escuche que la nación es una marabunta que se mueve a sus órdenes. Nada más equivocado: la nación es heterogénea, lo que la hermana son sus anhelos de progreso en justicia e igualdad, no los apetitos de uno u otro hombre.

En su adolescente democracia, El Salvador ya había tenido presidentes con manierismos populistas, dispuestos a dividir al país para proteger al régimen, con debilidad por los hombres de armas y enemistad con las ideas y sus promotores. Bukele añade a ese perfil una incomprensión tan profunda sobre de qué se trata la democracia que hasta parece fingida. Y su desprecio por el disenso es tal que se ha peleado incluso con la academia, uno de los pocos bastiones de la sociedad civil cuscatleca que permanecía indemne ante el discurso político desde la firma de los Acuerdos de Paz.

Mucho de eso ha ocurrido porque los ciudadanos no se han organizado ni se han manifestado. Ellos, en la diversidad de sus intereses y en la unanimidad de sus preocupaciones ante un despotismo creciente, tienen el único músculo que puede pulsear con el oficialismo. Y aunque despreocupada ante la irrupción militar en el Salón Azul o el manoseo del órgano judicial, parece que a la ciudadanía eso de que se metan con la moneda y le afecten su economía sí la puede sacar de su comodidad. El tiempo lo revelará.



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