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Quizá el momento en que hablemos con nostalgia de las salas de cine, como si fueran recuerdos de un mundo en ruinas, ya es una realidad. El azote pandémico del infame 2020 ha acelerado el proceso de trasvase industrial y de “consumo audiovisual” hasta quebrantar normas y naturalizar prácticas inconcebibles hace diez meses. El cine ya estaba en todas partes, ciertamente, pero ahora pareciera que solo está en nuestras casas, tan satisfechas con sus plataformas en streaming, sus “producciones propias” y sus agotadoras, clónicas, series en serie.

En el ecosistema de los simulacros hasta David Fincher ha aceptado que el cine es menos cine hoy que ayer. Al igual que El irlandés de Scorsese, Mank, con todo su virtuosismo y su derroche de talento, con toda su magia y su relevancia histórica para el cine americano, no deja de ser la consumación del final de Hollywood y el certificado de Netflix como la nueva fábrica de sueños. Aunque sean los sueños pandémicos. Si Mank cierra el año, otra obra memorable lo abrió. Diamantes en bruto, de los hermanos Safdie, llegó también desde las entrañas algorítmicas de Netflix. No hay mucho más que añadir cuando las dos películas más votadas no son productos de la industria tradicional. Son la estocada final de un proceso de reconfiguración en marcha desde hace años.

Las dos películas más votadas no son productos de la industria tradicional. Son la estocada final de un proceso en marcha desde hace años

Será difícil que la política anunciada por Warner de estrenar sus blockbusters simultáneamente en cines y en plataforma sea irreversible una vez haya cumplido su supuesto carácter provisional condicionado por el Covid. El mapa ha cambiado. El mundo ha cambiado. La prescripción cinematográfica es una jaula de grillos amenazada por nuevos monopolios industriales y oligopolios creativos. El gran cine, el que nos seguirá alimentando, se adapta o muere.

También los festivales. Abierta la espita y la posibilidad, la infraestructura operativa, su reconfiguración como espacios presenciales y/o virtuales, surgen nuevas estructuras y propósitos. Cannes ni pudo celebrarse, hiriendo por el camino a cierto cine de autor que no podrá sobrevivir en el fast cinema de las plataformas, y mientras San Sebastián resolvió el envite de forma modélica, Filmin ha acogido certámenes por doquier. ¿Transitorio? Seguramente no. Una rara avis como My Mexican Bretzel encontró su mejor altavoz en el marco del Festival D’A, que salió de Barcelona para llegar a todo el territorio vía streaming. Hay un componente de democratización abriéndose paso… bajo riesgo de ponerlo todo patas arriba.

El cine también puede defenderse, claro. Dadas las extremas coyunturas de 2020, el gesto de Pedro Almodóvar de realizar un cortometraje para estrenarlo en salas no deja de ser un movimiento de vindicación. La voz humana no solo suma una deliciosa conquista a su filmografía, sino que es una carta de amor a Cocteau, a Swinton y, sobre todo, al cine. El arte que hemos conocido sobrevivirá mientras se sigan haciendo películas como Bacurau, Martin Eden o Vitalina Varela, y que siga habiendo salas que las programen no tanto como algoritmos financieros sino como expresiones casi agónicas de la humanidad. El año del descubrimiento es la gran película del cine español de este año, quizá de la última década, por muchos motivos. Su director Luis López Carrasco ha encontrado en su hogar, en las conversaciones y los testimonios de un bar de una ciudad murciana, buena parte de las respuestas a por qué hemos llegado hasta aquí, a la nueva fábrica de sueños.

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