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En su tercera temporada, Atlanta se ha convertido en una serie de fantasmas. De fantasmas errantes, concretamente. De gente que no sabe quién es ni hacia dónde va. En su indetenible evolución, la teleficción creada por Donald Glover ha ido mudando de piel, aun le quedan algunas escamas de aquella comedia generacional y racial con la que se presentó al mundo en 2016, pero, desde su segunda entrega, su discurso sobre la(s) identidad(es) se tornó cada vez más opaco y la sobrepelliz de un terror marcadamente existencial casi acabó por ocultar sus hechuras cómicas.

Estas mutaciones genéricas están íntimamente relacionadas con la escalada económica de sus protagonistas. El trío formado por el rapero Alfred ‘Paper Boi’ Miles (Brian Tyree Henry), su manager Earnest ‘Earn’ Marks (Donald Glover) y esa especie de valet de chambre politoxicómano que es Darius (LaKeith Stainfield), saborea las mieles del éxito y se embarca en una gira de conciertos por distintas ciudades europeas a la que también se suma Van (Zazie Beetz), expareja de Earn y madre de la hija que ambos tienen en común.

Dejándonos llevar por las deambulaciones que propone la serie, les proponemos un artículo igualmente errático, sobrecargado de distintas impresiones —casi como un cuadro puntillista— que intentarán explicar cuán importante es esta producción de FX dentro del contexto de la ficción serial contemporánea.


La temporada se abre con un prólogo que parece entresacado de una película de Jordan Peele. Dos pescadores, uno negro y uno blanco, charlan en una barcaza mientras beben cerveza y esperan que los peces piquen. El negro cuenta que, de pequeño, casi se ahoga en ese lago: «Fue como si alguien tirase de mí», manifiesta. El blanco le responde que quizá así fuera, puesto que bajo esas aguas turbias yace sumergida una ciudad que fue sepultada tras construirse una presa: «La gente que no se marchó, murió ahogada».

Aquel pequeño pueblo, ahora oculto bajo una plancha líquida y oscura, era una comunidad negra autogestionada. El pescador blanco se muestra convencido de que el lugar está embrujado y, en su explicación, introduce el siguiente y decisivo matiz: «aquellos negros eran casi blancos (…) El blanco no es algo real. No hay ninguna base científica para ello. La gente, simplemente, se vuelve blanca. Es social. (…) Con suficiente sangre y dinero, cualquiera puede ser blanco«.

[David Simon, el relojero de Baltimore]

Ese pescador blanco, que a priori no es más que un personaje soñado por Loquareeous (Christopher Farrar), protagonista del primer episodio, a su vez integrado en el sueño que tiene Earn en la habitación de un hotel de Copenhague, reaparece en otras dos ocasiones. Primero en el cuarto capítulo, el magistral The Big Payback, en el que mantiene una conversación con Marshall (Justin Bartha), un hombre blanco de clase media que está al borde de perder todo cuanto tiene a causa de la presión judicial iniciada por la comunidad negra, cuyos miembros solicitan a todos los descendientes de esclavistas que les compensen económicamente por el daño causado por sus antecesores. La multa y el escarnio público como correlatos tangibles de la memoria histórica.

En esa charla, nuestro pescador afirma que le han perdido las maletas. Dice llamarse Earnest, aunque sus amigos le llaman E. «I’ve got the feeling that we’re in the same boat», le espeta a Marshall, señalando que comparten la misma situación de desamparo, pero también haciendo referencia a la embarcación del prólogo inicial. Marshall muestra su desesperación porque está a punto de perderlo todo «por una mierda que ni siquiera he hecho», a lo que Earnest le responde que él no sabe si lo ha hecho o no y, tras relatarle una breve historia sobre su familia, representante de ese modelo de estirpe hecha a sí misma que en realidad se sirvió de mano de obra gratuita para alcanzar su estatus, concluye que «tratábamos la esclavitud como si fuera un misterio enterrado en el pasado, algo para investigar, si elegimos hacerlo. Y ahora esa historia tiene un valor monetario.

