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Un operario municipal limpia la estatua de Colbert ante la Asamblea Nacional, en París, en la noche del martes.
Un operario municipal limpia la estatua de Colbert ante la Asamblea Nacional, en París, en la noche del martes.Thibault Camus / AP

El hombre se acercó al pedestal y escribió: “Stop a la negrofobia de Estado”. Después arrojó el bote de pintura a la estatua de Jean-Baptiste Colbert, ministro de Finanzas de Luis XIV, fundador de la economía moderna en Francia y artífice del Código Negro, el conjunto de normas que rigió la esclavitud en las colonias francesas. Los gendarmes que custodian la entrada de la Asamblea Nacional en París, donde está la escultura, no tardaron ni tres segundos en salir para ver qué ocurría. Todavía lucía el sol.

“Esta estatua promueve la negrofobia, el asesinato de los negros, la violación de los negros”, denunció el responsable de las pintadas, identificado con una camiseta en la que se leía Brigada Antinegrofobia, mientras los agentes, desconcertados, intentaban detenerle con buenos modos. Una cámara filmó la acción y la detención.

Era el martes por la tarde y así sucedió lo que se esperaba que tarde o temprano sucediese desde que a principios de junio empezaron las protestas en París tras la muerte del ciudadano negro George Floyd a manos de un policía blanco en Minneapolis. Las manifestaciones expresaban la solidaridad con los afroamericanos estadounidenses, pero también denunciaban los excesos policiales y el racismo en Francia. Cuando empezaron a derribarse estatuas de esclavistas en Estados Unidos o en el Reino Unido, algunos, en las manifestaciones parisinas, llamaron a derribar la estatua de Colbert que flanquea las escalinatas de acceso al templo de la democracia, que es la Asamblea Nacional.

Colbert es más conocido por ser el precursor del dirigismo estatal como motor del desarrollo económico —la famosa doctrina ‘colbertista’—, pero llevaba años en el punto de mira de los activistas antirracistas. Cuando el 14 de junio, en un discurso televisado a la nación, el presidente Emmanuel Macron anunció que “la República no desmontará ninguna estatua”, estaba claro en quién pensaba. Unos días antes el ex primer ministro socialista, Jean-Marc Ayrault, había pedido rebautizar el salón Colbert de la misma Asamblea Nacional. Un liceo Colbert en Thionville, cerca de la frontera con Luxemburgo, ha cambiado su nombre por el de Rosa Parks, la heroína de la lucha por los derechos civiles en Alabama.

“No se puede tolerar que en Francia se celebre, y menos aún ante la Asamblea Nacional, a un hombre que estuvo en el origen de dos crímenes contra la humanidad: primero el Código Negro, que organizó la esclavitud en Francia, y segundo, la Compañía de las Indias, que él fundó y que deportó a miles de africanos”, dice Louis-Georges Tin, presidente del Consejo Representativo de las Asociaciones Negras de Francia (CRAN). “¿Cómo podemos construir Francia cuando vuestros héroes son nuestros verdugos?”, se pregunta. “Esta estatua es monstruosa, indigna del país que dice ser el de los derechos humanos. Hay que enseñar quién fue Colbert, no celebrarlo”, añade.

Pero, ¿dónde detenerse? Estos días, se han citado las posiciones colonialistas y racistas de tótems de la República progresista (pero también colonialista) como Jules Ferry. Se ha señalado que Napoleón reintrodujo la esclavitud después de abolirse con la Revolución. Y se ha recordado que las últimas calles con el nombre del mariscal Pétain —héroe de la Primera Guerra Mundial y colaboracionista con la Alemania nazi en la Segunda— se rebautizaron hace años. Para Tin, la línea roja es que se hayan producido crímenes contra la humanidad. “No se puede cambiar todo en Francia, pero tampoco nada”, dice.

En un artículo en Le Monde, un grupo de historiadores —entre ellos Mona Ozouf, Michel Winock y Jean-Noël Jeanneney— señala el riesgo del anacronismo. “Este pecado contra la inteligencia del pasado consiste en lanzar, a partir de las certidumbres del presente, un juicio retrospectivo, que además de irresponsable es perentorio, contra personajes de otro tiempo”, escriben. “¿Jefferson y Washington deben sentirse, en París, amenazados en sus pedestales?”, se preguntan en alusión a los padres fundadores de la democracia americana que poseían esclavos y que tienen sendas estatuas en la capital francesa.

“La mayoría silenciosa de los franceses empieza a estar harta de estas exigencias de minorías violentas y excesivas que intentar aprovecharse del hundimiento del Estado”, proclamó, en la cadena LCI, la jefa del Reagrupamiento Nacional, Marine Le Pen. La extrema derecha acusa a la izquierda, y también al centrista Macron, de caer en lo que llaman la “cultura del arrepentimiento”, la autoflagelación, la insistencia en resaltar las páginas menos gloriosas de la historia nacional: la leyenda negra autóctona.

“Condenamos a quienes quieren borrar las huellas de nuestra historia”, dijo a la salida del Consejo de Ministros la portavoz el Gobierno, Sibeth Ndiaye. El miércoles por la mañana, la estatua frente a la Asamblea Nacional estaba limpia de pintura. Todo en orden.

Los partidarios de quitar las estatuas querrían verlas fuera del espacio público, destruidas o en almacenes, como si nunca hubiesen existido este pasado, o en museos, para poder aportarles contexto. Pero el debate de las estatuas, más que borrar la huella de Colbert, ha reabierto la discusión pública sobre su figura. Pocas veces, en los años recientes, se había hablado tanto de él como ahora.

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