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“Qué pena y qué vergüenza, que por lo que me hicieron va a salir mi historia en el periódico”, se lamenta María Catalina Acosta, indígena y trabajadora del hogar. Durante 60 años estuvo muerta en vida, interna en una mansión del entonces Distrito Federal, donde los malos tratos, la violencia física y verbal, las vejaciones y la precariedad conformaban el día a día. El 9 de noviembre, su sobrina María Angelina, con ayuda del Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar (CACEH), rescató a la mujer, a la que sus patrones mantenían encerrada sin apenas contacto con el exterior desde el inicio de la pandemia, bajo la excusa de que sufría demencia. No ha cobrado su sueldo desde agosto.

Llegó a Ciudad de México, procedente de su pueblo, en la Huasteca potosina, “cuando aún no entraba [Gustavo] Díaz Ordaz [presidente de México entre 1964 y 1970]”. Una amiga le consiguió empleo en el seno de una familia adinerada de la capital mexicana. En ese entonces y recién llegada a la ciudad, Acosta solo hablaba náhuatl, su lengua natal. “En mi tierra somos muy pobres, no teníamos nada, ni luz, ni agua, por eso venimos acá”, explica la mujer.

Nunca tuvo contrato, prestaciones laborales de ningún tipo ni seguro sanitario. Su historia forma parte de una realidad más grande. En México, de acuerdo con la Oficina Internacional del Trabajo y la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, hay más de dos millones de trabajadoras del hogar: un 98% no tienen acceso a la salud, el 99% carece de contrato, el 71% no recibe ninguna prestación laboral y más de la mitad provienen de hogares pobres.

Es una tarde de noviembre en la que el frío solidifica el aire, el sol hace rato que se ha ido y el viento corta la piel. Pero ella resiste la hora de entrevista sentada a la sombra de un peral, en el jardín de la casa de cemento gris de su sobrina, María Angelina Hernández, donde ahora se refugia. Legalmente, la colonia forma parte de la capital. En la práctica, se trata de un pueblo donde los árboles casi se imponen a las construcciones de concreto, se ven pastores con sus rebaños de ovejas, los perros pueblan las esquinas y la ciudad es apenas un rumor que se intuye a lo lejos: un puesto de trabajo al que acudir, un pesero que se va.

Acosta viste con ropa sobria en tonos oscuros. Su pelo es negro y lacio. En su piel, los años han esculpido arrugas que le confieren la textura de las páginas de un mapa viejo. Cuando llegó rondaba los 18 años. Ahora ha cumplido 80. “Desde el principio me trataban mal. Me pegaban, me daban cachetadas y manazos. Un día estaba lavando y yo no sé lo que le hice, pero la señora me pegó dos manguerazos en la espalda. Y yo dije: ‘Dios te va a perdonar y Dios te va a castigar porque me estás haciendo esto’. Ahora la señora ya está viejita, creo que tiene 95 años, pero todavía pega”, cuenta, y se ríe burlona, “dice que la saco de quicio, quiere inmediatamente las cosas”.

María Catalina Acosta y sus pocas pertenencias, en el cuarto en el que la acogió su sobrina para resguardarse después de su rescate.
María Catalina Acosta y sus pocas pertenencias, en el cuarto en el que la acogió su sobrina para resguardarse después de su rescate.Quetzalli Nicte Ha

Frío y hambre

La mujer vivió seis décadas en la casa, una mansión en la parte rica de Naucalpan (Estado de México), “gigante, de tres pisos, con una salota grandísima, cuatro recámaras, tres baños, un cuarto lavadero, cocina grande, jardín para abajo y para delante también, jardinero, pasto. Todo eso lo limpiaba yo”, evoca. Allí se encargaba además de recoger, de hacer comidas, meriendas, cenas y desayunos para toda la familia. De criar y cuidar a los seis hijos del matrimonio, de hacer los recados, ir a la compra. Siempre entre insultos. “Son víboras, siempre me decían groserías. Imagínate como les aguanté. Y trabajo, trabajo, no descansaba. Me levantaba a las cuatro de la mañana y hasta las once de la noche trabajando todo el rato”.