La confesión no significa absolución. (Y para los negros) la esclavitud no es el pasado. No es un misterio. No es una curiosidad histórica. Es un fantasma cruel e inevitable que persigue de una manera que no podemos ver». Earnest termina señalándole a Marshall que, ahora que las tornas se han girado, ahora que estamos pagando nuestras deudas, podremos ser libres. Acto seguido, sale a la piscina del hotel en el que se encuentran y se vuela la cabeza de un disparo.

Fotograma de 'Atlanta'.

El pescador blanco, Earnest, volverá a aparecer en la última secuencia de la temporada, situada justo después de los créditos del episodio final. A la vuelta de su gira por Europa, Earn recibirá una maleta que, al parecer, la compañía aérea le había extraviado. Él afirma que regresó con todo su equipaje, pero la bolsa de viaje lleva su nombre y apellidos, así que el mensajero se la entrega. Al abrirla, encontrará una foto del otro Earnest con su familia.

Si nos detenemos a analizar estos tres breves pasajes situados en los capítulos 1, 4 y 10 veremos que la primera aparición del Earnest blanco (E en adelante) se produce en un sueño dentro del sueño de Earn. De algún modo, puede vérsele como su trasunto, más aún si tenemos en cuenta ese discurso que asocia lo étnico con el capital («con suficiente sangre y dinero, cualquiera puede ser blanco») y lo vinculamos a su propia evolución dentro de la serie; esto es, un chico pobre de Atlanta que ahora gestiona la carrera de un exitoso rapero (véase la relación que tanto él como su representado mantienen con el dinero en el capítulo segundo). Además, ¿cuántes veces se le dice a Earn que habla como un blanco?

En su segunda intervención, E ve con buenos ojos esa especie de reembolso a cuenta de la esclavitud que no pretende sino impartir una suerte de justicia racial. Es un blanco asumiendo un discurso que Earn podría defender. E, en un acto de sacrificio supremo, termina volándose los sesos bien porque ni siquiera el dinero es suficiente para subsanar la deuda contraída por sus antepasados, bien porque puede estar viéndose sometido al mismo acoso que Marshall («we are in the same boat») y que, como veremos en la foto final, haya sido dejado de lado incluso por sus allegados.

De algún modo, Earn, el negro que habla como un blanco, sublima sus pecados a través de su ‘negativo’, de su fantasma, porque ¿acaso en su ascenso social no estará él traicionando los principios que, teóricamente, rigen su comunidad al tiempo que asume los privilegios de la white people?

Por todo ello, esa imagen familiar de E que Earn contemplará en su casa adquiere un valor polisémico: E como el doble blanco de Earn, pero a su vez como la persona en la que quizá se esté transformando. Si la blanquitud puede alcanzarse a través de la sangre (de los sacrificios, aunque sean metafóricos) y del dinero, Earn y todo el séquito que acompaña a Paper Boi van camino de parecerse a un rollo de Scottex.

Otra escena de la serie.

En definitiva, esta tercera entrega de Atlanta nos habla de la identidad como un fantasma y del dinero como elemento clave para transformarla. Si uno recuerda la portentosa miniserie documental O.J.: Made in America (Ezra Edelman, 2016), le resultará difícil de olvidar ese instante en que se expone que O.J. Simpson jamás participó de las causas raciales porque no se veía a sí mismo como un negro. El dinero amasado le permitía relacionarse de igual a igual con hombres y mujeres que, en otras circunstancias, solo le hubiesen dejado que les limpiase los zapatos.

Donald Glover, siempre acompañado del finísimo director Hiro Murai y de su pléyade de guionistas, trata de desentrañar cómo el capitalismo avanzado es capaz de desvirtuar cualquier cruzada, logrando que incluso los principios más solidos se tambaleen. Todos los protagonistas tienen problemas de identidad a lo largo de esta última tanda de episodios.

