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Recorre la ciudad como quien se encuentra con un viejo amigo al que hace tiempo que no ve. Con un punto de emoción casi infantil, de celebración de lo extraordinario. Pero con la complicidad mutua de los viejos compañeros que se conocen de hace años, que han pasado juntos toda una vida de experiencias. Tiene en la memoria grabado cada pliego de sus barrios, recuerdos en cada esquina, anécdotas que contar de cada calle. La conjugación clave para definir su relación con la capital es vivir. Óscar Blanco González ha vivido Ciudad de México. Aunque hay otros verbos que también ayudan a entenderlo: la ha pateado, palpado, incorporado, tatuado, sudado, sufrido, experimentado, odiado, amado, sentido. En ocasiones también ha necesitado huir de ella. Y ahora, desde hace tres años, la cuenta.

Óscar Blanco González, creador de la cuenta ‘Crónicas de la ciudad perdida’, frente al popular teatro Blanquita, ahora abandonado.
Óscar Blanco González, creador de la cuenta ‘Crónicas de la ciudad perdida’, frente al popular teatro Blanquita, ahora abandonado. Erika Lozano

En sus recorridos, Blanco González (Veracruz, 46 años) vio el abandono y la decadencia que sufren muchos lugares y edificios emblemáticos del centro de Ciudad de México “por una serie de políticas públicas”. Y decidió reivindicar la historia que se oculta tras sus muros. El 18 de enero de 2021 creó Crónicas de la ciudad perdida, una cuenta de Twitter que en tan solo un año ha ganado más de 26.000 seguidores. “La idea es que la gente se adueñe del espacio, porque cuando lo pierdes, no lo recuperas. Para mí son muy importante las historias que cuentan los sitios: las personas que han transitado, vivido, trabajado ahí. Eso es muy valioso, además del propio valor histórico o patrimonial de los inmuebles, que desafortunadamente esta ciudad pierde a una velocidad muy grande”, dice una mañana soleada de marzo.

No es el único que ha empezado un proyecto así. En los últimos tiempos, en las redes sociales abundan perfiles que cuentan historias del pasado reciente de la ciudad, un fenómeno que cada vez tiene mejor acogida entre los usuarios.

A su Twitter sube fotografías con pequeñas descripciones o comparativas: lo que fue y en lo que se ha convertido. Cines clásicos como el Olimpia que ahora son plazas comerciales sin más rastro del pasado que una placa pequeña y envejecida; cafés que una vez fueron lugares de encuentro y tertulia de intelectuales reconvertidos en restaurantes franquicia; El Patio, un centro de espectáculos por el que pasó Edith Piaf, Frank Sinatra, Marlene Dietrich o la flor y nata de la sociedad mexicana del siglo XX, y ahora se cae a cachos en el más absoluto de los olvidos. Símbolos de una época desterrada. “Entiendo que la ciudad no es estática, que evoluciona, pero se podrían hacer políticas para intentar conservarla”.

Le gusta denominarse como cronista con una pizca de aventurero. Vivió en Chicago y París mientras estudiaba Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Y se enamoró de la vida de mochilero por Europa; viajando en trenes populares repletos de gente que surcaban Egipto de El Cairo a Alejandría; durmiendo en el suelo de estaciones o en terrazas de Estambul al aire libre desde las que oía la llamada al rezo del almuecín de madrugada.

Camina con un cierto bamboleo, las piernas abiertas, los pasos pesados. Es un paseante, un flâneur de los que hablaba el filósofo Walter Benjamin: vaga por las calles sin rumbo, deambula por el mero placer de hacerlo. Una forma de resistencia a las dinámicas urbanas postmodernas: saborear la ciudad, no consumirla. “Hay que levantar la mirada, mucha gente no lo hace. Enamorarte de los edificios, la comida, la historia”.

Disfruta de pasear a medianoche, cuando sale de su trabajo en el Tribunal Electoral y la capital está casi vacía. Una de sus obsesiones son el cine y los teatros clásicos. Asegura que hace años había más de cincuenta en el Centro Histórico. Los que sobreviven han tenido que convertirse en salas porno o han sido comprados por compañías multinacionales. “Uno ve en los cines un poco la decadencia del Estado mexicano”, señala, una tesis que le ha servido de punto de partida para escribir un ensayo que aún no ha visto la luz.

Taquerías con historia

Para la primera cita con él, convoca en el Azul Histórico, un restaurante que en su interior esconde un claustro lleno de árboles, una hermosa estructura de piedra y un mural de Manuel Rodríguez Lozano sobre la escalera. Después de desayunar huevos y chilaquiles comienza el paseo. Del Casino Español, un elegante edificio de dos plantas que fue lugar de encuentro de los exiliados del franquismo, al 94 de la calle Balderas, una construcción de estilo neoclásico con una gran puerta de madera que ha visto mejores tiempos. A simple vista se ve abandonada, recubierta de grafitis —que podría ser considerada otra forma de apropiación del espacio—, malas hierbas y arbustos que crecen entre las grietas. Pero es la sede actual de la Comisión Nacional del Agua, una institución pública. “Refleja el valemadrismo [pasotismo] del Estado mexicano”, protesta resignado.