Al llegar cobraba 80 centavos al mes. Con las décadas fue variando, 200 pesos, 500 pesos. Al final, cuando más alto era su sueldo, ganaba 4.000 pesos al mes (170 euros). Acosta defiende que le deben tres meses de jornal. Pero el CACEH, que prepara una demanda para exigir la indemnización, estima que la suma real está más cerca de los 350.000 pesos [14.900 euros], el resultado de sumarle a los tres meses otros 20 días por año trabajado más 12 de antigüedad, vacaciones, aguinaldo y prima vacacional. Es decir, lo que por ley debería corresponderle.

Además, a pesar de vivir con la familia, todos sus gastos corrían por cuenta de Acosta. Se compraba su jabón y su pasta de dientes, su sarape [manta] —“pasaba mucho frío”—, su propia televisión, “la señora me regañaba, decía que ver la televisión gastaba mucha luz. Era muy tacaña”. Su dieta, lo único que la familia aportaba, se componía de frijoles y huevo. “Llegué muy flaquita”. Después del rescate, miembros de CACEH y su sobrina la acompañaron a una revisión médica, que acreditó que sufría anemia y desnutrición. Con ellos generó problemas de espalda y columna, llegó a romperse las costillas después de una caída.

La gota que colmó el vaso llegó hace un par de semanas. Uno de los hijos volvió a pegarla, “con la mano cerrada en la cabeza. Entonces ahí pensé ‘ya no voy a aguantar más’. No dije nada, pero inmediatamente llamé a mi sobrina Angelina para que fuese a por mí”. Ahora, lo único que quiere hacer es volver a su pueblo.

—Y, antes de este momento, ¿nunca pensó en dejar la casa?

—Pues no, porque me acostumbré, —responde con un temblor de urgencia en la voz—. Yo no sé por qué me acostumbré. Mi familia me llamaba, y me decía que me fuera ya, que llevaba toda la vida en la misma casa, con la misma familia. Pero yo ya no tengo mamá, ni papá, ni mis tíos, todos se murieron de enfermedad. Ahora ya nomás tengo una prima. No puedes vivir allá en mi pueblo, es muy pobre.

—Entonces, ¿por qué se quiere ir usted a su pueblo?

—Porque quiero olvidar. Ya no quiero saber nada aquí. Jamás, jamás voy a volver. Ya me quiero ir a mi tierra. Y me da mucha tristeza, pero no puedo aguantar. Yo quiero llorar para no enfermarme, porque dicen que si no lloro me voy a enfermar.

Y empieza a llorar suave, limpio. “Allá me voy a olvidar. Ya no quiero trabajar más, para que me traten mal otra vez si encuentro trabajo. Yo cuando el señor se murió pensé ‘gracias diosito que te lo llevaste porque también me quería pegar”. Ya había intentado huir a su tierra una vez. En aquella ocasión, hace un par de años, pasó siete meses en su pueblo, hasta que un día apareció por allí la hija de sus empleadores para volvérsela a llevar. Ella no quería, pero al final la convencieron.

María Catalina Acosta en su casa del Estado de México.
María Catalina Acosta en su casa del Estado de México. Quetzalli Nicte Ha

El 9 de noviembre, a la mansión de Naucalpán llegaron la sobrina de Acosta, María Angelina Hernández, Marcelina Bautista, presidenta del CACEH, algunos periodistas y agentes de policía. Hernández llamó a la puerta. “La señora dijo que mi tía no podía salir porque estaba mal de la cabeza”. Acosta lo escucha y suelta dos carcajadas sonoras. “Yo no estoy loca”, aclara.

Hernández continúa: “La tenía encerrada con llave. La hija de la señora salió y dijo que no podía ir al pueblo. Pero mi tía me llamó llorando, me dijo que quería marcharse. Hace años que la maltrataban, pero no nos lo había dicho hasta ahora. Está muy tocada psicológicamente, está asustada, con miedo. Le estamos haciendo pruebas para comprobar si tiene demencia, pero el médico dice que de momento parece que no”.

Ahora, Acosta espera los resultados de las pruebas médicas para volver, por fin, a su pueblo, en esa tierra donde “llueve mucho y nadie tiene estufa, se calientan con pura leña. Somos muy pobres, pero es muy hermoso. Puro cerro, pura selva, todo muy natural. Se puede respirar el aire, no hay esmog. Si subes a lo alto del cerro, se ve todo alrededor”. Y se le ilumina la cara al recordar.

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