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Ellos son nadies. Invisibles, secundarios, vidas corrientes. Olvidados de la Guerra Civil. Como el soldado Francisco Pérez Ponte. Tiene 21 años y lleva sucio el uniforme cuando le escribe a su hermana Dorinda desde el frente, a la luz de un candil. Después veremos qué dirán esas letras, rescatadas por el historiador Francisco J. Leira Castiñeira en Los nadies de la guerra de España (Akal), un viaje a las tripas más humildes de la batalla. A esos rincones oscuros que solo iluminan cartas, memorias o entrevistas con los ausentes de la historia, hijos de nadie, dueños de nada.

Ellas, también, son nadies. Borradas, omitidas, mujeres comunes. Trabajadoras anónimas del otro lado de los Pirineos —Francia— en esos años treinta. Como Leopoldine Haas. Es fresadora, 3.000 tuercas al día en la fábrica Citroën, un trabajo alienante. Aguarda tras la barra de un café del barrio latino. Luego veremos qué le dice al camarero, un padre desconocido al que jamás había visto. Es una de las historias recogidas por la novelista francesa Michèle Audin en La señorita Haas (Periférica), un extraordinario fresco de las ningunas ninguneadas. Una novela de gran riqueza formal y estilística que hunde un pie y medio en la memoria de lo real y apoya el otro medio pie en la recreación convertida en ficción. Un libro que reconstruye las vidas de 13 trabajadoras minúsculas —todas ellas apellidadas Haas— atravesadas por la historia mayúscula de esos años: el ascenso del fascismo, el fervor comunista, el estallido de la Segunda Guerra mundial, la deportación y el exterminio de judíos.

Portada del libro 'Los nadie de la guerra de España'.
Portada del libro ‘Los nadie de la guerra de España’.Akal

Ambas novedades no solo coinciden en el tiempo. Comparten un interés por esos nadies de Galeano, por los menores de Pasolini, por los molineros de Carlo Ginzburg y su microhistoria.

Las páginas de Los nadies de la guerra de España están pobladas de esta historiografía humana. De todos los bandos. La tristeza perenne de Urania Mella en prisión. El idealismo de unos rumanos fascistas, de la Guardia de Hierro, con el bando golpista. El idealismo del irlandés Frank Ryan, líder de la Columna Connolly, herido en el Jarama. Nadies como fray Cándido Rial Moreira, un franciscano en el Madrid revolucionario. Detenido en julio del 36, fue encerrado con otros cuatro religiosos. Sus compañeros fueron fusilados en la madrugada del 2 de agosto. A él lo indultaron. Le dieron unas alpargatas, un mono viejo y un fusil, y lo mandaron al frente a luchar. Vio el horror de la guerra. Los fusilados en las tapias de un matadero. Los religiosos asesinados sin piedad. Al final, una madrugada, cuando el cabo de guardia se despistó, fray Cándido cruzó la trinchera y se pasó de bando al grito de “¡No disparéis, soy sacerdote!”.

Urania Mella y María Gómez.
Urania Mella y María Gómez.Proyecto Nomes e Voces

Nadies como Amada García, un mito republicano, una Mariana Pineda envuelta en leyenda. Con media melena, ojos almendrados y mirada angelical, de ella siempre dijeron que fue fusilada por tejer una bandera comunista. Nada más. Pero Leira Castiñeira reconstruye su historia. La verdadera. La de la joven comunista de Mugardos (A Coruña) hija de masón, esposa de operario comunista en los astilleros de Ferrol y acusada de instigar a los milicianos para que arrojaran al pozo a los presos franquistas. Un consejo de guerra la condenó. Pena de muerte. Esperaron a que diera a luz al niño que llevaba en su vientre. Después la ejecutaron. Y con el tiempo, el relato republicano la victimizó aún más —Amadita, ejecutada solo por tejer una bandera— hasta convertirla en un símbolo. Gasolina para la propaganda. Alimento para más nadies.

