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Manel Barriere Figueroa | Toda época pasada es un paraíso perdido tan lejano como los mundos habitados en los confines del universo que muy probablemente nunca conoceremos. Así, memoria y ciencia ficción se relacionan en un mismo territorio por explorar. Una de las funciones de la literatura es precisamente esta, explorar la realidad desconocida reinventando lo conocido a través de la ficción.

Cuando visité los territorios ocupados palestinos en 2004, los edificios agrietados, hundidos sobre sus cimientos, sacudidos por la artillería israelí, o las instalaciones agrícolas convertidas en chatarra por los buldóceres alrededor de los muros de un asentamiento, me hicieron pensar en el surrealismo, en paisajes oníricos que te arrancan a la fuerza de la realidad.

He rememorado esas sensaciones leyendo Barrio Venecia, una novela desguace donde lo desechado se intenta recuperar, como el padre del protagonista, para darle un nuevo uso, con la convicción de que tampoco servirá para nada. Las piezas recuperadas, sin embargo, generarán la ilusión de un deseo satisfecho.

Barrio Venecia se encuadra dentro del proyecto Episodios Nacionales de la editorial Lengua de trapo, y a mí se me hace muy difícil asociar el concepto “Nación” a un mosaico (cuadro cubista a veces pienso) de experiencias de formación que más bien recuerdan a las del personaje ballardiano atrapado en una isla de cemento sin poder escapar, o a El Angel Exterminador de Buñuel (otra vez surrealismo y ciencia ficción).

Todo lo que cuenta Alberto Santamaría en su novela es una prueba irrefutable de su éxito, y a la vez una prueba irrefutable de su fracaso. “No me interesan las historias de la clase obrera ni me interesa el obrerismo. Lo único que me interesa es huir” afirma. Tal vez por eso triunfa y fracasa al escribir la más obrerista de las novelas, una historia de personas de clase obrera que lo son, como todas, por obligación, porque no tienen más remedio, porque algo a lo que no tienen acceso, una fuerza que desconocen, oculta, invisible, les ha colocado ahí, en uno de esos mundos perdidos, aislados, cerrados sobre sí mismos.

Por eso, por más que insiste el autor en incluir referencias a la época, al año concreto, a la edad de los personajes, a través incluso de acontecimientos históricos debidamente documentados, Barrio Venecia se lee como una novela sin tiempo ni lugar. ¿O no sabemos todos que Venecia no es un barrio sino una ciudad de Italia, posiblemente la ciudad menos obrera del mundo? ¿No es la inundación del barrio, construido sobre unos cenagales, por la agitación del Cantábrico, un eco de la crisis climática actual? El mundo no se hunde ahora, parece decirnos el autor, se lleva hundiendo mucho tiempo, décadas incluso, sino siglos, por la acción de quienes le dan forma a su antojo e interés.

Barrio Venecia ocurre en cualquier lugar y en cualquier momento porque responde a la esencia de lo que significa ser de clase obrera: haber llegado a la fuerza, no desear otra cosa que escapar. Ahí reside la gran victoria del capitalismo, pues si dejamos de sentirnos de clase obrera, automáticamente sustituimos nuestro deseo de huida por otros más convenientes para el negocio. Novelas como Barrio Venecia, y perdón por el atrevimiento, no contribuyen en nada a la construcción de un relato sobre la “Nación”, pues trascienden toda frontera para adentrarse en los confines de la consciencia y reivindicarla, incluso, si realmente es el caso, a su pesar. Leedla.

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