La casa donde residió durante su paso por México el explorador y científico prusiano Alexander Von Humboldt es hoy una taquería. Al edificio se entra por un pasillo estrecho con fuerte olor a pastor y tortillas. En el interior se abre un patio rectangular con viejas columnas y paredes amarillas que intensifican los rayos del sol. “Por lo menos ha sobrevivido”, se encoge de hombros Blanco González. Apenas una placa, algo roída por el tiempo y oculta tras las ramas de un árbol, marca el lugar. Unos metros más adelante y en la misma calle, una estatua blanca homenajea al intelectual en el patio de la Biblioteca Nacional, mientras en el que fue su hogar los turistas encargan más salsa verde.

En el extremo opuesto de la decadencia, está lo conservado. Una semana después del primer encuentro, Blanco González guía hasta el Palacio de Iturbide. Cuenta que desde su construcción en 1779 ha sido residencia de la aristocracia, hotel o cantina. “Sufrió de abandono”, narra, hasta que fue recuperado por el Banco Nacional de México. Hoy es una galería de arte por la que pasean turistas y gente con ropa elegante y aire intelectual, los muros lucen sobrios e impecables y los encargados de seguridad te indican por donde puedes andar. “Este es el ideal”, explica, “pero para montarlo necesitas mucha lana, inversión, curadores… No es necesario que todos los espacios sean museos, pero lo importante es que se conserven”.

No-lugares

Tuerce por la calle Mesones y observa una antigua casa de dos plantas, con esa calidez roja y oscura que desprende el tezontle, que resiste enclaustrada entre dos construcciones más modernas y de peor gusto. En la planta baja hay una antigua hojalatería sin ventanas que da a la calle. “Abierta desde 1942″, aclara tras el mostrador Don Joaquín, un viejo de mono azul, marcado por el tiempo con arrugas que parecen surcos y un pelo del color pulcro de los huesos.

Blanco González celebra el contraste, habla un rato con él, hace una foto. Este es el tipo de sitio que persigue en sus paseos: cargado de historia, genuino en lo bueno y en lo malo. Marc Augé hablaba de los no-lugares, esos espacios de tránsito, vacíos de contenido, creados por y para el consumo. Aparcamientos, supermercados, grandes franquicias. Él vive en una búsqueda constante de lo opuesto. De lugares que rezuman vida.

Se mueve por la ciudad con la soltura de un vendedor callejero y el conocimiento de un taxista. Habla el lenguaje de los iniciados. Sabe encontrar los mundos que se ocultan tras cada muro, seguir las pistas que le llevan a realidades escondidas, identificar entre la suciedad las placas conmemorativas. Todas esas cosas que pasan desapercibidas para los transeúntes entre las prisas del día a día, que no se ven si no sabes donde fijarte. Cuando encuentra un edificio que quiere conocer no duda en entrar. Se cuela hasta la última sala, llega a la azotea, habla con los vecinos. La mayoría de veces alguien aparece para echarle, pero para ese momento ya ha saciado su curiosidad: tiene una historia nueva y una fotografía para ilustrarla.

A la izquierda, el cine Palacio a finales de los años 40. A la derecha, el cine Palacio Chino en la actualidad.
A la izquierda, el cine Palacio a finales de los años 40. A la derecha, el cine Palacio Chino en la actualidad. Archivo General de la Nación / Daniel Villa

También hay lugares “recuperados”. En la calle López, el antiguo Casino Alemán, que durante la década de los 30 del siglo pasado llegó a hondear banderas nazis, fue okupado hace años por el Movimiento de Unificación y Lucha Triqui (MULT), una organización indígena con un fuerte mensaje político. Por dentro, fotografías de Zapata y murales que homenajean a distintos pueblos originarios tratan de despistar la mirada de las grietas de las paredes.

Ciudad de México es una ciudad que, por cambiar, cambió hasta de nombre —hasta 2016 todavía era oficialmente el Distrito Federal, el DF, Deéfe, ese nombre tan burocrático y a la vez tan poético—. Quizá la mejor metáfora para entenderla sean esos árboles que crecen rompiendo el concreto de las aceras: han brotado donde han podido, como han podido, donde les han dejado. Un cúmulo de vidas buscando su hueco en una ciudad sin espacio, con tantas historias a sus espaldas que a veces parece que necesita dejar morir su pasado para que haya sitio para más. Y vecinos anónimos como Blanco González que mantienen, a pesar de todo, un pulso por conservar su memoria.

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