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Anne Berest tenía 24 años cuando en 2003 su madre recibió en el buzón de su casa de la banlieue parisiense una postal anónima. La Ópera Garnier figuraba en el anverso y cuatro nombres en el reverso: los de los bisabuelos —Ephraïm y Emma— y los tíos abuelos —Noémie y Jaqcques— de Berest por parte materna. Todos ellos, víctimas del Holocausto, habían muerto en Auschwitz en 1942. La familia quedó tan sorprendida como asustada. Berest habla con EL PAÍS por teléfono y rememora sus sensaciones: “La postal tenía algo tan aterrador, que la guardamos en un cajón y no pensamos en ella hasta 15 años después”.
La autora del libro autobiográfico La postal (traducido al español por Lumen) parte de esta misiva sin firma para iniciar la búsqueda de su emisor. Construyendo el relato como una novela policíaca —colaboran con ella un detective privado y un criminólogo—, la protagonista indaga sobre el pasado de sus ancestros con la ayuda de su madre, Lélia, para reconstruir su historia y resolver el enigma. Pero a diferencia de un autor de novela negra, que ya conoce el desenlace de la historia, Berest no tenía ni idea de cómo acabaría su investigación, ni tenía la certeza de poder resolverla para los lectores. Tardó cuatro años en encontrar al autor y solo desvela el enigma al final del libro. “La vida real me dio una lección de escritura”, dice.
—¿Por qué decidió retomar la investigación después de 15 años?
—En 2018 yo ya tenía una hija de seis años. Los miércoles solía comer con mi madre. Un día le preguntó: ‘Abuela, ¿somos judías?’ Cuando mi madre le respondió que sí, puso una cara de preocupación y le dijo: ‘Es que en la escuela no les gustan mucho los judíos’. Mi madre me lo contó y me pidió que hablara con mi hija, pero yo fui incapaz de hacerlo, estaba bloqueada. En su lugar, me volvió a la memoria el recuerdo de la postal, una imagen resurgida del pasado. Y de pronto me obsesioné con encontrar al autor.
El libro —al que Berest llama “novela verdadera”, porque cuenta la historia real de su familia— se adentra en una primera parte en la vida de sus bisabuelos, los Rabinovitch, quienes huyeron de la Rusia prerrevolucionaria con su primera hija, Myriam (la abuela de la autora), recién nacida. El patriarca Rabinovitch, Nachman (el padre de Ephraïm), había reunido a su familia cuando aún vivían cerca de Moscú para advertirles de que tenían que marcharse, los judíos no eran bien recibidos. “Hijos míos, escuchadme bien. Apesta a mierda”, sentenció en yiddish.
La premonición de Nachman es una constante en toda la obra. Vuelve a atormentar a Anne cuando se entera de la interacción de su hija en el colegio y cuando el director del centro se queda impasible ante sus palabras. La autora habla con estupor de las tesis revisionistas y negacionistas que circulan por el territorio galo y que se materializaron públicamente en septiembre de 2021, cuando un nuevo candidato de ultraderecha, Éric Zémmour, se atrevió a decir que el Mariscal Pétain, que estuvo al frente del Régimen de Vichy cuando Francia fue ocupada por los nazis, había intentado salvar a los judíos y afirmó que los gendarmes franceses no habían colaborado con las deportaciones.
—¿Apesta a mierda aún hoy en Francia?
—No sé si apesta a mierda, pero sí que le puedo decir que no huele bien. Soy bastante pesimista. Todos los días en Francia se viven actos antisemitas, además de actos racistas. Creo que el futuro nos depara años muy duros de crisis económica y la comunidad judía siempre ha sido el chivo expiatorio en estas circunstancias, aunque no somos los únicos, también los inmigrantes lo serán. El trabajo de memoria histórica es frágil y vino muy tarde (en 1995 con el discurso del entonces presidente Jacques Chirac). Deberíamos reforzarlo.
Tras instalarse brevemente en Letonia, Polonia y Palestina, Emma y Ephraïm se establecieron en París con los tres hijos. Sin embargo, conforme se acercaba la Segunda Guerra Mundial, vieron poco a poco cómo ese augurio de Nachman les perseguía: sus derechos se reducían, sus bienes se requisaban, hasta que, en plena ocupación nazi, se llevaron primero a los hijos menores —Jacques y Noémie— y después al matrimonio maduro —Ephraïm y Emma—. Myriam, la primogénita y abuela de la autora, se salvó por haberse casado un año antes.
Además de resolver el misterio de la postal, la novela de autoficción responde a la pregunta que causa un conflicto interno a la autora: ¿qué es ser judío sin haber puesto un pie en una sinagoga, sin haber celebrado nunca el Sabbat? En la segunda parte del libro, titulada Recuerdos de una niña judía sin sinagoga, Anne enumera las veces en su vida que oyó la palabra “judío”, y cómo entendió —por los silencios más que por las palabras— que pertenecía a esa comunidad. La autora responde con un chiste: “Ser judío es pasarse la vida preguntándose qué es ser judío. Pero lo explico de forma más extensa en el libro”.
En uno de los momentos más ligeros de la novela, Anne está comiendo con su amigo Gérard, que también es judío, y este rememora que cuando era pequeño, en todas las fiestas a las que iba con sus padres, los amigos de la familia más viejos tenían tatuados unos números en el brazo. Cuando le preguntó el porqué a su madre, esta le respondió con una mentira: “Son números de teléfono, y como son gente mayor necesitan tenerlos tatuados para no olvidarse”. Berest explica que el Holocausto ya no es tabú, pero que hizo falta tiempo en las familias judías para poder hablar de ello: “Mi abuela Myriam jamás dijo una palabra al respecto. En la mayoría de las víctimas reinaba un silencio ligado a los traumas de la guerra. Tenían miedo de que volviera a pasar. Muchos de ellos se cambiaron el apellido, como es el caso de la familia de mi amigo Gérard en los sesenta”.
La postal ha sido un éxito editorial en Francia, donde se han vendido más de 150.000 ejemplares. Berest lo atribuye a que la novela está escrita en un lenguaje simple: “Intenté que no hubiera que buscar ninguna palabra en el diccionario. Tenía en mente un lector joven, entre la adolescencia y la edad adulta”. Aclara que esta popularidad fue totalmente inesperada: “Mi madre me dijo antes de que se publicara la novela que si no se vendía no sería porque fuera mala, sino porque la gente ya estaba cansada de tanta historia de la Shoah. Pero para mí era un deber contarlo. Conforme envejezco, más me doy cuenta de que la guerra fue ayer”.
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