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De pie, en lo alto de una fría duna barrida por el viento en Carolina del Norte, estaba a punto de hacer realidad un sueño que comparto con Leonardo da Vinci: volar. El genio del Renacimiento dedicó años a descifrar el vuelo de las aves y diseñar máquinas voladoras. En su lecho de muerte, en 1519, dijo que una de las cosas que más lamentaba era no haber podido volar. Quinientos años de innovación desde entonces habían producido el ala delta que sostenía sobre mi cabeza, pero pese a estos siglos de experimentación, el vuelo individual (la capacidad de despegar del suelo como una alondra, lanzarse en picado como un halcón y revolotear como un colibrí) se nos sigue resistiendo.

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Y no será por no intentarlo. Se han perdido muchas vidas y se han dilapidado fortunas en pos del sueño de volar, e incluso hoy científicos, inventores y aventureros persisten en el intento. Leonardo dibujó cientos de imágenes de aves en pleno vuelo, empeñado en desentrañar sus secretos, y realizó meticulosos planos de máquinas voladoras que guardan cierto parecido con los actuales planeadores y helicópteros. Pero nunca comprendió la física del vuelo.

Hicieron falta más de 300 años y muchos más experimentos fallidos para que sir George Cayley averiguara que el vuelo requiere sustentación, propulsión y control. Este ingeniero británico construyó un planeador con un ala curva para generar la sustentación. Luego ordenó a su cochero que se montara en el aparato y pidió a unos campesinos que lo empujaran colina abajo hasta que adquirió suficiente velocidad para volar. Por desgracia, faltaba el control. El planeador se estrelló después de volar varios cientos de metros. El cochero sobrevivió, pero dicen que la experiencia no le hizo ninguna gracia.

Leonardo dibujó cientos de imágenes de aves en pleno vuelo, empeñado en desentrañar sus secretos, pero nunca comprendió la física del vuelo

Mi ala delta para principiantes era casi tan sencilla como el planeador de Cayley, y aunque yo sabía que volaba, el control seguía siendo un problema. Los instructores del centro Kitty Hawk Kites, en Kill Devil Hills, a un par de kilómetros del lugar donde en 1903 los hermanos Wright efectuaron el primer vuelo con motor, nos explicaron que para pilotar el ala delta bastan unos pocos movimientos: inclinarse a la izquierda o a la derecha para girar; mover la barra de control hacia arriba o hacia abajo para regular la velocidad, y levantar la barra para aterrizar. Aun así, varios alumnos de mi clase se precipitaron a la arena. Aquello aumentó todavía más mi determinación de conseguirlo.

Siempre me ha encantado volar, incluso en los jumbos más grandes y pesados. Un monitor del Kitty Hawk Kites citó a Leonardo diciendo: «Cuando hayamos volado, caminaremos por la tierra con la mirada puesta en el cielo». Es justo lo que yo siento.

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Hace unos años aprendí a pilotar una avioneta monomotor, pero pilotar un avión pequeño es como sentarse a jugar a las cartas. Esperaba que el ala delta me revelara la esencia pura del vuelo. Lo que sin duda me reveló fue el miedo. Corrí hacia el borde de la duna agarrada a la barra de control con tanta fuerza que me dolían las manos. De pronto me vi corriendo en el aire. ¡Volaba! Al cabo de unos segundos el instructor gritó: «¡Abajo!». Levanté la barra y aterricé, con torpeza pero de pie, y enseguida volví a subir a la duna. Quería sentir de nuevo ese extraño y maravilloso momento en el aire.

Un ala delta es una estructura muy eficaz para generar sustentación, pero mis escasos segundos de vuelo demostraron que lanzarse corriendo desde lo alto de una duna no genera mucha velocidad. El vuelo planeado es un descenso controlado; sólo es posible ganar altura si se aprovechan las corrientes de aire ascendentes. Las aves no tienen ese problema, porque vuelan con más efi­­ciencia y precisión que cualquier aparato construido por nosotros. La pardela sombría recorre 64.000 kilómetros en su migración de ida y vuelta desde Nueva Zelanda hasta Alaska, y los colibríes gorgirrubíes pueden volar hasta 20 horas seguidas para atravesar el golfo de México. Los científicos aún no comprenden del todo la fisiología del vuelo de las aves, pero unos huesos ligeros y una compleja colaboración entre los músculos del pecho y los de las alas parecen ser aspectos esenciales. Los músculos pectorales del colibrí representan el 20% de su masa corporal, dice Bret Tobalske, fisiólogo de la Universidad de Montana: «Si un humano tuviese ese porcentaje de masa muscular, su tórax sería como un tonel de 200 litros. Sería algo tremendo».

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Cuenta el mito que Ícaro cayó del cielo porque su arrogancia lo llevó a acercarse demasiado al Sol, lo que hizo que se derritiese la cera que mantenía unidas las plumas de sus alas. Yo creo que lo más probable es que se le cansaran los brazos. Muchos «hombres pájaro» han muerto a lo largo de los siglos tras saltar de una torre o de un acantilado por no darse cuenta de que eran incapaces de batir unas alas caseras con la fuerza y la velocidad necesarias para mantenerse en el aire. Sus herederos modernos, los practicantes del salto BASE, saltan de edificios, acantilados y puentes, bajan en caída libre durante unos emocionantes segundos y por fin abren un paracaídas que ralentiza su descenso. Algunos se po­­nen trajes con unas alas de tela que generan suficiente sustentación para impulsarlos hacia delante durante el descenso a velocidades de hasta 250 kilómetros por hora. J. T. Holmes, de California, que ha efectuado más de mil saltos con traje alado, afirma: «Es lo más cerca que los humanos podemos llegar al vuelo de los pájaros». También es extraordinariamente peligroso: cada año mueren unos 12 saltadores BASE.

