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Encarnación Lora Jiménez no puede desterrar de su memoria el calvario que sufrió su familia durante la oscura travesía que siguió a la Guerra Civil. El franquismo les esquilmó buena parte de su patrimonio (varias fincas y cortijos) y, para sobrevivir, se veían obligados a entregar el llamado cupo forzoso al Servicio Nacional del Trigo. “Había mucha hambre, lo pasamos muy mal, pero mi familia no paró nunca de ayudar a los más necesitados”, rememora esta octogenaria sobre su infancia en Teba, un pequeño pueblo del noroeste de la provincia de Málaga donde, con el paso del tiempo, se convirtió en una heroína por la solidaridad y generosidad mostrada hacia sus paisanos, “fueran del signo que fueran, porque, mire usted, nosotros nunca hemos tenido adscripción política”, apostilla.

El testimonio de Encarnación Lora, un símbolo de la resistencia antifranquista, es uno de los más reveladores que aparecen en el libro Franquismo de carne y hueso. Entre el consentimiento y las resistencias cotidianas (Publicacions de la Universitat de València), de la investigadora Gloria Román Ruiz. La obra se suma a la producción historiográfica de la vida cotidiana durante el franquismo y es una aproximación a las actitudes sociopolíticas de las clases populares rurales en Andalucía. “He querido acabar con muchos de los tópicos que existen en el mundo rural, tradicionalmente considerado como abúlico y despojado de cualquier lógica de protesta contra el orden establecido”, asegura Román, que es doctora por la Universidad de Granada y contratada posdoctoral en la Radboud University (Nijmegen, Países Bajos).

La población de Teba, que estaba atravesada por una de las líneas del frente sur, fue uno de los municipios más brutalmente castigados por la represión franquista. La noche del 23 de febrero de 1937, tomada ya Málaga por las tropas de Queipo de Llano, fueron fusiladas y enterradas en una fosa común del cementerio 125 personas, a las que se unirían 26 más en los días sucesivos. Además, casi una veintena de tebeños fueron encausados por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, otros tantos fueron depurados de sus puestos de trabajo y muchos se vieron obligados a exiliarse acabando algunos en campos de concentración franceses o nazis.

Encarnación Lora, en su casa.
Encarnación Lora, en su casa.García-Santos

En medio de ese clima hostil y de absoluta pobreza, la familia de Encarnación Lora se erigió en salvadora para muchos vecinos del pueblo, algo que, a la postre, también fue una coraza y evitó una mayor represión por el régimen. Fueron solidarios con quienes acudían a pedir a la casa, autorizaban a coger habas del campo y ella misma repartía vasitos con el suero que quedaba tras elaborar queso con la leche de las vacas, cabras y ovejas que tenían. “En mi familia siempre hemos sido muy tiernos, muy generosos”, señala Encarnación, que siguió la estela de su padre (que era el jefe de la hermandad sindical de labradores y ganaderos) a la hora de liderar las protestas y las reclamaciones contra muchas decisiones del régimen franquista.

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Tampoco existe el rencor en esta familia malagueña, que vio cómo uno de sus hijos, Pepín, estuvo secuestrado durante varios meses por una cuadrilla de guerrilleros que actuaban en las serranías cercanas. “Como decía mi padre, ese era el trabajo de esos maquis para poder comer, por eso los comprendía”, sostiene Lora sin ningún tipo de acritud hacia quienes se llevaron a su hermano y muy crítica con la feroz represión de la dictadura hacia esos guerrilleros. Antes de morir, Pepín escribió el libro Mi vida entre bandoleros, donde decía con absoluta claridad que los peores bandoleros eran los que pilotaron el franquismo.

Encarnación también amparó a las matuteras, las mujeres malagueñas que practicaban el contrabando en la zona del Campo de Gibraltar para ganarse la vida y a las que su madre compraba vitaminas, chocolatinas o aceite de hígado de bacalao. A pesar de ser profundamente religiosa, esta malagueña fue muy crítica con el ultraconservadurismo moral del régimen, el mismo que, a su juicio, propició con sus políticas represivas la emigración masiva del medio rural a mediados del siglo pasado.

La lucha de las mujeres

Otro episodio de resistencia recogido en el libro fue el de Bardazoso, originado por el rechazo que suscitaba la política forestal franquista. Cuando los enviados del régimen se encontraban cubicando los pinos de la finca, unas 60 mujeres salieron a su encuentro armadas con tijeras, facas, escavillos, palos, agujas y otras herramientas domésticas que ocultaban bajo el mandil. “Se encararon con ellos y les advirtieron de que antes de que se llevasen un solo olivo se regaría la tierra con sangre, que les iban a colgar de los pinos y que ni una pareja ni un regimiento de la Guardia Civil podría detenerlas, ni el mismo caudillo”, señala Román.

La lucha de estas mujeres logró obstaculizar parcialmente la consecución de los objetivos repobladores del Estado. En 1957 el Gobierno se vio obligado a promulgar una nueva Ley de Montes que venía a reconocer tímidamente la existencia de los montes vecinales. En 1968 se aprobó una Ley de Monte Vecinal en Mano Común, en virtud de la cual se abría el proceso de devolución de la propiedad a los vecinos y se reconocía su derecho sobre los beneficios obtenidos de la explotación maderera.

Como ocurrió con otras muchas acciones de resistencia cotidiana contra la Administración provincial o nacional, en el conflicto de Bardazoso las autoridades municipales hicieron gala de su flexibilidad y se situaron del lado de los vecinos. “Semejante apoyo obedecía a su ambivalente papel como representantes del poder franquista a nivel local y como defensores de los intereses vecinales. Y, probablemente también, a la coincidencia de los intereses de los vecinos afectados con los de sus propias bases sociales en el pueblo”, subraya Román.

Según la investigadora jiennense, el franquismo no solo sobrevivió mediante el ejercicio constante de la represión, sino que también puso en marcha mecanismos no siempre exitosos para lograr una nacionalización de las masas mediante su política social. “Lejos de la visión mitificada que durante mucho tiempo pesó sobre el mundo rural, también en el campo se dieron episodios de protesta contra las instituciones del régimen franquista. La población campesina no permaneció pasiva cuando sintió amenazados su medio de vida”, señala.

Gloria Román se ha valido en este libro, que es la síntesis de su tesis doctoral, de fuentes documentales como expedientes, partes de la Guardia Civil, el archivo del PCE, memorias de los Gobiernos Civiles, las cartas remitidas a Radio España Independiente y, sobre todo, un buen número de entrevistas orales a testigos vivos que sufrieron la represión franquista.

“La obra supone un acercamiento útil y eficaz que consigue acercarse al franquismo realmente vivido, cuestionando tópicos asimilados al mundo rural y ampliar la compleja mirada de aquellos hombres y mujeres que vivieron la dictadura”, ha escrito Néstor Banderas, de la Universidad de Valencia.

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