Sucesión de vacilaciones

En Tarrare (3.09) Van, convertida en un fantasma para Earn, acaba instalada en París protagonizando una versión de Amélie que bien podría haber dirigido Quentin Dupieux. Es alguien que ha perdido el norte, que no sabe quién es (la foto superior, correspondiente al 3.02, muestra su grado de confusión: por un lado, su situación de bloqueo reflejada por esa composición abigarrada; por el otro, la posibilidad de elegir entre un montón de prendas de segunda mano, convertida en metáfora en el momento en el que Van se ‘pruebe’ una nueva vida… de segunda mano, en tanto copia de un rol de ficción).

En New Jazz (3.08), Paper Boi, drogado por las calles de Ámsterdam, se cuela en distintas estampas a cuál más surreal hasta que se topa con una maquiavélica cicerone llamada Lorraine (Ava Grey) que cuestionara su manera de conducirse en la vida y de gestionar su carrera. Ese viaje alucinado por el barrio rojo en el que, una vez más, el tema del doble y el argumento circular aparecen, las diatribas morales a las que se enfrentan los tipos como Paper Boi se materializan en ese encuentro cargado de ironía con Liam Neeson en el llamado Cancel Club, local privado al que solo pueden acceder aquellos que han transgredido la normativa de lo políticamente correcto (tanto este cameo como el posterior de Alexander Skarsgård son impagables).

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El actor irlandés empieza pidiendo perdón por un episodio (real) de juventud en el que, tras la violación de una amiga, afirmó que mataría a cualquier negro bastardo. Acto seguido, en una línea de diálogo que expresa toda la ambigüedad contenida en Atlanta (tanta que ni siquiera Paper Boi adivina si su interlocutor le toma el pelo o habla en serio), Neeson le dice que sigue odiando a los negros, culpables de haber intentado sabotear su carrera. Paper Boi le espeta si no ha aprendido que no puede decir ese tipo de cosas. «Sí, pero también aprendí que lo mejor y lo peor de ser blanco es que no tenemos que aprender nada si no queremos», le responde el protagonista de Venganza.

Ese tipo de confusiones son recurrentes en una temporada que es mucho menos moralista de lo que algunos han apuntado, puesto que siempre está dispuesta a poner sobre el tapete las contradicciones que carcomen los movimientos de resistencia cuando el neoliberalismo los roza con la punta de sus dedos: Earn logra escapar de un concierto gracias a una tradición que hoy puede ser considerada como racista, el zwarte piet, que consiste en que, a semejanza del ayudante de San Nicolás que desciende por la chimenea y se tizna de hollín, los holandeses (principalmente los niños) se pintan la cara de negro (mala práctica comúnmente conocida como blackface).

Sin embargo, el hecho de que los asistentes al concierto que Paper Boi se niega a dar vayan de esa guisa, hará que Earn pase desapercibido entre el público y pueda escapar del promotor que pretende agredirle por cancelar el concierto sin renunciar a un solo céntimo.

Fotograma de 'Atlanta'.

Estas paradojas atraviesan una temporada que, como sus personajes, tampoco tiene una identidad definida y se antoja voluntariamente caótica. Si la continuidad propia de la serialidad canónica la encontramos en ese tour europeo, jalonando ese recorrido nos toparemos con cinco episodios que no guardan relación con esa trama y que bien podrían pertenecer a una serie de antología cuyo nexo no procede de lo argumental sino de aspectos como el género, el tono o la temática.

De hecho, incluso los propios capítulos que pertenecen a esa trama troncal están concebidos como episodios unitarios, todos ellos compuestos por tres actos, y con carácter autoconclusivo, con subtramas muy débiles que los unen a los siguientes (la relación intermitente y espectral entre Earn y Van, por ejemplo). En una teleficción que nos muestra a un ramillete de personajes desubicados, tratando de encontrarse a sí mismos y cuestionándose constantemente qué significa ser negro hoy, que el propio armazón dramático de Atlanta sea una sucesión de vacilaciones es de una coherencia irreprochable.

Dinero para comprar color

Si es cierto que la nueva temporada de la teleserie emitida en España por Disney+ se interroga sobre el estado de la negritud y su relación con el capitalismo («el racismo y el capitalismo son difíciles de separar», se dice en el tercer episodio), no es menos cierto que sus ‘capítulos blancos’, concebidos casi como una prolongación de La dimensión desconocida, están pensados y ejecutados para poner en jaque a aquellos espectadores que nunca nos hemos tenido que preocupar por nuestro color de piel.