El mayor éxito en un vuelo de propulsión hu­­mana se registró en 1988, cuando el Daedalus, un avión de 31 kilos fabricado por un equipo del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), voló 115 kilómetros desde Creta hasta Santorini. El aparato, pedaleado por un ciclista olímpico griego, quedó atrapado en un área de turbulencias cuando se acercaba a la playa de Santorini y se estrelló en el mar, a pocos metros de la costa.

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Para resolver esos problemas (mantener la energía necesaria mientras se está en el aire), Wilbur y Orville Wright montaron un motor y unas hélices en un planeador. Tal vez aquella máquina humeante y ruidosa marcara el inicio de la aviación moderna, pero sus inventores volvieron a los planeadores sin motor, lanzados desde las dunas. Sin embargo, la aviación con motor sí permitía abrigar la esperanza de un avión personal capaz de volar como un pájaro, algo de lo que ningún planeador era capaz. Entonces aparecieron los hombres cohete.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el Ejército de Estados Unidos financió una serie de experimentos de vuelo personal, ninguno de los cuales cumplió los requisitos de vuelo seguro, maniobrable y sigiloso. Consideremos, por ejemplo, los cinturones cohete. El usuario del cinturón puede volar menos de un minuto, a causa del límite impuesto por la cantidad de combustible que puede cargar una persona. Además, el aparato es caro, ruidoso y muy difícil de controlar. Y si no, que se lo pregunten a Bill Suitor. Su vecino Wendell Moore, ingeniero de Bell Aerospace, necesitaba una persona de complexión mediana para probar el cinturón cohete que estaba desarrollando para el Ejército de Estados Unidos a comienzos de los años sesenta, y contrató a Suitor, que tenía 19 años. Ahora, con 66, Suitor ha volado más de 1.200 veces. «Controlar la fuerza de los cohetes era lo más difícil –recuerda–. Era como un dragón que escupía fuego.»

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Los inventores siguen intentando hacer realidad la fantasía de cómic del vuelo individual propulsado, y el que más se ha acercado ha sido Yves Rossy. El piloto suizo se deja caer desde una aeronave equipado con unas alas de fibra de carbono de dos metros de ancho inventadas por él mismo, con cuatro pequeños motores de reacción. En mayo, Rossy saltó de un helicóptero que sobrevolaba el Gran Cañón del Colorado y voló durante ocho minutos antes de abrir el pa­­racaídas para aterrizar. Los motores le proporcionaron la potencia para ascender y trazar rizos en el aire. Pero le llevó años dominar ese aparato diminuto. «Controlo la trayectoria en el espacio con los movimientos del cuerpo», explica. «Para ir a la izquierda, giro los hombros a la izquierda, y ya está.» Dice que es como practicar el paracaidismo con un traje alado, pero con más libertad. «¡Es impresionante, grandioso, fantástico!»

A mí no me verán saltando de un avión con unas alas atadas a la espalda, pero anhelo sentir al menos una pequeña parte de esa joie de vol de la que habla Rossy. Después de cinco saltos en ala delta desde la duna de Outer Banks el pasado mes de abril, me estaba acercando. Podía volar en el viento y después flotar suavemente hasta posarme sobre los pies. Era como si no tuviera el ala delta.

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Pero quería más. Sandra Vernon, de 47 años, madre de tres hijos y compañera de las clases de vuelo en la duna, me animó. Ella había volado en aparatos biplaza, remontados hasta 600 metros de altura por un ultraligero. Eso suele garantizar al ala delta unos diez minutos de vuelo antes de posarse en tierra, aun cuando no haya corrientes termales ascendentes que ayuden a mantener el aparato en el aire. «Soy bajita y tengo unos kilos de más», me dijo Sandra, «ojalá hubiera hecho esto a los 20 años. Si lo pruebas, te encanta.»

Reto aceptado. Me amarré al arnés de un ala delta biplaza con el instructor John Thompson. Me advirtió de que en el momento en que el ultraligero nos soltara, me iba a sentir como en una montaña rusa. La experiencia fue muy diferente. Fue más bien como caer cabeza abajo desde un edificio de 600 metros de altura. «Ahora puedes volar», me dijo Thompson, ofreciéndome los controles. «¡No!», grité por encima de los aullidos del viento. Al cabo de un momento, el planeador adquirió sustentación y se niveló. Mi terror se desvaneció y asumí el control. Me ladeé a la izquierda y después a la derecha, pareciéndome más a una torpe paloma que a un petrel, pero volando de todos modos.

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En mi búsqueda del vuelo, también sigo de cerca el desarrollo del Puffin, un «vehículo aéreo personal» que causó sensación en Internet cuando fue presentado por la NASA en 2010. Grandes avances en motores eléctricos supereficientes y en sistemas de control, que transmiten al aparato las intenciones del piloto, pueden hacer posible dirigir este vehículo unipersonal sin el aprendizaje habitualmente requerido para pilotar una aeronave. «Estamos intentando crear una experiencia como la del jinete con el caballo, dice Mark Moore, el ingeniero aeroespacial de la NASA que desarrolló el prototipo. «Un caballo es un vehículo inteligente, pero sólo para ciertas cosas. El jinete sabe lo que quiere mucho mejor de lo que el caballo puede discernir.»

Quizás el Puffin nunca llegue a volar, pero otros inventores también lo están intentando. JoeBen Bevirt, empresario de Santa Cruz, California, ya ha hecho volar un prototipo a pequeña escala de su versión de coche volador. Lo imagina como un pequeño avión rojo con ocho motores eléctricos, que despegará y aterrizará verticalmente y volará a 150 kilómetros por hora. «Yo quiero uno», dice con rotundidad.

Yo también.

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