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¿Hay censuras buenas y censuras malas? La respuesta a esta pregunta, hasta no hace mucho evidente e incuestionable (“no, claro, son todas malas”), ya no parece serlo, o ya no parece serlo tanto. Muchas de las agresiones planetarias contra la libertad de expresión y de creación las recogen dos informes publicados recientemente. Uno de ellos, titulado Libertad y creación, es obra de la Unesco y en él se denuncia cómo en muchos países las mujeres artistas o escritoras son tratadas directamente “como prostitutas” y son enviadas a la cárcel o acaban desaparecidas.

El otro informe fue elaborado por la organización no gubernamental danesa Freemuse. Asesinatos, condenas de cárcel, amenazas y agresiones psíquicas y físicas, y destrucción de obras de arte son algunas de las prácticas a las que se aplican con denuedo diferentes Gobiernos y los siniestros colaboradores de los que echan mano. Entre los países infernales para la libertad de expresión y de creación, algunos viejos conocidos de este tipo de listas: Irán, Turquía, India, China, Egipto, Indonesia, Nigeria, Rusia, Cuba, Arabia Saudí…, pero también, de un tiempo a esta parte, Hungría, Polonia y hasta Francia.

Uno de los casos citados en el informe de Freemuse es el de la anulación —el 25 de marzo— en la Universidad de La Sorbona, en París, de un montaje teatral de Las suplicantes, de Esquilo. Activistas de la Liga de Defensa Afroamericana y del Consejo de Representantes de Asociaciones Negras pararon por la fuerza la representación de la obra al considerar que las máscaras negras que lucían los actores eran un símbolo racista. La asociación de estudiantes francesa Unef apoyó la anulación.

La pregunta que hoy sobrevuela coloquios, programas de televisión y artículos de prensa en el mundo occidental con el debate sobre universalismo o comunitarismo como telón de fondo es: ¿se ha convertido el indispensable (e imparable tras el asesinato de George Floyd a manos de policías en Minneapolis) movimiento antirracista global en una palanca de justificación de ciertas censuras? ¿Son defendibles aquel episodio en La Sorbona y otros como la destrucción de estatuas de antiguos esclavistas o de supuestos racistas invasores como Cristóbal Colón, o la suspensión de debates de estudiantes blancos en ciertas universidades de Estados Unidos?

“Es el nacimiento de un nuevo racismo”, lamentaba en la revista L’Express la escritora y filósofa feminista Elisabeth Badinter, una de las intelectuales más respetadas de Francia: “¿Porque eres blanca perteneces automáticamente al bando de los verdugos?”, se pregunta Badinter, que denuncia “la creación de un nuevo vocabulario con términos como ‘privilegio blanco’ o ‘racismo sistémico’ que son un escupitajo contra el espíritu de las Luces”. Sus tesis eran apoyadas en un durísimo artículo publicado en el semanario Le Point por el escritor y columnista francoargelino Kamel Daoud, quien lamentaba “un revisionismo cultural creciente y peligroso en nombre de un debate, el del antirracismo, que es vital”. Censura y censuras, racismo y racismos… —eps

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