En Three Slaps (3.01), la historia de Loquareeous desmonta el concepto del ‘salvador blanco’ mostrándonos a dos madres de acogida que más parecen las aspirantes a liderar una secta (eso sí, está lejos de retratar a la progenitora del crio como a una santa). En The Big Payback (3.04) la armonía social se alcanza cuando Marshall destina un porcentaje de su sueldo a pagar su deuda con los descendientes de la familia a la que su tatarabuelo esclavizó.

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Pero aún hay más. En Rich Wigga Poor Wigga (3.09), jugando de nuevo con la inversión de roles, un joven mestizo de piel blanca, pero con familiares negros, no podrá acceder a las becas universitarias que un filántropo afroamericano ha donado solo a los estudiantes de color de su instituto. Este episodio de aires expresionistas, en el que un tribunal evalúa el grado de negritud de los aspirantes a ayuda, se interroga sobre cuáles son los requisitos para obtener tal certificado y sobre quién está en posesión para otorgar esos carnés de negro que siempre dejarán fuera a aquellos que se salgan de la norma general, incurriendo en prácticas racistas.

Ese cuestionamiento no impide una crítica feroz a la discriminación a la que, históricamente, se han visto sometidos los afroamericanos, algo que se manifiesta en ese autoodio que muestra Aaron (Tyriq Withers), alguien que reniega de su raíces para no ver su futuro perjudicado… hasta que los papeles se invierten.

Imagen de la serie de FX.


Imagen de la serie de FX.

También Tarrare (3.10) puede incluirse en esta categoría de capítulos blancos, puesto que Van, traicionando su identidad, asume como modelo la idealizada existencia de alguien tan nívea y naif como Amélie Poulain. Ahora bien, el mejor episodio de la entrega para quien esto firma, y que también entraría en esta subcategoría, es Trini 2 the Bone (3.07). En él la brecha social y cultural entre negros y blancos se manifiesta a través de la figura ausente de una vieja niñera nacida en Trinidad y Tobago que ha educado a un chaval blanco según sus tradiciones, sustituyendo a unos padres que han decidido no renunciar a sus quehaceres profesionales y a sus aficiones.

El cuidado de los retoños ajenos es lo que procura techo y comida a la familia de la niñera, pero al mismo tiempo le obliga a dejar de lado a sus propios hijos. Esta semana no entraremos en cuestiones de puesta en escena, Atlanta demanda demasiados folios, pero basta con ver cómo Donald Glover filma el hogar de esa familia blanca para reflejar unas tensiones que los padres no perciben hasta que, en el funeral de la asistenta, han de enfrentarse a una inmersión cultural a portagayola.

En este episodio adquiere un gran peso otro de los temas clave de la serie —lógicamente también está presente en el resto— que no es otro que la monetización de cualquier actividad, desde los cuidados a los conciertos, pasando por la acción social o los negocios familiares: si existe la posibilidad de obtener un rendimiento máximo en un periodo corto de cualquiera que sea la cosa, dejarán de importar su esencia y sus valores porque la única doctrina valida es la del beneficio.

Dos ejemplos claros: el restaurante nigeriano que una avispada jefa de relaciones públicas compra para cerrarlo y abrir frente a su misma puerta un food truck plagiando el recetario del antiguo establecimiento y la campaña social en la que participa Paper Boi cuyo mensaje termina siendo manipulado con el único objetivo de sacarle mayor rédito a la campaña (todo ello aparece en White Fashion, capítulo sexto).

Así pues, no es nada casual que la secuela de Black Panther devenga en chiste recurrente. Al fin y al cabo, si a la solidaridad podemos sacarle partido, ¿por qué no también a la causa afroamericana? Y así, mientras reflexiona sobre lo complicado que resulta para un negro afianzar su identidad hoy, Donald Glover se pregunta no solo hasta dónde estamos dispuestos a llegar para obtener según qué privilegios, sino también si el dinero puede comprar el color.

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