Amada García y su hija.
Amada García y su hija.Proyecto Nomes e Voces

El historiador gallego subraya que hoy, 84 años después del final del trauma que supuso la contienda, “está surgiendo en un sector de la sociedad una predisposición por mirar con otros ojos la Guerra Civil y el franquismo, ampliando el campo visual más allá de la propaganda y del relato político, del que se está abusando”.

Ramón Montserrat.
Ramón Montserrat.Archivo Familiar

Tal vez por ello destaque tanto una de las 10 historias que conforman su ensayo. Es la de Ramón Montserrat. Nacido en Cambrils, fue enviado a la guerra por la fuerza. Sin ardor guerrero ni pasión política. Un quinto del biberón que, de repente, se vio con un máuser en las manos, con la obligación de disparar y ver morir a los demás. Un día vadeó un río con bombas en la mano. El olor a muerte se mezclaba con el hedor del miedo. Iban por el río como “sombras de una noche fantasmal”, escribió.

Bailes, huelgas, peluquería

En esos mismos años, las señoritas Haas de Michèle Audin pululan por Francia. Con una prosa musical, llena de ritmo y muy arriesgada en el estilo —pura factoría del grupo literario OuLiPo, deudora de Raymond Queneau y con homenajes al poeta del pueblo Jacques Prévert—, la autora resucita a esas trabajadoras cotidianas sin rastro en la historia.

La maestra Catherine, dispuesta a abortar, algo considerado un crimen por la nación que había sacrificado a un millón y medio de jóvenes en los campos de batalla. La pianista Claudine, nueva camarada comunista de clase bien, hechizada por la fuerza de la hoz y el martillo. Valentine y su huelga en las Galerías Lafayette: un reino de seda, elegancia y punta en blanco que oculta la explotación cuando la izquierda del Frente Popular gana las elecciones. Las conversaciones de peluquería mientras Francia decide no intervenir en la guerra de España. Los bailes acaramelados de Francine con su novio en la víspera del 14 de julio, en una verbena organizada por el sindicato del metal. Los oropeles de la Exposición Universal de París que no acallan “las voces en todas las lenguas de la pobreza” de los barrios humildes de estas señoritas Haas. Como Suzanne Haas, borrada por su origen judío. Como Pauline Haas, cuyo carné de identidad está marcado con la tinta roja, indeleble, en esa palabra rotunda, irreversible y mortal: judía.

Portada de 'La señorita Haas', de Michèle Audin.
Portada de ‘La señorita Haas’, de Michèle Audin.Periférica

Unos años antes de ese horror, en la barra del café parisiense que antes había quedado en suspenso, Leopoldine Haas escucha a su padre. Ha ido a decirle que es su hija. Pero no se lo dirá. Porque le oye decir que una tal Nozière, asesinada por su marido y que ocupa los titulares de prensa, se acostaba hasta con judíos y árabes. “Tome nota, queridita”, le suelta a quien no sabe que es su hija. Leopoldine, asqueada, le responde: “Yo no soy su queridita”. Y se larga. Para volver a la fábrica a fresar tuercas.

Unos años después, al otro lado de los Pirineos y a la luz de un candil, el soldado Pérez Ponte le escribe a su hermanita que han cogido un corderito y le dan el biberón en el frente. Es enero del 37 y, desde León, Francisco estampa bajo la firma un “Viva el Generalísimo Franco”. Las cartas siguieron. Cesaron en marzo del 39. A la hermanita ya no le pudo contar los cañonazos republicanos contra su barco, sus gritos de dolor, el naufragio, el rescate, el hospital, la amputación de una pierna, la transfusión y la anestesia, la fiebre, las alucinaciones y esos últimos gritos en la madrugada: “Quiero ver a mis padres”. Envuelto en una sábana. Enterrado en una fosa común. Como un nadie.

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